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martes, 22 de febrero de 2011

Ricardo Hernández Megías


Nace en Santa Marta de los Barros (Badajoz), en 1948, siendo el segundo de cuatro hermanos. Su padre, herrero-mecánico, muere cuando Ricardo tiene siete años, lo que les obliga a abandonar el pueblo e instalarse en la capital de la Alta Extremadura, Badajoz.
Con una beca del Ministerio de Educación, comienza sus estudios de Formación Profesional, primeramente en Badajoz, más tarde en Sevilla y finalizar en la Escuela de Ingenieros de ICAI, en Madrid. Es también Graduado Social y Técnico Superior de Artes Gráficas por el Instituto Islas Filipinas, de Madrid.
Muy ligado desde siempre con su tierra extremeña, es Socio Fundador de la Unión de Bibliófilos Extremeños, uno de los proyectos más interesantes y fructíferos para la recuperación del rico patrimonio bibliográfico de nuestra tierra, así como colaborador en la formación de la Gran Biblioteca de Extremadura.
Miembro de la Directiva del Círculo Extremeño de Torrejón de Ardoz, Vocal de Cultura de Beturia Ediciones y Socio del Hogar Extremeño de Madrid.
Su afición por la literatura, desde muy joven, le lleva a conseguir una importantísima biblioteca personal, entre cuyos volúmenes figuran muchos libros sobre Extremadura, que él aprovechará para publicar y dar a conocer temas y personajes de nuestra tierra.
Sus artículos sobre Historia y Crítica literaria han aparecido en varias revistas y periódicos de Madrid, Castilla la Mancha y Extremadura.
Miembro del Jurado de Poesía “Rafael García-Plata de Osma”.
Miembro del Jurado de Poesía “Luis Álvarez Lencero”.
Miembro del Jurado de Narrativa “Dulce Chacón”.
Ha sido Vocal de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Priego (Cuenca) y organizador de su Semana Cultural “Conocer la Poesía”, donde asisten los más importantes premios nacionales, tanto de Poesía como de Crítica literaria.
En 2006 fue investido “Caballero del Real Monasterio de Yuste”.
Tiene escrito los siguientes libros:
·        Memorias de un reloj.- Madrid, 1995 (12 relatos de la infancia de un niño extremeño en los años 50).
·        Escritores extremeños en los cementerios de España, tomos I y II.- Beturia Ediciones, 2004 (pendiente de publicarse el tomo III a primeros del año próximo)
·        Luis Álvarez Lencero… desde la memoria (Estudio Bio-bibliográfico), 2006.
·        Mi reencuentro con la obra de Luis Álvarez Lencero. Estudio, introducción y notas al poemario inédito “El corazón al hombro”, en Beturia Ediciones, 2009.
·        Poetas de la Extremadura exterior, (Sial Ediciones, 2010)
·        Titirimundi sentimental. Beturia Ediciones, 2010.
·        Vida, obras y muerte escabrosa de D. Matías Vinuesa, cura que fue de Tamajón  (Guadalajara) y capellán de honor de S. M. Fernando VII. (En pruebas de imprenta en Sial Ediciones)
·        Epistolario de Rodríguez-Moñino (en colaboración). Saldrá en la Revista de Estudios Extremeños de marzo de 2011.
Actualmente trabaja en un ambicioso proyecto literario como es la recuperación de la “Obra Menor” de D. Antonio Rodríguez-Moñino (1910-1970), con más de doscientos trabajos, principalmente sobre la Extremadura de los siglos XV y XVI, así como en su Epistolario, que se publicará en el próximo número de la Revista de Estudios Extremeños, marzo de 2011.
Desde 2004 es Presidente de la Federación de Asociaciones Extremeñas en la Comunidad de Madrid (FAECAM), que engloba a 25 Asociaciones y más de treinta mil socios directos.
              
Su Obra :

LA MIRADA DEL MIEDO



                                                                 
Ricardo Hernández Megías
Febrero de 2012


         ¿Podemos leer el miedo en la mirada de otro hombre, de otro animal? ¿Qué o quién nos lleva a una situación límite donde desde lo más hondo de nuestro ser y, quizás, de la manera más irracional, dejamos al descubierto nuestra alma?
         Estas preguntas me venían a la mente cuando mis ojos miraban fijamente a los ojos de mi querido amigo F. en la solitaria habitación del Hospital Gregorio Marañón, de Madrid, operado de corazón, mientras las calles de Madrid eran barridas por el frío viento siberiano de este seco mes de febrero.
         F. es un hombre fuerte que en otras ocasiones ha pisado los hospitales para enfrentarse a operaciones quirúrgicas muchos más graves que la actual, y siempre ha salido victorioso de ellas. En más de una ocasión, incluso en contra de los criterios profesionales de los mismos médicos. Es verdad que el destino lo tenemos marcado, pero no es menos cierto que a este hipotético destino hay que ayudarlo con nuestro esfuerzo y nuestro deseo de seguir viviendo. Que los médicos son necesarios en muchos de los procesos curativos, es algo que a nadie se le escapa; pero que es fundamental e imprescindible el estado de disposición emocional del paciente y su contribución desde el deseo de curarse para ganar la batalla a la enfermedad, nadie lo pone en duda.
         Pero esta vez parece que todo va a ser distinto. Hemos hablado mucho los dos compadres en el sosiego de la habitación aislada donde se encuentra por haber cogido un virus posiblemente contagioso, durante los días previos a la operación, cuando los ánimos del paciente están a flor de piel y es superior el deseo de exteriorizar sus íntimos sentimientos a un amigo, que el propio y razonable deseo de la interiorización del miedo a la imprevisible y durísima operación; frente a la incertidumbre ante un mañana desconocido que no está en sus manos conquistarlo.
         Tampoco yo estoy en las mejores condiciones para animarle, pues conozco la gravedad de su situación. Eso es lo que voy pensando mientras me acerco a esa “cárcel del dolor” en que para él se ha convertido el Hospital Universitario Gregorio Marañón. Conforme salgo del Metro, un viento gélido hace que los viandantes se arrebujen en sus abrigos y bufandas como medida de defensa. Ni siquiera el tibio sol de la mañana es capaz de dar una ligera sensación de bienestar cuando subo las rampas del Hospital en el que abundan, a estas horas de la mañana, las ambulancias que traen y llevan a los enfermos de “larga duración” para su revisión diaria. Incomprensiblemente, los aledaños de las puertas del Hospital están muy concurridos de enfermeras y enfermos que se escapan para fumar un cigarrillo. El máximo de este despropósito es ver algún que otro enfermo arrastrando el soporte metálico de donde pende la botella de suero, en ligeras ropas hospitalarias, con el consiguiente cigarrillo en la mano.

         El gran salón de entrada del Hospital nos parece un aguafuerte sacado de la Corte de los Milagros. Por él deambulan familiares habladores comentando la última noticia del médico sobre sus deudos; enfermos que salen de las consultas con alguna pierna escayolada o el brazo en cabestrillo; enfermeras agobiadas por las prisas que serpentean por entre los visitantes; un sacerdote que llega tarde a la misa en la cercana capilla, etc. En la parte preparada para largas estancias, una familia gitana se ha hecho fuerte y ocupa, con grandes voces fuera de tono, todas las sillas de la zona, mientras los demás visitantes les miran entre curiosos y un poco asustados; más escondidas a la vista, como queriendo pudorosamente ocultar sus poco decorosas presencias, los enfermos imposibilitados esperan en sus sillas de ruedas a que los conductores de las ambulancias los devuelvan a sus casas. Todo es ruido y agitación en esta entrada a estas horas de la mañana.

         El Hospital Gregorio Marañón, aun siendo uno de los Centros hospitalarios de más prestigio de España, es un viejo edificio de los años 60 que ha sido remodelado en varias ocasiones, pero que nunca ha conseguido dejar atrás su aire vetusto. Sus numerosos y largos pasillos iluminados por una matizada luz amarillenta te introducen en un mundo donde solamente el dolor tiene prioridad. Los viejos ascensores, cuando llegan, vomitan una muchedumbre heterodoxa que rápidamente se dispersa hacia la salida. Las habitaciones, con sus puertas abiertas nos enseñan, sin ningún tipo de pudor, a los enfermos en sus camas, en actitud doliente y, en muchos casos, con los cuerpos semidesnudos, como queriendo indicarnos a los que nos acercamos desde la calle que allí el boato y elegancia no tienen cabida.

         Eso voy pensando mientras me acerco, por entre un deambular de enfermos en sus diarios paseos por los pasillos, enfermeras diligentes y familiares que más que acompañar, estorban y molestan tanto a enfermos como a enfermeras. ¡Cuántos familiares hacen pasillo en los hospitales españoles sin nada que hacer más que esa costumbre nuestra de dejarnos ver, sin percatarnos que mejor estaría el enfermo con más tranquilidad en su habitación y sin el agobio de tanta muchedumbre!

         La habitación de mi amigo F. está al final del pasillo, por lo que he tenido que hacer un largo recorrido observado por los ojos expectantes y curiosos de los enfermos. Tiene colgado en la puerta un cartel amarillo señalando su preventivo aislamiento. Cuando entro en su habitación, veo por primera vez desde su grave operación a mi amigo que me mira con ojos muy lejanos, con esfuerzo, como sin ganas. Pero precisamente ésa es la mirada del miedo que a mí me sobrecoge en él. Ese dejar hacer que el tiempo resuelva el dilema sin que podamos hacer nada para dominarlo. Ha perdido muchos kilos y su rostro es un boceto de un personaje del Greco pintado con brochazos descoloridos, mientras que sus ojos, ayer brillantes, altivos, desafiantes frente a la cercana la operación, hoy se encuentran apagados, hundidos en profundas ojeras por cuyas celosías me miran, no sé si un poco agradecidos o un mucho denunciadores. Tampoco la ropa hospitalaria ayudan a mejorar su figura: las tallas de los pantalones suelen ser comunes y al pobre amigo le sobra ropa por doquier dándole una imagen de desamparo que me llega hasta lo más profundo del alma.

         Está sentado en un sillón y sus muñecas le atan por medio de tubos a todo tipo de botellas y frascos que cuelgan del soporte metálico. Su camisa abierta nos señala el amplio tajo quirúrgico que le han hecho en el pecho para llegar a su corazón. Es el momento de que su esposa vuelva a su casa a descansar mientras yo me quedo a solas con él en su “sillón del dolor”. Será por varias horas y, dentro de su debilidad, tendremos tiempo de hablar de muchas cosas. No voy a caer en la estupidez de hablarle de falsos y engañosos consuelos instantáneos; él, como yo, como todos, sabemos que la operación ha sido un éxito pero que los problemas que arrastra anteriormente, a los que –incomprensiblemente– se le han añadido una gripe A, cogida en el mismo hospital, le van a cobrar un alto grado de sufrimiento. Claro, que desde fuera se ven los problemas de muy diferente manera y el enfermo, por mucho que sepa y se le diga, siempre verá o sentirá su dolor con el comprensible miedo hacia aquello que no domina y sí sufre.

         Y sentado frente a mi amigo, mirando su cara y escrutando sus ojos me enfrento nuevamente con el miedo: con el suyo, que esta vez también es el mío. Ese miedo irracional del hombre frente a su debilidad en la enfermedad que le deja paralizado y sin defensas. Y recapacitando sobre esta indefensión de mi amigo F., hago memoria de mi propia vida, de mi fortaleza física,  de mis enormes ganas de vivir, y doy gracias a Dios por esos muchos detalles a los que, normalmente y día a día, no le damos importancia. Tiene que ser la enfermedad o la falta de un familiar querido lo que, nuevamente, nos haga valorar lo que a diario disfrutamos y en muchos casos derrochamos sin darle su verdadero valor.

Y sentado en mi silla, acompañando el duermevela en que se ha sumido mi amigo, hago promesas de futuro que sé de antemano que no voy a cumplir. Pero así somos los hombres y así debemos de reconocernos si no queremos engañarnos.                

              
                   






EL SUEÑO DE ESPRONCEDA





José de Espronceda
Sé que voy a morir. Llevo postrado en la cama de mi humilde vivienda en la calle de la Greda nº 19, de Madrid, más de cuatro jornadas y presiento que hoy será mi último día en esta tierra a la que he amado con todas mis fuerzas y a la que he servido con la convicción de un poseso de su libertad. Pero ahora ya es tarde y todo queda muy lejano en mi memoria. Mi respiración está descompuesta y aunque mis amigos han costeado a los mejores médicos de la capital, el aire, ese aire limpio y perfumado madrileño que tantas veces he respirado por sus calles, sus plazas, sus románticos jardines, hoy entra en mis pulmones como si fueran afilados cristales que me desgarran por dentro. No puedo respirar y siento en mi garganta como una argolla de hierro candente que me va estrangulando poco a poco. Viendo mi estado, me viene a la memoria la escena del ajusticiamiento de un pobre diablo, allá por mi primera juventud, en que fue condenado al “garrote vil” en la Plaza de la Cebada de Madrid. Cuando el verdugo fue atornillando la argolla que aprisionaba su garganta, más que el terrible dolor físico del pobre individuo atado e indefenso en su potro de tortura, lo que recuerdo son sus ansias por absorber un poco de aire para sus pulmones. Siempre lo recordé como una afrenta a la dignidad del hombre, por muy perverso que éste fuera; siempre luché, tanto en las trincheras como en el Parlamento, para eliminar esta forma salvaje de hacer “justicia”, y ahora que yo me encuentro en una situación muy parecida, vuelve de nuevo a mi memoria lo terrible de la escena vivida.
No, no tengo dolores. Deduzco que me han sedado con morfina y en esa inconsciencia del duermevela, con los ojos semicerrados a la espera del momento final, puedo observar, como entre nubes de celofán que se hubieran instalado en mi habitación, a cuantos me acompañan en estos delicados momentos, entre los que distingo las voces de amigos personales, pero también de políticos que han venido a certificar mi defunción y darse el gusto de comentarlo en las tertulias después de las sesiones parlamentarias del día.
Conforme voy entrando en un estado de relajación final, se me van afinando las percepciones sensoriales. Mi vista, por momentos, es capaz de captar los rostros de las personas en mí alrededor e, incluso, en muchos casos, he sido capaz de recoger los rictus de sus caras según sus estados de ánimos frente a mi muerte. También el oído, que últimamente sentía deteriorarse, ha sufrido una espectacular recuperación, de tal manera, que llegan a mí nítidamente los tonos de los presentes en el cuarto y puedo determinar sin ningún tipo de equivocación la franqueza de sus sentimientos frente al ya vencido cuerpo, en muchos casos, de su amigo o adversario político.
Pero mi sorpresa, para mí agradable sorpresa aunque lo hubiera escuchado en más de una ocasión sin llegar a creerlo del todo, es la recuperación de la memoria de lo vivido desde los tiempos de la niñez, que corren por mi mente con una precisión, una limpieza de imágenes y un gozo, que hacen que mis dudas y mis miedos frente a la muerte, si alguna vez los he tenido, queden en un segundo plano. Ya sé que no tengo edad para morir; que empezaba a estar en lo mejor de mi vida, tanto política como literaria, pero también sé que los excesos de mi alocado paso por este mundo ahora me cobran, con creces, su precio con intereses. Mi querido amigo Antonio Ferrer del Río dirá sobre mi vida pocos años después de yo muerto y a manera de justificación de mis excesos: Triste, muy triste es ver al cristalino y murmurante arroyo transformado en impetuoso torrente, que cae y se quebranta de peña en peña hasta arrastrarse en el llano, cuyas arenas lo absorben antes de convertirse en espaciosa laguna para retratar en su diáfana superficie todas las bellezas que la creación hacina en sus márgenes privilegiadas. Triste, muy triste es ver cómo desciende al sepulcro en la flor de sus años el hombre que se eleva en alas del genio y de la poesía a excelsas regiones y habita mundos desconocidos, a que da animación su mente y donde le sustenta su imaginación de fuego; así cede el robusto roble al soplo de los vendavales y se derrumba con hórrido estruendo; no de otro modo se sumerge deshecho por las tormentas el empavesado buque, gala y orgullo de los mares.1
Tiene algo de razón mi querido amigo, cuyos recuerdos quiero que queden reflejados en estos breves apuntes sobre mi vida y sobre mi muerte. La primera, la vida, ha sido como un pequeño vendaval sin límites que la sujetara, más que mi propio deseo de luchar por una de las pocas cosas que un hombre tiene que conseguir por méritos propios: la Libertad. La segunda, la muerte de un hombre joven, siempre es un cataclismo que nadie puede parar, más que el Sumo Hacedor, y ese día no estaba de mi lado.
Y en esa sorpresa frente a la película de mi propia vida, veo que desde que empecé a escribir, he estado pasándola a papel una y otra vez sin que yo, hasta estos momentos, me diera cuenta. Desde los más lejanos escritos de mi infancia junto al maestro Lista hasta los más recientes poemas que nadie recogerá en forma de libro, resulta que he ido contando cada uno de los acontecimientos y avatares que de forma directa o indirecta han marcado mi vida: la sentimental, la literaria, la política… todo está en mis escritos. O así quiero yo verlo en estos momentos de nítida claridad mental.
Pero voy a comenzar recordando quién soy, para así poder ir encuadrando cada uno de los momentos de mi vida que ahora termina tan drásticamente en este cuarto maloliente de una casa de vecindad, lleno de humo, de sudores masculinos encubiertos por aguas de colonias baratas, como corresponde al sueldo de los funcionarios de segunda o de tercera y literatos sin nombre que me acompañan.
Mi nombre de pila es el de José Espronceda Delgado. Mi profesión, en el momento de mi muerte es la de político y mi pasión desde niño es la poesía. Nací, como en tantas otras ocasiones que sucedieron a lo largo de mi vida, de casualidad, en un bello pueblo de Extremadura: Almendralejo, patria de tantos grandes hombres cuando España era temida en medio mundo y lugar de nacimiento de una poetisa a la que yo mismo tomé en cierto momento como Musa: la bella Carolina Coronado, que tantos buenos poemas dejó para la inmortalidad. Esa casualidad de mi nacimiento vino determinada por el oficio de mi padre, Juan José Camilo de Espronceda y Pimentel, coronel de un regimiento de caballería, en aquellos momentos destinado en Extremadura como con-
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(1) Estas mismas palabras son recogidas por Narciso Alonso Cortés en su libro: Espronceda, ilustraciones biográficas y críticas.


Secuencia de la guerra de la independencia y a que a éste le siguiera mi madre, María del Carmen Delgado y Lara, en avanzado estado de embarazo. Contaba mi padre, que las frecuentes y penosas marchas de las tropas para tratar de parar al enemigo francés y sus aliados portugueses hizo imposible, pese a su natural estado de inquietud, el que mi madre le acompañara, por lo que decidió buscar un buen acomodo en el abandonado palacio de los marqueses de Monsalud, para el momento de mi venida a este mundo, un día 25 de marzo de 1808. Tengo que reconocer que nunca más volví a pisar estas tierras extremeñas y que, salvando ese punto de nostalgia que a todos acompaña por el lugar de nacimiento, poco he tenido que ver con aquella hermosa tierra, a la que he guardado desde siempre un reverencial respeto por su gran historia.
Terminada la guerra de la Independencia, que tanta sangre iba a costar el pueblo español para reponer en el trono real al perjuro, malvado y cobarde Fernando VII y después de andar de un lado para otro siguiendo los pasos de mi padre, éstos decidieron, hacia 1820, establecerse en Madrid, en la calle del Lobo, ciudad por aquellos años en permanente convulsión por los enfrentamientos entre realistas y liberales, quienes nunca fueron capaces de encontrar el más mínimo acuerdo para buscar una solución que terminara con los padecimientos del empobrecido y masacrado ciudadano español.
Mi infancia por las calles de Madrid, es la de cualquier otro joven de mi época; siguiendo los pasos de mi padre y por influencia de éste, en 1821 había conseguido una plaza en la Academia de Artillería de Segovia, plaza que nunca llegué a ocupar por querer estudiar humanidades en el colegio de San Mateo, docencia que realicé junto a mi querido maestro don Alberto Lista, que hizo de mí un muchacho comprometido desde muy joven con mi patria y con mi pueblo. Yo era hijo de padres viejos, pues tanto mi padre como mi madre eran viudos y, seguramente, para mitigar su mutua soledad decidieron casarse, de cuyas relaciones tardías nací yo, cuarto hijo del matrimonio cuyos tres primeros vástagos habían muerto poco después de nacer. Tengo enfrentados sentimientos sobre la figura siempre lejana y severa de mi padre, aunque debo de reconocer que le quise y que él, desde su rigidez de militar y aunque no comprendiera mis preferencias políticas, siempre me respetó e, incluso, llegó a sentir admiración por mi persona en algunos momentos de mi vida. Mi madre era distinta. Hija de un matrimonio de clase media, fue educada en el respeto a la religión y en la sumisión al hombre con que había compartido su vida, que no su amor, como pude comprobar en los años en que viví con ella mientras mi padre cumplía con sus deberes militares y nos dejaba solos en Madrid. Cuando aconteció mi encierro en Guadalajara, ciudad en la que él tenía mando de coronel, tuve la sospecha de que mi padre vivía otra vida completamente alejada de la fidelidad debida a mi madre y que más de una mujer enredaba en su vida, haciendo que fueran escasas sus visitas a la casa familiar. Mi maestro, don Alberto Lista, era un sabio enciclopedista nacido en el popular barrio de Triana, en Sevilla, que se había ordenado sacerdote pocos años antes de mi nacimiento, en 1803; desde muy temprano fue un niño superdotado y un buen estudiante en la universidad de Sevilla, donde se licenció con todos los honores en varias materias: Filosofía, Matemáticas, Teología, etc., que más tarde, como profesor, supo transmitir con amor a sus alumnos.
Aunque en sus primeros años fue tachado de “afrancesado”, a los que cantó en más de una ocasión, por lo que tuvo que exiliarse al finalizar la guerra, pronto cambiaría de ideología, regresando a España,
en 1917, y afincándose en Madrid con el triunfo del Trienio Liberal de
Don Alberto Lista
Riego, para, a la muerte ignominiosa de éste, tener nuevamente que exiliarse y regresar definitivamente en 1833, con la muerte del innombrable Fernando VII, aunque acercándose a los postulados monárquicos de su heredera, la reina Isabel II.
Don Alberto Lista era el alma del colegio Libre de San Mateo, para cuyos alumnos había compuesto la Colección de trozos escogidos y el Tratado de matemáticas puras y mixtas, y cuya fina preparación como poeta nos atraía a los muchachos que ya nos iniciábamos en este campo, que lo amábamos y respetábamos como lo que era: un gran pedagogo que amaba su profesión y un excelente poeta.
Cuando le cerraron el colegio, porque le acusaron de enseñanzas contrarias a la religión y al orden, siguió en sus tareas docentes al frente de un reducido grupo de alumnos, entre los que me naturalmente me encontraba yo, en la recientemente creada Academia de El Mirto, antes de su segundo exilio a la muerte de Riego. Fue él quien me aficionó a la buena poesía y quien primero leyó uno de mis juveniles trabajos: una oda dedicada a celebrar la jornada del 7 de julio, aconsejándome y rectificando los impulsos de mis pocos años, pero dejándome las puertas abiertas de la ensoñación para no desmayar en el intento.
Por aquellos años de asonadas y levantamientos militares tan frecuentes, los jóvenes vivíamos diariamente los acontecimientos políticos como una parte más de nuestras vivencias diarias, aunque naturalmente, el entorno familiar, social y cultural determinara en muchos casos las simpatías hacia uno u otro partido político. Yo siempre fui un muchacho inquieto y contestatario, incapaz de comprender tantas
El general Riego
injusticias como veía a mi alrededor, mientras que una minoría de prebostes acaparaban riquezas y cargos por el mero hecho de estar a la sombra de la Corona. El pueblo de Madrid eran dos mundos distintos e irreconciliables, por los mismos motivos que siempre han separado y han luchado los hombres de todas las épocas: la acumulación de riqueza por parte de una minoría insolidaria que al mismo tiempo acaparaba todos los puestos y privilegios del poder y la pobreza y represión para una inmensa mayoría del pueblo que vivía en la más miserables condiciones de supervivencia y a la que siempre se le pidió que diera su sangre por defender los intereses de quienes les explotaban.
Yo nunca entendí que la monarquía absolutista fuera la mejor forma de gobierno, ni mucho menos que las decisiones políticas sobre una gran nación como era España, mi querida nación, recayera en la figura de un tarado y cruel personaje como demostró serlo desde su más tierna juventud el príncipe de Asturias, espoleado por los interese espurios de
sus asesores más cercanos e interesados como lo fueron el cura Escóiquiz, el duque del Infantado, el duque de San Carlos o el conde de Tebas, capaces de intrigar y traicionar al mismo rey Carlos IV con tal de eliminar al “intruso” Manuel Godoy, que les había arrebatado lo que por tradición de la nobleza les correspondía, según manifestaban ellos. Todo el pueblo recordaba el comportamiento tenido por “El Deseado” con sus padres, sus traiciones al pueblo que había luchado contra los invasores franceses para defender su corona, su servilismo con el Emperador Napoleón y sus represalias contra los liberales españoles a quienes había masacrado por el mero hecho de haberle impuesto una constitución que limitaba sus prerrogativas reales, que él había jurado para engañar nuevamente al gobierno legalmente constituido, mientras esperaba la llegada de los “Cien mil hijos de San Luis”, para volver a imponer un gobierno absolutista y represor contra los que se mantuvieron leales a su juramento constitucional.
Naturalmente que yo me comprometí desde mi infancia con los partidos que defendían la libertad del hombre frente al estado, es decir los liberales. Pero si alguna duda pude tener en aquellos años de formación, estas se disiparon completamente cuando contemplé, a mis todavía no cumplidos quince años, la terrible, injusta y afrentosa muerte en la horca del general Riego. No estuve presente en el momento de su ahorcamiento, porque no nos lo permitieron ni las autoridades realistas, ni nuestro maestro, aunque estábamos dando clase a pocos metros de la Plaza de la Cebada y podíamos escuchar los gritos e insultos de la gente arrabalera que no hacía mucho tiempo lo aclamaba como su héroe y salvador, pero los muchachos y jóvenes de aquellos barrios pudimos contemplar su menudo cuerpo pendiente de la soga durante muchas horas, como ejemplar castigo a quien se había atrevido a desafiar el poder real. El hombre que había dedicado la mayor parte de su vida por obtener la libertad de su pueblo, fue vencido y traicionado por los suyos y entregado al cruel Fernando VII que no les perdonó sus agravios ni su lealtad a los postulados liberales frente a los absolutistas.
Para mí, la muerte de este héroe de la libertad fue la espoleta de salida en mi carrera política, por mucho romanticismo con que se haya querido describir en mi biografía este acontecimiento iniciático que tanta repercusión tuvo en mi futuro como hombre, como poeta y como político. Ese mismo año de la muerte de Riego, 1923, junto a los amigos Ventura de la Vega y Patricio de Escosura fundamos una “sociedad secreta” denominada pomposamente los Numantinos, que como su propio nombre indica fue creada con la evidente idea de oponernos a los malditos represores realistas que con tanta saña perseguían a los defensores de la libertad. También fue el año en que para poder seguir con las enseñanzas del maestro Lista, una vez clausurado el colegio de San Mateo, junto con otros amigos de dicho colegio, fundamos la academia de El Mirto con la ingenua idea de proseguir con las directrices educativas de tan importante y querido personaje.
No pudo ser, una vez más. En 1825, cuando contaba diecisiete años, fuimos denunciados por nuestras “peligrosas” actividades masónicas e intelectuales, procesados y, en mi caso, condenado a cinco años de destierro en un convento de Guadalajara, convento-iglesia que guardaba la cripta de los duques del infantado y que se encontraba dentro del recinto amurallado donde se encontraba la guarnición militar de la que formaba parte mi propio padre. Mi juventud, mi claro compromiso con unos ideales que formaban parte del propio pueblo español, fuera de la clase social que fuera, hizo mi encierro bastante llevadero, siempre bajo la atenta mirada de mi propio progenitor que estaba al mando militar de la plaza. Sin embargo, por muy tenues que fueran mis cadenas, yo estaba preso por mi compromiso con la Libertad. Fue cuando comencé a pergeñar unos de mis poemas más conocidos y que más reconocimientos llegó a ofrecerme en mi vida: El Pelayo. Mis desbordantes lecturas patrióticas, mi propia situación personal de enfrentamiento y prisión por defender lo que yo, desde mi corta pero convencida posición política consideraba una postura numantina frente al poder todopoderoso de la odiada corona, hizo concebir en mi exaltada mente juvenil la idea de una nueva epopeya de reconquista como lo había sido en tiempos pretéritos la del adalid de Covadonga para imponer la monarquía de los Godos frente a la nueva y floreciente civilización de los sectarios de Mahoma. No creáis que el cuadro en el que me basaba era diferente al de mis sueños. Dos mundos enfrentados, dos civilizaciones cada cual más disparejas, dos formas de concebir el sentido sagrado de la patria: la libertad del hombre frente al despotismo de los poderosos. La independencia de un pueblo que nuevamente había sido vendido por intereses personales a los enemigos de siempre, frente a la sagrada tradición de un pueblo como el español que había sido guía de la cristiandad y referente para todo el mundo civilizado frente a los estados poderosos, siempre propensos a los arreglos a espalda del pueblo.
Elegí a don Pelayo como héroe de mi primer poema, recordando otras lecturas juveniles con argumentos tan sublimes como lo pudieran ser la Conquista de Granada, de Fernando del Pulgar o, El descubrimiento del Nuevo Mundo, escrita por Bernal Díaz del Castillo, previa consulta con mi amado maestro Lista, al que le agradó mi atrevimiento y quien llegó incluso a incorporar algunas octavas suyas en mi trabajo. Pero con la concesión de mi perdón por parte de las autoridades y mi regreso a Madrid, cambió completamente el panorama de mi propia vida, dejando para otra ocasión más favorable un trabajo que nunca llegó a completarse y del que desgraciadamente como de otros muchos trabajos míos, solamente quedan fragmentos, muchos de ellos manipulados por los propios lectores, que dificultan el entendimiento del poema. Pero para entender lo que antes hemos enunciado sobre que mis escritos son, en cierta manera, un reflejo de mis propias experiencias, voy a recuperar algunas octavas de dicho ensayo épico para que comprendáis la verdad de lo que vengo diciendo. En la primera octava, recupero la memoria de mis primeras lecturas para darle forma al poema:
De pasado siglos la memoria
Trae a mi alma la inspiración divina,
Que las tinieblas de la antigua historia
Con sus fulgentes rayos ilumina:
Virtud contemplo, libertad y gloria,
Crímenes, sangre, asolación, ruina,
Rasgando el velo de la edad mi mente,
Que osada vuela a la remota gente.
Mi vida amorosa, que tantos placeres y tantos disgustos me iban a ocasionar a lo largo de mi corta trayectoria, tienen en mi juventud fiel reflejo de los que serían turbios e inconsistentes amores de mi edad adulta. Yo era ardiente, fogoso y necesitaba amar y ser amado. Las mujeres fueron en mi vida uno de los mayores alicientes con los que calmar mi tormentoso temperamento. No podía faltar el tema del amor en mi primer gran trabajo poético y por eso le doy a la celestial Florinda, el amor imposible de don Rodrigo, toda la importancia que en mi alma despertaron las primeras pasiones amorosas:
Todo es placer: de su mansión de rosa
La primavera cándida desciende,
Y en el regazo de la tierra ansiosa
El fuego animador de vida enciende:
Templa del mar la furia procelosa,
Y el viento en calma plácido suspende,
Y derrama la aurora en sus albores
Luz regalada y regaladas flores.
No me encontraba cómodo en Madrid, siempre bajo la atenta y recelosa mirada de una policía que me atosigaba y no me permitía moverme con comodidad entre los grupos políticos que pululaban en los mentideros y cafés de la capital del reino. Yo veía sufrir mucho a mi madre con estas continuas injerencias en mi vida privada y, por otro lado, mi fama de conflictivo y de ex presidiario me cerraban las puertas de cualquier trabajo que solicitara, por lo que decidí marcharme del país a la espera de un cambio de gobierno y salté sin permisos a la cercana Gibraltar, en el año 1826, desde donde en arriesgada aventura marinera arribé en las costas de Lisboa, sin dinero, sin ningún tipo de previsión de cara al futuro, pero con los ánimos fuertes y completamente convencido de que ésta era la mejor y única solución para mis problemas.
No voy a relataros los malos momentos que viví en la capital portuguesa, ni la terrible soledad, ni el hambre que padecí durante el mayor tiempo que estuve en suelo del país vecino. Pero sí deciros que salí de España con un nudo de dolor en mi corazón y en el bolsillo una moneda de un “duro” que mi previsora madre había depositado en él, para tapar las posibles primeras necesidades del camino y que yo guardé como un tesoro en aquellos primeros momentos de mi aventura. Pero los males no vienen solos y cuando me embarqué en un pobre y destartalado barcucho de pesca como ayudante del fogonero a cambio de recalar en buen puerto, no podía prever que la pobreza es insolidaria allá donde el hombre se encuentre y que siempre hay alguien que se aprovecha de la indefensión de los más necesitados. Cuando nos acercábamos al puerto nos interceptó una falúa de sanidad que nos requirió nuestros visados de entrada o el pago de una cantidad de dinero para poder pisar tierra. Recuerdo que a mí me reclamaron el pago de tres pesetas. No fue soberbia mi inmediata respuesta; fue frustración frente aquellos hombres de mi misma posición social que se aprovechaban de nuestra precaria situación en la que podíamos dar de nuevo con nuestros huesos en prisión. Saqué el duro que llevaba tan bien guardado y se lo entregué con rabia a mis saqueadores. Seguramente, frente a lo que consideraron mi desamparo, tuvieron un poco de lástima y me devolvieron dos pesetas que me quemaron en la mano como si fueran las monedas que recibiera Judas. No quise entrar en el nuevo país con esta afrenta y tiré las monedas al agua para estar completamente limpio frente a mi destino.
Vagando por los arrabales de la gran ciudad que vierte sus calles indefectiblemente al mar, con el estómago vacío y el alma llena de pena e incertidumbre frente a mi dolorosa soledad, me recosté una noche en un chamizo donde pensaba esperar la nueva amanecida que iluminara mi camino. Cuando mi cuerpo cansado y entumecido empezaba a relajarse y mis sueños me transportaban en alas de mi imaginación ante la modesta pero bien surtida mesa materna, un golpe en mi costado me sacó de mis ensoñaciones. Dos rudos gañanes habían descubierto mi lugar de descanso y me sacaron de allí sin muchos miramientos. El lugar elegido era no era por otra parte muy edificante; formaba parte de un lupanar donde se reunía lo más granado del mundo marginal que a toda ciudad con puerto acompaña. Los gritos e insultos de mis descubridores hicieron salir de sus cubículos a más de una dama que al ver mi juventud y mi desvalimiento se pusieron de mi lado y pidieron a la madame que me atendiera dentro del edificio principal, frente a los malos modos de
quienes me acosaban y me insultaban sin más motivos que sus malas querencias.
Durante muchos meses, el lupanar fue mi nueva casa. Allí vivía, allí dormía y allí, previos ligeros trabajos en su mantenimiento me ganaba el pan de cada día, bajo la atenta tutela de las buenas mujeres que me acogieron como a un hermano y aún como un hijo. La dueña, mujer de aparente mal carácter, fue una bendición para mi nuevo estado de acogida. Falta de cariño y dominada por un chulo zafio y altanero que le gritaba a cada momento y que se quedaba con parte de las ganancias diarias, éste no se veía nunca satisfecho, ni en su lujuria con las damas más jóvenes, ni con la bebida a la que era muy aficionado y gorrón. Mi timidez, mi buena educación y mi siempre leal agradecimiento hacia mis protectoras me llevó a ser muy querido entre semejante clientela que velaban para que nada me faltara. Pero no todo fue tan limpio como aquí pretendo justificar mi estancia en el lugar. Allí, después de los primeros días de cordial bienvenida y familiaridad con tan agradable compañía, me aficioné a la bebida en las tardes de poco trabajo de las pupilas, y allí, por primera vez probé las dulces y abrasadoras llamas del amor físico, hasta crearme un hábito de fatales consecuencias en el futuro.
Pero al margen de liviandades, Lisboa era por aquellos años el refugio de muchos liberales españoles que huían con lo puesto escapando de las garras del rey felón. Empecé a tratar a estos pobres miserables tan asustados como yo en los primeros momentos de mi huída y a través de ellos pude comprobar y revivir en primera persona el terrible drama que mi patria estaba viviendo. Conocí la tragedia de tantos hombres ilustres que por defender sus compromisos con la constitución y la libertad eran perseguidos hasta el descrédito o la propia muerte, como pude comprobar con el sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero, máximo representante en la jura en Cádiz de la constitución de 1812 y muerto en el penal de San Julián de la Barra en 1829, escarnecido y humillado por los enemigos de la libertad.
Otro gran personaje, orgullo de las letras españolas, represaliado y exiliado en sus primeros momentos en Portugal hasta su huída a Inglaterra fue el insigne bibliófilo Bartolomé José Gallardo, que no regresó a España hasta la restauración liberal en 1820.
Huir, huir de la muerte, del escarnio, del absolutismo real en el que España estaba inmersa desde la llegada de las tropas francesas y después de que el rey volviera a saltarse su juramento a la constitución resolviendo eliminar a todos sus adversarios liberales como lo era también mi caso.
Diego Muñoz Torrero
Pero no todo eran desdichas y sufrimientos dentro de la rigidez con que se nos trató en Portugal en la primera época de mi estancia en la capital lusa. También había cabida en nuestras vidas para momentos de ilusión… y para el amor. En uno de mis frecuentes encuentros con liberales exiliados en nuestro nuevo país de acogida conocí a un militar español, el coronel don Epifanio Mancha, también huído de España por sus ideas liberales, cuya hija, una hermosísima morena de tan solo dieciseis años llegó a conquistar mi corazón nada más verla. Teresa fue en mi vida ese rayo de esperanza que todo hombre espera encontrar en los momentos de de confusión y negrura y a su amor me aferré como un náufrago se agarra a la tabla salvadora que el destino pone en medio de la tormenta. Mis experiencias anteriores me habían conducido a un callejón sin salida y mi vida, vacía y desorientada, naufragaba en un mar de dudas que me conducían irremediablemente a mi perdición:
Batallas, tempestades, amoríos,
por mar y tierra, lances, descripciones
de campos y ciudades, desafíos
y el desastre y furor de las pasiones,
goces, dichas, aciertos, desvaríos,
con algunas morales reflexiones
acerca de la vida y de la muerte,
de mi propia cosecha, que es mi fuerte.
Teresa Mancha fue el limpio espejo donde mirarme si de verdad esperaba redimirme; su amor era limpio y puro para un hombre enfangado y comprometido con un mundo soez y lleno de miserias y a ella me entregué intentando olvidar mi pasado para recuperar el futuro que en sus ojos claros se me ofrecía sin manchas. Su amor tenía para mí algo sagrado, angelical, divino. Era la más bella, superior a la misma
naturaleza y poseía un encanto celestial. No era para mi mujer de carne y hueso y mis sentimientos yo sabía que eran pura ilusión, un ensueño. "El amor que nace de ilusiones no puede alimentarse de ellas, la realización del amor engendra la impureza y con ella su muerte”. Mi corazón, cargado de nefastas experiencias, intuía que el amor, aún el más puro, degrada. Lo que más alto hace subir el espíritu del hombre, lo único que puede encender en él la chispa divina, lleva en sí, inevitable, el germen de la corrupción. Pero yo la amaba y deseaba salvarme a través de su amor.
Desgraciadamente, mi fama de pendenciero, de jugador, de mujeriego, de incitador a la violencia, de agitador político, me precedía y aunque a sus jóvenes ojos estas prendas parecían adornarme con una aureola de superhéroe, no pensaba lo mismo su padre, cuyos principios morales, muy acordes a su cargo militar como ya pasara con mi propio padre, puso entre los dos enamorados una barrera infranqueable. Él, en su amor paternal, esperaba para su hija algo mejor que lo que ellos mismos estaban viviendo en el presente, es decir, deseaba alejarla de los ambientes del exilio, de las miserias y degradaciones que ello arrastraba y, por consiguiente, esperaba para ella un futuro prometedor una vez recuperado su patrimonio, su casa y su empleo de vueltas a su querida Patria.
Para la primavera de 1827, la familia Mancha desapareció de Lisboa dejándome en el más angustioso de los desencantos. Me enteré de su marcha a Inglaterra donde había otra gran colonia de exiliados españoles. Mi alma dolorida lloraba la ausencia de mi amada y nada ni nadie podía mitigar mi desconsuelo. Mi razón, en sordina, no dejaba de aprobar el comportamiento familiar de sus padres, pero mi corazón joven y enamorado, no sabía de formalidades sociales ni de planes familiares para el futuro de su retoño. Me dolió mucho su comportamiento y el saber que, quizás, se habrían marchado sin decídmelo, huyendo de mí como si de un apestado se tratase. Y lloré. Lloré profusamente la pérdida de un amor que yo había considero como el amarre para mi salvación.
Y volví a recaer en mi vida de crápula. El juego, la bebida, la farra y el himeneo eran el antídoto que me busqué para olvidar semejante desengaño. Ninguna de las mujeres a las que amé podía compararse con la angelical Teresa. Ninguna de las que me ofrecían sus tiernas carnes o sus ardientes amores podían hacerme olvidar las suaves caricias de sus pálidas manos, pero cada una de ellas me servía para envilecerme un poco más cada día y así intentar olvidar a mi amada.
Por otra parte, la situación política en Portugal había cambiado con la subida al trono, en 1828, del usurpador y absolutista don Miguel I, dando por finalizado el régimen liberal que hasta esos momentos había ostentado el poder y que había facilitado la llegada de exiliados españoles, siendo, si no protegidos, sí permitidos por las autoridades lusas. Desde esos momentos, acuciados por la larga mano del rey español que no quería tener cerca a sus enemigos y que solicitaba a su nuevo aliado la entrega de éstos, los liberales tuvimos infinidad de problemas con las nuevos guardianes del poder que nos acuciaban para nuestra marcha a otras tierras fuera de sus fronteras, o la entrega a las españolas.
Yo fui acusado de robo y de excitar los ánimos políticos contra el nuevo rey, por lo que tuve que salir huyendo nuevamente de las garras de la tiranía, esta vez hacia Inglaterra, cuando concluía el año y el frío hacía mella en nuestros desnutridos cuerpos.
Fernando VII con uniforme de Capitán General
¡Inglaterra, la patria de la Libertad! El choque emocional que sufrí cuando llegué a sus costas fue tremendo. Sus ciudades limpias y bellamente engalanadas contrastaban favorablemente con la suciedad y el abandono de las portuguesas; sus ciudadanos, educados, cultos y viviendo en consonancia con la gran riqueza que por toda la isla se palpaba, entraban en clara competencia con la miseria y la necedad de un pais como el que habíamos dejado atrás, ahogado ahora nuevamente por la intolerancia y la represión de sus autoridades absolutista.
Desde el primer día que pude mis pies en tierra inglesa me acompañó la suerte. Era muy numeroso y culto el grupo de liberales españoles que allí se habían afincado desde la llegada de los franceses a tierra española y desde la tercera derogación, en 1823, de la constitución democrática de Cádiz que les facultaba para restaurar de nuevo el absolutismo y perseguir con saña a sus enemigos. Pude trabajar y al mismo tiempo estudiar a los poetas ingleses de los que estaba prendado, pero cuyas obras no llegaban a tierra española, principalmente la obra del poeta romántico Lord Byron, con quien muchos críticos han comparado mis propios trabajos poéticos, sin comprender que yo siempre he estado mucho más cerca de la poesía épica del poeta James McPherson, o de la poética de Scott.
Mis clases de español a la pequeña burguesía inglesa y mi naciente fama de poeta entre la numerosa colonia de españoles hacían muy llevadero mi destierro en la isla. Pero donde realmente disfrutaba y me sentía en mi salsa era en las reuniones patrióticas que los españoles realizábamos y donde los ánimos se exaltaban contra el rey felón, queriendo todos regresar y presentar batalla al absolutismo. Naturalmente todo eran fuegos de artificio, pues ni el número de militantes podía intranquilizar a los numerosos espías que se infiltraban entre nosotros, ni los medios materiales, mucho menos económicos, eran los suficientes como para sufragar cualquier intento de rebeldía.
Los acontecimientos políticos se multiplicaban por Europa y, en 1930, cuando yo terminaba de cumplir los 22 años y mi sangre ardía por los cuatro costados frente a las injusticias del mundo de los poderosos sobre los pueblos, se produjeron los acontecimientos revolucionarios de julio en París que iban a terminar con el derrocamiento de una de las familias reales más corruptas del panorama europeo, los Borbones, para dar paso a otra de corte más liberal como eran los Orleans. Inglaterra, siempre enemiga y con interese contrapuesto con su vecina Francia, vió desde el principio con bueno ojos estos altercados y puso a disposición de los que lo solicitábamos todos los medios económicos y de guerra para ayudar a los alborotadores. Yo pensé que había llegado el momento de dejar a un lado las palabras y entrar en el campo de los hechos consumados, por lo que junto con otros muchos liberales españoles, ingleses y mercenarios venidos de medio mundo, embarcamos camino del país galo en nuestra lucha personal contra la falta de libertad que vivíamos en primera persona. Los enfrentamientos desde las barricadas, aunque de una dureza extrema y una crueldad inaudita, careció de ese arrojo y grandiosidad de las grandes batallas que yo había leído en mi ya lejana infancia dejándome ese regusto por los héroes de leyenda a los que ahora intentaba imitar de manera real. La mala fama de los borbones, el grado de corrupción al que habían llegado durante su largo reinado y el desafecto de sus tropas y de su pueblo, hizo que por primera
vez en su historia, el ejército francés leal a la corona sucumbiera frente a un desarrapado y poco disciplinado ejércitos de guerrillas mandadas la mayor de las veces por verdaderos criminales y maleantes que se impusieron a los verdaderos soldados profesionales que se habían levantado contra el opresor.
Tantas facilidades dió el ejército francés, que los soñadores como yo vimos muy claro el seguir nuestra “reconquista” por territorio español, levantar en armas a los numerosos contactos que en su territorio teníamos y echar de una vez al canalla Borbón que ocupaba inmerecidamente el trono. Pero nuestros sueños se truncaron en el primer envite. Junto al guerrillero y militar navarro Joaquín Romualdo de Pablo “Chapalangarra” formamos una nutrida columna guerrillera con más de mil hombres y con más ilusión que conocimientos de guerra atravesamos la frontera española por Valcarlos. La muerte afrentosa del prestigioso militar y la poca ayuda recibida por los habitantes de las zonas por donde nos movíamos hizo que regresáramos, vencidos y humillados a tierra francesa, desde donde yo volví de nuevo, en 1831, a tierras inglesas.
Mi dicha hubiera podido ser infinita en mi nueva tierra de promisión, si no me hubieran denunciado mis amigos el lugar donde vivía la familia Mancha, la precariedad de su existencia y la necesidad que había tenido mi adorada Teresa de casarse con un comerciante vizcaíno llamado Gregorio del Bayo, hombre al que si bien no amaba, le había proporcionado la seguridad económica suficiente como para no ver a sus queridos padres padecer en los últimos años de su vida. Mucho fue mi dolor al enterarme de que mi amada era de otro hombre. Mi corazón, atravesado por los rayos de los celos no comprendía que sus besos fueran para otros labios cuando yo sufría por su ausencia e, incluso, llevado por mi temperamento ardiente y apasionado pensé en el suicidio como la mejor manera de acabar con mi martirio. Pero quería verla por última vez. Quería tener sus manos entre las mías. Volver a verme reflejado en el espejo de sus ojos. Necesitaba confesarle de nuevo mi amor y reprocharle su infidelidad y su abandono.
Pude verla al poco tiempo y supe que no era feliz. Que su amor por mí nacido en tierras portuguesas no había muerto y que solamente la triste realidad económica, llegando a la más horrible de las miserias por las ha habían atravesado sus padres, le habían conducido a entregarse a un hombre mucho mayor que ella por el que no sentía más que gratitud, pero no amor. Que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos no deseados que vivían el mayor tiempo posible con sus padres y que estaba dispuesta a dejarlo todo por recuperar la felicidad perdida. Yo me asusté ante la fuerza de sus argumentos y tan loco como ella acepté nuestro encuentro en París, lugar a donde tenía que trasladarse su esposo con frecuencia por asuntos comerciales. Allí la esperé con el corazón lleno de una emoción ilimitada ante el nuevo panorama que se me abría en mi vida, pero lleno de gozo por recuperar a la mujer amada. En la noche del 15 de octubre de 1831 abandonó el Hotel Favart de la capital francesa donde se hospedaba el matrimonio y se fugó conmigo, dejando tras de sí a sus hijos, a sus padres y las comodidades económicas que le deparaba su esposo, a cambio de una vida insegura, llena de irregularidades y con un nuevo compañero sin más oficio que su pluma y sus quimeras. Fueron fechas de total entrega, de amor sin límite que nos dejaban vacíos de cuerpo y alma, de pasión sin fronteras sin más límites que nuestras propias fuerzas. ¡Qué hermosa era Teresa y que grande nuestro amor! Ni los escasos medios económicos con los que sobrevivíamos, ni la humilde e incómoda vivienda que pude agenciarme enfrió su amor ni mis ánimos. Los dos esperábamos el momento de regresar a España y poder resarcirnos de nuestras dificultades.
El momento llegó en 1833 cuando nos alcanzó la amnistía general para los liberales en el exilio y pudimos regresar a nuestra querida y deseada España, pasando a vivir a Madrid, lugar de donde conservo los mejores recuerdos de mi vida. Recuperé mi puesto de periodista, lo que me proporcionó una seguridad económica de la que hasta esos momentos carecía; volví a mi amistad con lo más granado de la intelectualidad madrileña a través de la tertulia literaria El Parnasillo, participé en la fundación del Ateneo, por lo que volví a escribir mis experiencias en tierras extrañas, principalmente en poemas. Pero lo más importante es que Teresa estaba embarazada y era feliz. ¡Un hijo! ¡Un hijo mío y de Teresa! ¿Podía yo alcanzar mayor felicidad que en aquellos momentos?
Curiosamente, el nacimiento de nuestra hija en 1834, fue el comienzo de nuestros desencuentros, para mí en esos momentos inexplicables. Si hasta esos momentos Teresa, había tenido un comportamiento exquisito y sus gustos eran tan humildes como lo había sido desde el primer momento ella misma, seguramente mordida por los recuerdos del abandono de su esposo y de sus hijos en tierra francesas, o por dejadez a la que en muchos momentos yo la sometía absorbido por la política, por la literatura o por los amigos, fue dejando ver a una mujer caprichosa y casquivana que poco a poco se fue alejando de mí y de su hija Blanca nacida de nuestro amor juvenil. No pudo soportar la tensión de una vida dividida por dos sentimientos divergentes, ni los convencionalismos de la sociedad madrileña al tener que vivir en casa separada, ya que yo vivía con mi madre, y ella tenía mucho tiempo para pensar y valorar las consecuencias de su decisión. Tampoco yo supe comprenderla en sus dudas y mi carácter siempre altanero, arrogante, soberbio, hasta violento en algunas ocasiones con ella, la fue alejando de mi amor para buscar refugio en los brazos de otro hombre. Así como un día vi marchar a Teresa dejando en el más completo abandono a su esposo y a los hijos habido entre ambos, ahora me tocó a mí ver como la mujer que amaba me abandonaba y marchaba a Valladolid buscando quizás una quimera. No podía hacer otra cosa que lamentarme y llorar de nuevo su abandono, al mismo tiempo que tragándome mi orgullo viendo la situación en que me dejaba con mi hija pequeña, doblegando mis celos, seguirla a la ciudad del Pisuerga e implorarla que volviera conmigo.
Yo había puesto todo mi interés en recuperar mi perdido prestigio como poeta. Quería ofrecerle a Teresa lo mejor de mí mismo y eso eran mis versos. Por ella, en 1835, había revisado y rehecho mi trabajo de juventud “El Pelayo”, para poder ofrecérselo y conseguir con su publicación un dinero que nos vendría bien para nuestra precaria economía. Pero lo más importante es que de nuevo volví a escribir, esta vez un hermoso trabajo basado en mis propias experiencias que titulé “El estudiante de Salamanca”, que con más o menos gloria salió publicado en el periódico El Español, allá por el año de 1836. La obra, es un cuento en verso que narra las últimas escenas de la desastrosa vida de Félix de Montemar, la seducción de Elvira y su matrimonio con el esqueleto de la amada en la mansión de los muertos. Por lo tanto, ya digo, considero que tiene mucho de autobiográfica y narra los avatares del tema del seductor español por antonomasia, don Juan Tenorio y que los críticos consideraron como el mayor exponente del género romántico. Mientras tanto, iba recopilando mis poesías breves a las que nunca presté atención, que corrían de mano en mano, muchas veces mutiladas o adulteradas por intrusos sin solvencia y sin honor. En ellas recojo temas tan conocidos por el público como La canción del pirata, El canto del cosaco, El mendigo, el soneto titulado A la muerte de Torrijos y sus compañeros, en homenaje a los héroes liberales fusilados por el cruel Fernando VII por defender sus ideales, y ¡cómo no! mi sentido homenaje al guerrillero y militar “Chapalangarra” muerto valientemente por querer salvar a su patria de las garras del absolutismo, o el poema tan querido para mí A Jarifa en un orgía, que refleja los momentos más tristes y sombrío, cuando mi vida pasaba por los momentos de máximo desconcierto y falta de principios morales.
A LA MUERTE DE
DON JAOQUÍN DE PABLO
(CHAPALANGARRA)
Desde la elevada cumbre
Do el gran Pirene levanta
Término y muro soberbio
Que cerca y defiende a España,
Un joven proscrito de ella
Tristes lágrimas derrama,
Y acaso tiende la vista
Por ver desde allí su patria,
Dese allí do a su despecho,
Llorando deja las armas
Con que del Sena al Pirene
Se lanzó por libertarla;
Y al ver la turba de esclavos
Que sus hierros afianzan,
De infame triunfo orgullosos,
Alejarse en algazara;
Solo entonces, contemplando
El suelo que ellos pisaran
Y que aun torrentes de sangre
Recien derramada bañan,
En su rápida carrera
Volcando cuerpos y almas;
Se sienta en la alzada cima,
A un lado la rota espada,
Y al rumor de los torrentes
Y del huracán que brama,
Negra cítara pulsando,
Endechas lúgubres canta.
Llorad, vírgenes tristes de Iberia,
Nuestros héroes en fúnebre lloro;
Dad al viento las trenzas de oro
Y los cantos de muerte entonad:
Y vosotros ¡oh nobles guerreros,
De la patria sostén y esperanza!
Abrasados en sed de venganza,
Odio eterno al tirano jurad.
CORO DE VÍRGENES.
Danos, noche, tu lóbrego manto,
Nuestras frentes enlute el ciprés;
El robusto cayó: su sepulcro
Del inicuo mancharan los pies.
Enrojece ¡oh Pirene! tus cumbres
Pura sangre del libre animoso,
Y el tropel de los siervos odioso
En su lago su sed abrevó.
Cayó en ellas la gloria de España,
Cayó en ellas De Pablo valiente,
Y la patria inclinada la frente,
Su gemido al del héroe juntó.
20
Sus cadenas la patria arrastrando,
Y su manto con sangre teñido,
Tardamente y con hondo gemido
Va a la tumba del fuerte varón.
Y el ajado laurel de su frente
Al sepulcro circunda llorosa,
Mientras ruje en la fúnebre losa,
Aherrojado a sus piés, el león.
COROS DE MANCEBOS
Traición solo ha vencido al valiente;
Sénos astro de triunfo y de honor,
Tú, que siempre a los déspotas fuiste
Como a negras tormentas el sol.
A JARIFA EN UNA ORGÍA
Trae, Jarifa, trae tu mano,
Ven y pósala en mi frente,
Que en un mar de lava hirviente
Mi cabeza siento arder.
Ven y junta con mis labios
Esos labios que me irritan,
Donde aun los besos palpitan
De tus amantes de ayer.
¿Qué la virtud, la pureza?
¿Qué la verdad y el cariño?
Mentida ilusión de niño
Que alagó mi juventud.
Dadme vino: en él se ahoguen
Mis recuerdos; aturdida
Sin sentir huya la vida;
Paz me traiga el ataud.
El sudor mi rostro quema,
Y en ardiente sangre rojos
Brillan inciertos mis ojos,
Se me salta el corazón.
Huye, mujer; te detesto,
Siento tu mano en la mía,
Y tu mano siento fría,
Y tus besos hielo son.
¡Siempre igual! Necias mujeres,
Inventad otras caricias,
Otro mundo, otras delicias,
O maldito sea el placer.
Vuestros besos son mentira,
Mentira vuestra ternura.
Es fealdad vuestra hermosura,
Vuestro gozo es padecer.
Yo quiero amor, quiero gloria,
Quiero un deleite divino,
Como en mi mente imagino,
Como en el mundo no hay;
Y es la luz de aquel lucero
Que engañó mi fantasía,
Fuego fatuo, falso guía
Que errante y ciego me trae.
No eran mis únicos trabajos conocidos y publicados. Paralelamente a El estudiante de Salamanca y como parte de mi actividad política, publiqué un opúsculo titulado El ministerio de Mendizábal, que no gustó mucho a sus partidarios. En 1834, en colaboración con mi amigo Ros de Olano, habíamos escrito la obra dramática titulada Ni el tío ni el sobrino, obra que fue criticada por Larra de manera bastante dura e inmerecida; Amor venga sus agravios, de 1838 en colaboración con el dramaturgo Moreno López, que pasó sin pena ni gloria, quizás por su temática tan parecida a la de Moratín y Blanca de Borbón, escrita entre los años 1834-36, que los críticos consideraron como mi mejor obra dramática, inspirada en los amores del rey don Pedro con María de Padilla y sus problemas con Enrique de Trastámara.
La Suerte, esa caprichosa acompañante que tanto influye en nuestras vidas sin que nosotros podamos hacer nada por cambiar sus designios, nunca fue generosa con nosotros. Tampoco en estos momentos de incertidumbre matrimonial, cuando más la necesitábamos para arreglar nuestras vidas quiso ayudarnos y los acontecimientos que sucedieron truncaron las pocas posibilidades de un arreglo entre ambos que pusiera un poco de cordura en ella y de sosiego en mi vida. Nuevamente, los acontecimientos políticos en permanente ebullición en nuestro país, me pusieron en primera linea de las venganzas de los realistas. Después de una década de terribles represiones sobre los liberales, que ha pasado a la historia como la “Década Ominosa”, en la que tantos hombres famosos leales a la causa de la libertad fueron muertos o exiliados, la desaparición del odiado rey Fernando VII, en 1833, trajo unos momentos de sosiego al país y de reconciliación aparente entre los distintos partidos políticos que querían repartirse la tarta del poder.
Sin embargo, aún después de muerto, este trágico personaje dejaría una herencia de muertes difícil de igualar en la Historia de España. La proclamación como heredera de la corona española en la figura de su hija Isabel, una niña a la que le faltaban muchos años para alcanzar la
mayoría de edad, hizo que los partidarios del que por tradición de siglos debía de ser el nuevo sucesor, su hermano Carlos María Isidro de Borbón, declararon lo que, nuevamente y durante siete años (1933-1940), fue una nueva sangría de hombres y recursos en una nación empobrecida durante su reinado: la primera de las tres guerras carlistas que padeció España. Por otra parte, la regencia durante la infancia de la futura reina de la ambiciosa y poco escrupulosa cuarta esposa de Fernando, María Cristina de las Dos Sicilias, hija de su hermana menor, María Isabel, llevó a la monarquía borbónica a los momentos más altos de corrupción y saqueo de los pocos dineros y recursos de la nación. Nuevamente se producen los enfrentamientos entre absolutistas y liberales y los gobiernos se sucedían con unos intermedios de, a veces, pocos días, sembrando la confusión entre el pueblo llano que asistía confuso y desorientado a un espectáculo político al que no había sido invitado, pero del que sufría sus nefastas consecuencias.
Mi fama de conflictivo liberal, mi experiencia en las barricadas del país vecino con enfrentamientos armados con tropas francesas y mi posición política frente a los nuevos abusos de la corona, me llevarían, en estos momentos de total desconcierto familiar a tener que huir nuevamente y esconderme en casas de amigos particulares para no caer de nuevo en las garras de los intolerantes. Si alguna posibilidad de reconciliación había entre nosotros, nuevamente fue la política la que determinó mi futuro definitivamente. Teresa, nuevamente alejada de mí, tomó un camino sin retorno en un mundo de frivolidades y degeneración que yo tan de cerca conocía de mis años de desenfreno.
Acostumbrado definitivamente a mi soledad de hombre rechazado por el amor, con mi hija en las manos siempre amorosa de mi madre que la cuidaba como su mejor tesoro, me dediqué por entero a mis ideales y a mi vida literaria, reencontrándome a mis enemigos irreconciliables de siempre. Las nuevas represiones de un gobierno desnortado pero siempre presto a eliminar por la fuerza cualquier atisbo de disidencia me decidieron a ocultarme a la espera de nuevos tiempos más favorables a mis intereses, lo que conllevó mi total falta de contacto con Teresa, que nuevamente escapó hacia un mundo que yo no podía, ni quería, seguirle.
Cuando mejor me iban las cosas después de los acostumbrados sustos por parte de la reacción, cuando me había conseguido aupar en los puestos de responsabilidad de mi partido, un día de 1839 me llega la triste noticia de la muerte de Teresa, cuando contaba 28 años. No voy a decir que a estas alturas del tiempo se me desmoronara el mundo, pero sí que sentí en lo más profundo de mi corazón la muerte de la mujer que había cambiado mi vida y por la que yo había corrido todos los peligros inimaginables para obtener su amor. Mucho se ha escrito sobre mis amores con la bella Teresa Mancha, de nuestra fuga a París, de nuestros apasionados encuentros por encima de las convenciones sociales y morales del momento. Todo lo escrito entra dentro de la pasión chismosa de un pueblo como el español que no nos perdonó nunca que fuésemos libres y felices. También se ha escrito mucho de la muerte de un ser indefenso que en la búsqueda de la felicidad se perdió por el camino y no supo regresar al mismo. ¡Qué sabe la gente lo que se cuece en el corazón de una persona! ¡Qué sabe nadie del dolor de un corazón angustiado por los remordimientos de una vida truncada! Ni yo mismo puedo hacer una crítica sobre la actitud de aquel ser maravilloso que me hizo el más feliz de los hombres. Ella fue durante su corta vida más valiente que yo y supo arriesgar, jugar y perder en el intrincado mundo de los sentimientos. Después de su fallecimiento y en los momentos de infinita nostalgia por un tiempo ya perdido para siempre, muchas veces me he preguntado qué parte de culpa tuve yo en el fatal desenlace de su muerte. ¿Me porté con ella de la manera adecuada en sus momentos de desvarío? Hoy, en estos momentos en que mi vida pasa como un relámpago por mi mente y en los que pido al Dios todopoderoso de mi infancia que se apiade de mí, de nosotros dos, hago pública declaración de mis limitaciones, de mi cobardía frente a los problemas surgidos en nuestra convivencia y ruego nos acoja en su divino y misericordioso seno.
Quise homenajearla, rendirle públicamente admiración y respeto y de ahí nació el Canto a Teresa, en el que se mezclan por igual amor y reproches, como cualquier enamorado hace en los momentos de enfados o de desencuentros, por otra parte tan comunes en los matrimonios. Como podrá comprobar el lector, el canto está dividido en dos partes perfectamente separadas entre sí: la primera parte es una exaltación a la belleza interior de la mujer, a sus cualidades para hacer del amor con el hombre el más bello de los frutos divinos; en la segunda parte, por el contrario, pretendo señalar lo que de encarnación del pecado tiene la mujer cuando se sale de los caminos marcados por la decencia y el respeto a los preceptos divinos. Si para mi amor Teresa fue en un principio como un río de cristalinas aguas, su posterior desvarío le llevaría a ser torrente de aguas destructoras, para al fin llegar a ser estanque de aguas corrompidas. Así la ví desde que la conocí y así la amé hasta la locura, hasta que la muerte la liberó para siempre y la convirtió de nuevo en ángel.
Que ella lo reciba con el mismo amor con que yo puse en su composición, mientras me comía mis lágrimas que fueron manchando los pliegos de papel:


El Canto a Teresa (2)
Bueno es el mundo ¡bueno! ¡bueno! ¡bueno!
Como de Dios al fin obra maestra,
Por todas partes de delicias lleno,
De que Dios ama al hombre hermosa muestra;
Salga la voz alegre de mi seno
A celebrar esta vivienda nuestra,
¡Paz a los hombres! ¡gloria en las alturas!
¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!
(María, por DON MIGUEL DE LOS SANTOS ÁLVAREZ)
¿Por qué volvéis a la memoria mía, Tristes recuerdos del placer perdido, A aumentar la ansiedad y la agonía De este desierto corazón herido? ¡Ay! que de aquellas horas de alegría Le quedó al corazón sólo un gemido, ¡Y el llanto que al dolor los ojos niegan Lágrimas son de hiel que el alma anegan!
¿Dónde volaron ¡ay! aquellas horas De juventud, de amor y de ventura, Regaladas de músicas sonoras, Adornadas de luz y de hermosura? Imágenes de oro bullidoras. Sus alas de carmín y nieve pura, Al sol de mi esperanza desplegando, Pasaban ¡ay! a mi alrededor cantando.
Gorjeaban los dulces ruiseñores, El sol iluminaba mi alegría, El aura susurraba entre las flores, El bosque mansamente respondía, Las fuentes murmuraban sus amores. . . ¡Ilusiones que llora el alma mía! ¡Oh! ¡Cuán suave resonó en mi oído El bullicio del mundo y su ruido!
Mi vida entonces, cual guerrera nave Que el puerto deja por la vez primera, Y al soplo de los céfiros suave Orgullosa despliega su bandera, Y al mar dejando que a sus pies alabe
Su triunfo en roncos cantos, va velera, Una ola tras otra bramadora Hollando y dividiendo vencedora.
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(2) Este canto es un desahogo de mi corazón; sáltelo el que no quiera leerlo, sin escrúpulo, pues no está ligado de manera alguna con el poema (N. del A.)
¡Ay! En el mar del mundo, en ansia ardiente De amor volaba; el sol de la mañana Llevaba yo sobre mi tersa frente, Y el alma pura de su dicha ufana: Dentro de ella, el amor, cual rica fuente Que entre frescuras y arboledas mana. Brotaba entonces abundante río De ilusiones y dulce desvarío.
Yo amaba todo: un noble sentimiento Exaltaba mi ánimo, y sentía En mi pecho un secreto movimiento, De grandes hechos generoso guía. La libertad, con su inmortal aliento, Santa diosa, mi espíritu encendía, Contino imaginando en mi fe pura Sueños de gloria al mundo y de ventura.
El puñal de Catón, la adusta frente Del noble Bruto, la constancia fiera Y el arrojo de Scévola valiente, La doctrina de Sócrates severa, La voz atronadora y elocuente Del orador de Atenas, la bandera Contra el tirano macedonio alzando, Y al espantado pueblo arrebatando.
El valor y la fe del caballero, Del trovador el arpa y los cantares, Del gótico castillo el altanero Antiguo torreón, do sus pesares Cantó tal vez con eco lastimero, ¡Ay!, arrancada de sus patrios lares, Joven cautiva, al rayo de la luna, Lamentando su ausencia y su fortuna.
El dulce anhelo del amor que aguarda Tal vez, inquieto y con mortal recelo, La forma bella que cruzó, gallarda Allá en la noche, entre medroso velo; La ansiada cita que en llegar se tarda Al impaciente y amoroso anhelo, La mujer y la voz de su dulzura, Que inspira al alma celestial ternura:
A un tiempo mismo en rápida tormenta, Mi alma alborotada de contino, Cual las olas que azota con violenta Cólera impetüoso torbellino; Soñaba al héroe ya, la plebe atenta En mi voz escuchaba su destino,
Ya al caballero, al trovador soñaba Y de gloria y de amores suspiraba.
Hay una voz secreta, un dulce canto, Que el alma sólo recogida entiende, Un sentimiento misterioso y santo Que del barro al espíritu desprende; Agreste, vago y solitario encanto Que en inefable amor el alma enciende, Volando tras la imagen peregrina El corazón de su ilusión divina.
Yo, desterrado en extranjera playa, Con los ojos extático seguía La nave audaz que en argentada raya Volaba al puerto de la patria mía: Yo, cuando en Occidente el soy desmaya, Solo y perdido en la arboleda umbría, Oír pensaba el armonioso acento De una mujer, al suspirar del viento.
¡Una mujer! En el templado rayo De la mágica luna se colora, Del sol poniente al lánguido desmayo, Lejos entre las nubes se evapora; Sobre las cumbres que florece el mayo, Brilla fugaz al despuntar la aurora, Cruza tal vez por entre el bosque umbrío, Juega en las aguas del sereno río.
¡Una mujer! Deslízase en el cielo Allá en la noche desprendida estrella, Si aroma el aire recogió en el suelo, Es el aroma que le presta ella. Blanca es la nube que en callado vuelo Cruza la esfera, y que su planta huella, Y en la tarde la mar olas le ofrece De plata y de zafir, donde se mece.
Mujer que amor en su ilusión figura, Mujer que nada dice a los sentidos, Ensueño de suavísima ternura, Eco que regaló nuestros oídos: De amor la llama generosa y pura, Los goces dulces del amor cumplidos, Que engalana la rica fantasía, Goces que avaro el corazón ansía.
¡Ay! aquella mujer, tan sólo aquella, Tanto delirio a realizar alcanza, Y esa mujer tan cándida y tan bella Es mentida ilusión de la esperanza:


Es el alma que vívida destella Su luz al mundo cuando en él se lanza, Y el mundo con su magia y galanura, Es espejo no más de su hermosura.
Es el amor que al mismo amor adora, El que creó las sílfides y ondinas, La sacra ninfa que bordando mora Debajo de las aguas cristalinas: Es el amor que recordando llora Las arboledas del Edén divinas, Amor de allí arrancado, allí nacido, Que busca en vano aquí su bien perdido.
¡Oh llama santa! ¡Celestial anhelo! ¡Sentimiento purísimo! ¡Memoria Acaso triste de un perdido cielo, Quizá esperanza de futura gloria! ¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo! ¡Oh mujer que en imagen ilusoria Tan pura, tan feliz, tan placentera, Brindó el amor a mi ilusión primera! . . .
¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías, ¡Ah!, ¿dónde estáis que no corréis a mares? ¿Por qué, por qué como en mejores días, No consoláis vosotras mis pesares? ¡Oh! los que no sabéis las agonías De un corazón que penas a millares ¡Ah!, desgarraron, y que ya no llora, ¡Piedad tened de mi tormento ahora!
¡Oh dichosos mil veces, sí, dichosos Los que podéis llorar, y ¡ay!, sin ventura De mí, que, entre suspiros angustiosos, Ahogar me siento en infernal tortura! Retuércese entre nudos dolorosos Mi corazón, gimiendo de amargura… También tu corazón hecho pavesa, ¡Ay!, llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!
¿Quién pensara jamás, Teresa mía, Que fuera eterno manantial de llanto, Tanto inocente amor, tanta alegría, Tantas delicias y delirio tanto? ¿Quién pensara jamás llegase un día En que, perdido el celestial encanto Y caída la venda de los ojos, Cuanto diera placer causara enojos?
Aun parece, Teresa, que te veo Aérea como dorada mariposa,
En sueño delicioso del deseo, Sobre tallo gentil temprana rosa, Del amor venturoso devaneo, Angélica, purísima y dichosa, Y oigo tu voz dulcísima, y respiro Tu aliento perfumado en tu suspiro.
Y aún miro aquellos ojos que robaron A los cielos su azul, y las rosadas Tintas sobre la nieve, que envidiaron Las de mayo serenas alboradas; Y aquellas horas dulces que pasaron Tan breves, ¡ay! como después lloradas, Horas de confianza y de delicias, De abandono, y de amor, y de caricias.
Que así las horas rápidas pasaban, Y pasaba a la par nuestra ventura; Y nunca nuestras ansias las contaban, Tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura. Las horas ¡ay! huyendo nos miraban, Llanto tal vez vertiendo de ternura, Que nuestro amor y juventud veían, Y temblaban las horas que vendrían.
Y llegaron en fin. . . ¡Oh! ¿Quién, impío, ¡Ay! agostó la flor de tu pureza? Tú fuiste un tiempo cristalino río, Manantial de purísima limpieza; Después torrente de color sombrío, Rompiendo entre peñascos y maleza, Y estanque, en fin, de aguas corrompidas, Entre fétido fango detenidas.
¿Cómo caíste despeñado al suelo, Astro de la mañana luminoso? Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo A este valle de lágrimas odioso? Aún cercaba tu frente el blanco velo Del serafín, y en ondas fulguroso, Rayos al mundo tu esplendor vertía Y otro cielo el amor te prometía.
Mas, ¡ay!, que es la mujer ángel caído, O mujer nada más y lodo inmundo, Hermoso ser para llorar nacido, O vivir como autómata en el mundo; Sí, que el demonio en el Edén perdido Abrasara con fuego del profundo La primera mujer, y ¡ay! aquel fuego, La herencia ha sido de sus hijos luego.
Brota en el cielo del amor la fuente Que a fecundar el universo mana, Y en la tierra su límpida corriente Sus márgenes con flores engalana; Mas, ¡ay!, huid: el corazón ardiente Que el agua clara por beber se afana, Lágrimas verterá de duelo eterno, Que su raudal lo envenenó el infierno.
Huid, si no queréis que llegue un día En que, enredado en retorcidos lazos El corazón, con bárbara porfía Luchéis por arrancároslo a pedazos; En que al cielo, en histérica agonía, Frenéticos alcéis entrambos brazos, Para en vuestra impotencia maldecirle, Y escupiros, tal vez, al escupirle.
Los años ¡ay! de la ilusión pasaron; Las dulces esperanzas que trajeron, Con sus blancos ensueños se llevaron, Y el porvenir de oscuridad vistieron; Las rosas del amor se marchitaron, Las flores en abrojos convirtieron, Y de afán tanto y tan soñada gloria Sólo quedó una tumba, una memoria.
¡Pobre Teresa! Al recordarte siento Un pesar tan intenso. . . Embarga impío Mi quebrantada voz mi sentimiento, Y suspira tu nombre el labio mío; Para allí su carrera el pensamiento, Hiela mi corazón punzante frío, Ante mis ojos la funesta losa, Donde, vil polvo, tu beldad reposa.
Y tú, feliz, que hallaste en la muerte Sombra a que descansar en tu camino, Cuando llegabas mísera a perderte Y era llorar tu único destino; Cuando en tu frente la implacable suerte Grababa de los réprobos el sino… ¡Feliz!, la muerte te arrancó del suelo, Y otra vez ángel te volviste al cielo.
Roída de recuerdos de amargura, Árido el corazón sin ilusiones, La delicada flor de tu hermosura Ajaron del dolor los aquilones; Sola y envilecida, y sin ventura, Tu corazón secaron las pasiones;
Tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran, Y hasta el nombre de madre te negaran.
Los ojos escaldados de tu llanto, Tu rostro cadavérico y hundido, Único desahogo en tu quebranto, El histérico ¡ay! de tu gemido; ¿Quién, quién pudiera en infortunio tanto Envolver tu desdicha en el olvido, Disipar tu dolor y recogerte En su seno de paz? ¡Sólo la muerte!
¡Y tan joven, y ya tan desgraciada! Espíritu indomable, alma violenta, En ti, mezquina sociedad, lanzada A romper tus barreras turbulenta; Nave contra las rocas quebrantada, Allá vaga, a merced de la tormenta, En las olas tal vez náufraga tabla, Que sólo ya de sus grandezas habla.
Un recuerdo de amor que nunca muere Y está en mi corazón; un lastimero Tierno quejido que en el alma hiere, Eco suave de su amor primero: ¡Ay! De tu luz, en tanto yo viviere, Quedará un rayo en mí, blanco lucero, Que iluminaste con tu luz querida La dorada mañana de mi vida.
Que yo, como una flor que en la mañana Abre su cáliz al naciente día, ¡Ay!, al amor abrí tu alma temprana, Y exalté tu inocente fantasía. Yo, inocente también, ¡oh, cuán ufana Al porvenir mi mente sonreía, Y en alas de mi amor con cuánto anhelo Pensé contigo remontarme al cielo!
Y alegre, audaz, ansioso, enamorado, En tus brazos en lánguido abandono, De glorias y deleites rodeado, Levantar para ti soñé yo un trono: Y allí, tú venturosa y yo a tu lado, Vencer del mundo el implacable encono, Y en un tiempo sin horas ni medida Ver como un sueño resbalar la vida.
¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos Áridos ni una lágrima brotaban; Cuando ya su color tus labios rojos En cárdenos matices cambiaban;
Cuando, de tu dolor tristes despojos, La vida y su ilusión te abandonaban Y consumía lenta calentura Tu corazón al par de tu amargura;
Si en tu penosa y última agonía Volviste a lo pasado el pensamiento; Si comparaste a tu existencia un día Tu triste soledad y tu aislamiento; Si arrojó a tu dolor tu fantasía Tus hijos, ¡ay!, en tu postrer momento, A otra mujer tal vez acariciando, Madre tal vez a otra mujer llamando;
Si el cuadro de tus breves glorias viste Pasar como fantástica quimera, Y si la voz de tu conciencia oíste Dentro de ti gritándote severa; Si, en fin, entonces tú llorar quisiste Y no brotó una lágrima siquiera Tu seco corazón, y a Dios llamaste, Y no te escuchó Dios, y blasfemaste,
¡Oh!, ¡cruel! ¡Muy cruel! ¡Martirio horrendo! ¡Espantosa expiación de tu pecado! ¡Sobre un lecho de espinas, maldiciendo, Morir, el corazón desesperado! Tus mismas manos de dolor mordiendo, Presente a tu conciencia tu pasado, Buscando en vano, con los ojos fijos, Y extendiendo tus brazos a tus hijos.
¡Oh!, ¡cruel! ¡Muy cruel! … ¡Ay!, yo, entretanto, Dentro del pecho mi dolor oculto, Enjugo de mis párpados el llanto Y doy al mundo el exigido culto; Yo escondo con vergüenza mi quebranto, Mi propia pena con mi risa insulto, Y me divierto en arrancar del pecho Mi mismo corazón pedazos hecho.
Gocemos, sí; la cristalina esfera Gira bañada en luz: ¡bella es la vida! ¿Quién a parar alcanza la carrera Del mundo hermoso que al placer convida? Brilla radiante el sol, la primavera Los campos pinta en la estación florida: Truéquese en risa mi dolor profundo. . . Que haya un cadáver más, ¡qué importa al mundo!
Pero yo no podía pararme, por muy dolorosa que fuera la muerte de la mujer a la que había amado y mucho el resentimiento ante lo que yo consideraba una afrenta a mi honor y al de mi hija. Recuperé poco a poco mi cordura y en un reencuentro con mi pasado juvenil, haciendo honor al recuerdo de mi padre, solicité mi incorporación como Guardia de Corps, como primer paso para asegurar mi precaria subsistencia y la de mi familia. Y de nuevo me encontré con mi mala estrella que no quiso ni me dejó nunca que yo siguiera por ese camino. Nuevamente mi carácter violento, tempestuoso, irascible, ingobernable, me jugó una mala pasada. A resultas de una poesía liberal-patriótica que escribí por encargo para uno de los muchos eventos políticos del momento, fui expulsado del ejército y mandado a residir a Cuéllar como parte de mi nuevo castigo, en primer lugar, para, después, ser enviado a la ciudad de Badajoz, a la que nunca llegué. También tuve que esconderme a la llegada al poder del conde de Toreno, contra cuya llegada al gobierno me rebelé realizando todo tipo de manifestaciones. Siempre tuve la temida espada de la intolerancia absolutista sobre mi cabeza y una vez y otra, mis actos o mis opiniones me llevaban indefectiblemente a chocar contra la inquisitorial trama urdida por los realistas.
Desconcertado, triste por este nuevo tropiezo que limitaba mis pretensiones, comencé a escribir en dicha ciudad mi única novela conocida de terma histórico, a la que titulé, naturalmente: “Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar”, si es que a dicho trabajo podemos llamarlo novela. En 1840, con treinta y dos años, frustradas todas mis ilusiones afectivas y profesionales regresé a Madrid, después de mi confinamiento en la ciudad castellana. Sin muchas esperanzas en mi futuro y respaldado por mi incipiente fama de poeta y mi viejo compromiso con la política liberal, me presenté ese mismo año para diputado, al mismo tiempo que trabajé afanosamente como periodista para varios periódicos de corte liberal de la capital, de alguno de los cueles fui su fundador. Mi nombre comenzaba a sonar en el hemiciclo y fui destinado –más bien de nuevo alejado– para una comisión en la embajada de Holanda, concretamente en Utrech. Pese a todo, era mi año de la suerte, pues todo lo que hacía, por primera vez en mi vida, me salía redondo. En los tiempos libres, muchos, de mi trabajo en la embajada holandesa, aproveché para escribir todos los minutos que tiene el día. De esa dedicación al mundo de las letras saldrían dos libros de corte lírico: “El Diablo mundo”, mi obra más ambiciosa y característica de mi producción, un vasto y abigarrado poema inconcluso que pretendía ser la epopeya de la humanidad. Empecé a publicarlo por entregas (octubre 1840), y lo fuí emitiendo por fascículos, hasta este momento actual en que me encuentro a las puertas de la muerte. Es aquí donde introduje, como un desahogo personal el Canto a Teresa; y “Poesías”, libro este último que llegó a tener una gran aceptación entre el público y que seria plagiado una y otra vez, antes y después de mi muerte. “Poesías”, escrito entre 1826 y 1841 (a la primera aparición con 21 poesías se le añadirán, en la segunda edición, otras hasta alcanzar el número de 53), es el resumen de toda una vida dedicada a la poesía. Si bien en ellas pueden encontrarse trabajos primerizos y de corte valdesiano, otras más modernas en las que en medio de un ambiente prerromántico se distinguen acordes clásicos, las hay patrióticas, bélicas y caballerescas, con las que he alcanzado fama y prestigio como poeta, tales como El himno al sol, La canción del pirata, el reo de muerte, el verdugo, a Jarifa en una orgía, etc., esta última transcrita en líneas anteriores. En cada uno de mis poemas he querido tocar un tema de actualidad en mi vida, que tanta importancia han tenido en el transcurso de la misma: la perennidad del sol contrapuesta a la caducidad humana, la libérrima bizarría del pirata en la noche lunar, la despectiva actitud del mendigo frente a la sociedad pletórica y aburguesada, la delación que suponen las visiones de un condenado a muerte, la paradójica figura del verdugo irguiéndose en el marco de la civilización moderna, la efímera belleza de la rosa, la caduca luz de una estrella que yo, como poeta, comparo con mi agostada juventud, y mi desgarrador e inquietante coloquio con Jarifa, la cortesana, son temas abordados con una peculiar energía lírica y apasionamiento, que, desde un principio, forman parte indisoluble de mi poética y de mi propia vida.
Y con mi nuevo estado de reconciliación con el mundo, llega como una bendición de nuevo el amor a mi atribulada vida, aunque, como siempre, delimitado o supeditado por mis frecuentes encarcelamientos y exilios. Primero fue Carmen de Osorio la que llevaría una bocanada de aire fresco a mis adormecidos sentimientos. Carmen era una bellísima dama hija de una familia de la alta burguesía madrileña que, como era natural, puso todos los impedimentos que pudo para frustrar nuestras relaciones. Ella resistió todo el tiempo que le aguantaros sus fuerzas, pero pudieron más sus consolidadas relaciones sociales que el mundo que yo pudiera ofrecerle. Nos amamos desde los primeros momentos, como si el mundo se nos fuera a acabar al día siguiente, pero de la misma manera que empezó, nuestro amor murió a los pocos meses por falta de ilusiones frente al incierto futuro que yo le ofrecía. Más consistentes fueron los sentimientos y las relaciones con otra hermosa mujer, con la que hasta estos momentos en que me encuentro postrado en mi lecho de muerte, he mantenido mi compromiso de boda. Ella es Bernarda de Beruete, joven y hermosa mujer que se mantendrá fiel a mi recuerdo aún después de mi muerte y a la que nuevamente mi mala suerte en la vida nos privaría de una felicidad por ella merecida.
Cuando volví de Holanda de mi trabajo en la Embajada española, me incorporé al parlamento como diputado por la provincia de Almería, tras la victoria liberal y posterior regencia del general Espartero, pasando así a la primera línea de la política de mi país, después de tantas luchas y sufrimientos por parte de tantos españoles, entre los que me encuentro. Pero mi cuerpo, debilitado por tantos acontecimientos, por incontables abusos e incontinencias, estaba reclamando su parte. De nuevo mi estrella, mi maldita estrella de la suerte, me tenía preparado una última sorpresa. En la sesión de las Cortes del día 16 de mayo intervine en una discusión de la ley de quintas y ya, a su finalización marché enfermo a casa. Le faltaba el aire a mis pulmones y me dolía el pecho de manera nada frecuente. Me curé con remedios caseros lo que suponía un catarro de primavera y olvidé el incidente. Todavía estuve presente al día siguiente en el parlamento, pero aquello no funcionaba y mi malestar era superior a mis fuerzas, por lo que llamé a mi querido amigo el doctor Hisern, quien rápidamente se dio cuenta de la gravedad de mi enfermedad: difteria de laringe, o, vulgarmente llamado garrotillo, lo que suponía que si aquello iba a más, tendría grandes problemas de respiración.
Hoy, día 23 de mayo de 1842, a la edad de treinta y cuatro años, todo está acabado. Mi cuerpo sin vida descansa en la sudada cama, pero mi espíritu sigue tan vivo como antes del suceso. Puedo ver que mi cara, pálida y enjuta, hasta hace unos momentos desfigurada por el dolor, va tornando a un estado de tranquilidad y mis músculos faciales se van relajando hasta volver a ser la cara del hombre que siempre fui. Miro alrededor de mi cama y compruebo las reacciones que mi muerte ha suscitado entre mis queridos amigos, entre los que veo llorar a hombres tan recios como Moreno López o a mi querido Antonio Ros de Olano; observo la prestancia de Julián Romea, la sobriedad de Gil y Carrasco y de Salas y Quiroga, el señorío del marqués de las Navas. En un rincón, solitario y entristecido en grado sumo, veo la figura del amigo y hermano Miguel de los Santos Álvarez. Alejado de todos, con los hábitos sacramentales después de haberme dado la Extremaunción, puedo distinguir la figura de mi querido tío don Juan Bonel y Orbe, obispo de Córdoba, electo patriarca de las Indias. Todas las conversaciones, en sordina, giran sobre la muerte del amigo y, sobre todo, valoran mi figura humana y literaria como yo nunca había pensado que pudiera suceder en un grupo de intelectuales donde la crítica y la envidia es la moneda corriente con que se pagan los éxitos ajenos.
Noche larga y tétrica en los alrededores de la casa del finado. Noche de velatorio en la que van apareciendo las figuras de Luis González Brabo, quien llegaría a los más altos puestos de la política nacional y quien en la sesión del Congreso del mismo día de mi muerte rompería a llorar recordando al amigo; por mi casa y frente a la estatua ya fría de mi cuerpo desfilaron muchos de los alumnos y amigos que
habían estudiado con el maestro Lista: Antonio Cavanilles, Patricio de la Escosura, Tenorio Herrera, Luis de Usoz, Juan Bautista Alonso, López Pelegrín, Eugenio de Ochoa, Juan de la Pezuela conde de Cheste, Mariano Roca de Tagore, mi compinche de aventuras juveniles Ventura de la Vega, etc. Más que un funeral, aquello parecía una de las muchas asambleas literarias celebradas en el Ateneo madrileño, a la que se incorporaron mi queridísimo y joven Zorrilla, Federico de Madrazo, Antonio Ferrer del Río; me recordaba los tiempos de la Academia El Mirto, y recordaba a la gran figura del maestro Lista, quien desde sus nuevos puestos de responsabilidad en Cádiz, estaría rezando por el alma de su discípulo.
A las cuatro y media de la tarde del día siguiente, 24 de mayo, una gran comitiva acompaña mi féretro por las calles de Madrid camino del cementerio de la puerta de Atocha. En un humilde nicho, muy cercano al del gran Fígaro, que me había precedido en la muerte, se cierra mi ciclo por esta desventurada tierra. Frente a la lápida que me salvará del olvido, escucho la voz templada y recia de Enrique Gil y Carrasco recitando una poesía de despedida; después un discurso Joaquín María López alabando mi faceta de poeta; un soneto de Miguel Agustín Príncipe y otro soneto de Gregorio Romero Larrañaga y, por último, un fragmento de el Diablo Mundo en la voz prodigiosa del gran actor Julián Romea… después, el silencio infinito que acompaña a la muerte.
Miguel de los Santos Álvarez, recordando nuestros momentos felices en la Biblioteca Nacional, mientras leíamos incansables a Goethe, a Byron, a Musset, a Víctor Hugo, al gran Alejandro Dumas, como homenaje al amigo fallecido, escribiría estos versos de recuerdos:
Este es el velador, testigo
de nuestras largas íntimas veladas,
continuación del fiel diálogo amigo,
interminable y loco, alegre o triste,
que mil veces nos trajo a la memoria
aquel continuo hablar en las posadas,
en aire, y fuego, y agua, heridos, sanos,
de aquellos dos en la locura hermanos
héroes que añadió el divino chiste
del buen Cervantes a la humana historia.
¡Y cuántas veces, súbito, se armaba
en mesa el velador, y los papeles
sucios de prosa y verso se mudaba
por ponerse blanquísimos manteles.
También Escosura saldría en defensa de mi honor cuando, después de mi muerte se me acusaba de impiedad, de cinismo o de vida desenfrenada, acusaciones motivadas por los convencionales alardes románticos de mi misma poesía, y en parte, por la nociva admiración de algunos de mis amigos, románticos de tumba y hachero, que de ese modo creyeron darme una aureola más gloriosa: Espronceda era entonces lo que Dios le había hecho, y lo que a un muchacho de diez a once años de edad correspondía: de su persona, gentil, simpático, ágil; de entendimiento claro, de temperamento sanguíneo y a la violencia propenso; de ánimo audaz hasa frisar en lo temerario, y de carácter petulante, alegre, y más inclinado a los ejercicios del cuerpo que al sedentario estudio.- Y Espronceda era también, además, entrañable y constante en sus afectos; reverenciaba a su madre, no obstante sus asperezas y bruscas genialidades; quería muy de veras a sus amigos; tenía un corazón de sobra predispuesto al amor, y si algún síntoma en su niñez se quiera encontrar, que anunciar pudiese lo que ya de hombre le hicieron los sucesos y las circunstancias, sería preciso buscarlo mucho más en la fogosidad de su temperamento y en la exaltación de su fantasía, que en el fondo de su alma, que Dios la había dado generosa y tierna. 3
Si bien a estas alturas del relato ya me da igual lo que se piense, lo que se critique, o lo que se diga de mí, aún después de perdonar a aquellos que publicaron y me endosaron groseros poemas que yo nunca escribí, no es menos cierto que siempre se agradece que la verdad prevalezca sobre la mentira y que cada uno cargue con la fama por los hechos reales realizados y no por falsas leyendas. Yo así lo deseo.
* * *
Para finalizar esta especie de relato biográfico sobre la vida y sobre la muerte del poeta extremeño, señalar que al desaparecer el cementerio de San Nicolás, finalizando el siglo XIX, con motivo de la ampliación de los barrios de Madrid y la apertura de dos grandes cementerios civiles, los restos mortales de los allí enterrados que no fueron reclamados por las familias, fueron pasados al osario común, perdiéndose con este acto inhumano, aunque quizás necesario, grandes obras escultóricas que formaban parte de los mausoleos de los hombres ilustres, cuyos autores, Benlliure, Querol, Ponciano, Mélida..., merecían que su obra se salvase y formaran parte del patrimonio nacional. Los restos de Larra y los de Espronceda tuvieron más suerte y, reclamados por los literatos del momento, fueron trasladados en 1902, definitivamente, creemos, al Panteón de Hombres Ilustres de la Sacramental de San Justo, en donde esperan el momento definitivo de la resurrección de los muertos, según reza en las Sagradas Escrituras. QUE ASÍ SEA.
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(3) Reminiscencias biográficas, en La Ilustración Española y Americana, 1876.
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LUIS CHAMIZO





         Para hablar de la obra del poeta de Guareña Luis Chamizo Trigueros, de la importancia de su obra en castúo, deberíamos hacer antes algunas apreciaciones, principalmente sobre el momento político en que se escriben sus obras y la adscripción literaria en que el poeta por decisión propia milita.

         Sobre la primera propuesta, la política, deberíamos señalar que España estaba a principios de siglo en franca deriva, una vez que en 1898 habíamos perdido las últimas colonias de ultramar (Cuba y Filipinas) dejando en sus suelos los últimos jirones de nuestro maltrecho ejército y la más completa ruina económica al secarse la fuentes de donde se recibía el oro que de manera harto deficitaria venía hasta esos momentos manteniendo la estructura política de la Corona española. Por otra parte, las colonias africanas están en estado de guerra contra la metrópolis y, nuevamente, los políticos españoles son incapaces de encontrar la solución para un grave problema que los traerá de cabeza durante muchos años y que tantas vidas y tanto dinero costará mantener hasta su resolución por las armas, al mando del general Primo de Rivera.

Son años de desconcierto donde los escritores se alían contra el gobierno y buscan una solución, aunque sea literaria, para estos nuevos tiempos. Si leemos las obras de los más importantes escritores de la época: Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Maeztu, etc., veremos que dichas obras, en general, son un alegato contra la ruina política y social a la que los políticos del momento han condenado a España y una toma de posición de cara al futuro. Estos escritores serán conocidos en el mundo literario con el nombre de Generación del 98.

         Esta toma de posición, no sólo del mundo de la Cultura aunque nosotros nos aferremos a ella para nuestro trabajo, hará que los pueblos españoles, las distintas Comunidades históricas, busquen sus propias señas de identidad y comiencen a reivindicar sus propias opciones de autonomía e, incluso de independencia. Naturalmente, ayer como hoy, será la lengua el primer factor desestabilizador para este proyecto de segregación. En estos tiempos de los que hablamos aparecerán las obras en gallego de Rosalía de Castro o las de Curro Enrique, en Cataluña aparecen las obras en catalán de Maragall; en Murcia tienen un éxito sin precedente las obras de Vicente Medina, etc. También Extremadura tomará parte de esta reivindicación de sus señas de identidad a través de la lengua, con la publicación de las obras de dos importantes poetas: el salmantino-extremeño José Mª Gabriel y Galán, éste de manera muy discutible dado que era un hombre de profundas convicciones españolas y acusada religiosidad, y con más firmes criterios reivindicativos, la obra del escritor de Guareña (Badajoz), Luis Chamizo Trigueros.

         Vamos nosotros a centrarnos exclusivamente en el segundo, objeto del acto de hoy, con motivo de la presentación de la bellísima litografía hecha por su paisano Damián Retamar sobre el cuadro que no hace muchas fechas se inauguró en la Casa de la Cultura de Guareña, regalo del mismo autor.

         Para comenzar, recordar que Luis Chamizo Trigueros nació en Guareña un 7 de noviembre de 1894 en el seno de una familia humilde donde el padre tenía una tejera y se dedicaba al oficio de la alfarería, oficio que con inteligencia y tesón había convertido durante algunos años en un próspero negocio al modificar las líneas convencionales de las tinajas para el vino y convertirlas en conos, mucho más prácticos a la hora de aprovechar los espacios de las bodegas. Esta momentánea mejora económica sería aprovechada por el padre para mandar a estudiar a su único hijo a Sevilla, una vez finalizados los estudios primarios en las escuelas de su pueblo. En la capital andaluza terminaría Perito Mercantil, estudios que no satisfacen al joven Chamizo, que deslumbrado por las noticias que le llegan de la capital de España decide trasladarse a ella para hacer los estudios de Derecho.

         Conocemos por noticias del propio Chamizo sus años de estudios en Madrid, su asistencia a las numerosas y poco edificantes tertulias de cafés, tan prolíficas por aquellos años, sus andanzas bohemias y sus primeros  e importantes pasos en el mundo de la poesía. Finalizados estos estudios y sin un trabajo a la vista, regresa a su pueblo donde ayuda a su padre a comercializar el producto de sus trabajos en los hornos familiares, tanto por los pueblos de la comarca de la Serena como por los de la cercana provincia de Ciudad Real, tan ricas ambas en la producción de caldos de vino. La dificultad del transporte del producto por imposibles carreteras de tierra y la falta de recursos económicos, harán que el joven abogado elija para pernoctar las viajas casonas o parideras abandonadas del campo extremeño, o los viejos chozos de pastores y carboneros tan abundantes por aquellos años en todas las zonas boscosas de los montes de las comarcas señaladas.

         Será el contacto con estos pastores, piconeros y jornaleros del campo extremeño, principalmente de procedencia castellano-leonesa, la raiz de sus futuros trabajos poéticos, una vez que sea éste el camino que decida seguir.

         Pero antes de adentrarnos por estos caminos, vamos a apuntalar algunas consideraciones necesarias para entender la poesía de Chamizo.
Se le ha llamado en muchas ocasiones el poeta tinajero, señalando una adhesión a un oficio que él nunca ejerció, más que como ayuda comercial a los problemas de su padre. Esto nos podría llevar a pensar –así se ha señalado en más de una ocasión–, que Chamizo era un poeta rural, autodidacto, sin una planificación previa de su obra. Nada más incierto que esta idea. Luis Chamizo era un poeta culto que conocía como nadie los movimientos literarios de su época. Sus años en Madrid como estudiante de derecho le pusieron en contacto con muchos de los poetas de la que sería llamada, años más tarde, Edad de Plata de la poesía española. En Madrid estaba su paisano Eugenio Frutos, no muchos años después considerado uno de los hombres más relevantes del panorama cultural español y miembro de dicha generación, que le proporcionaba las novedades literarias que iban saliendo. Otra cosa es que Chamizo, que había conocido a fondo el movimiento modernista que había introducido en España Rubén Darío y continuado Francisco Villaespesa, Salvador Rueda, Emilio Carrere, etc., no quisiera seguir el camino poético de su paisano y se aferrara el ya conocido campo modernista, en donde hay que circunscribir su poesía.

         Creemos que Chamizo, aun siendo un buen poeta, está demasiado valorado, mucho más por los extremeños que lo han convertido en un icono a nivel regional, como en años anteriores y por motivos exclusivamente sociales lo fue Gabriel y Galán, pero esto nada resta para reconocer que es un gran poeta. Es más, nos atrevemos a asegurar que si a los poemas de Chamizo le quitamos la música y la letra castúa, lo que queda en una gran obra que tan sólo la desgraciada y temprana muerte del poeta lo ha limitado a ser un poeta regional. Naturalmente es una valoración personal y así hay que tomarla.

         La guerra civil será el factor más importante y desestabilizador en la vida del poeta. Chamizo, por su formación académica y religiosa era un hombre conservador que participa –junto con los hombres más interesantes del panorama cultural de la zona– en distintos medios escritos de clara tendencia contraria a la República. Casado con una mujer de Guadalcanal, Virtudes Cordo Nogales, se presentará en las votaciones municipales en tiempos de Primo de Rivera, consiguiendo ser proclamado provisionalmente alcalde de dicho pueblo, en abril de 1924 y un mes después será designado como académico de la Real Academia de las Buenas Letras de Sevilla. Los fusilamientos de sus amigos literatos Francisco Valdés, en Don Benito y de Ángel Braulio-Ducasse en Guareña, le marcarán definitivamente. Él era ya en aquellos años un poeta referencial en el cerrado mundo literario de su tierra extremeña, un poeta que había conseguido la fama con su primer poemario, El miajón de los Castúos, Editorial Pueyo 1921, que se convirtió en un verdadero fenómeno literario en toda España. En 1932, siguiendo los pasos de su primera obra, publicará la obra de teatro, Las Brujas, también en castúo, que será puesta en escena con gran éxito en muchas ciudades españolas.

         Luis Chamizo, sobrecogido por los terribles acontecimientos de la guerra tiene miedo y se refugia en su pueblo de Guareña, donde cuenta la leyenda que sus propios obreros le salvaron la vida ocultándolo en uno de los cono del almacén. Cuando termina las hostilidades bélicas, el panorama extremeño ha cambiado de tal manera, que el poeta no lo reconoce y determina marchar a Madrid buscando una seguridad para su esposa y sus cinco hijas de la que carece en su tierra.

         La última obra publicada por Chamizo se titula Extremadura, esta vez en castellano, en 1942, que es parte de un amplio proyecto que tenía en mente el autor y que ya no llevaría a cabo nunca. Alejado de su tierra, de sus raíces, de su inspiración, en una ciudad completamente ajena a sus sueños, Madrid, donde se dedica a dar clases de declamación (Chamizo tenía fama de ser un rapsoda), muere el poeta un 24 de Diciembre de 1945, sin, que nosotros sepamos, vuelva a escribir un sólo poema. Sí sabemos que a su muerte dejó inéditas dos pequeñas obras de teatro, así como un libro de juventud del que no sabemos que ha sido de él.

         Después de muchos años de total olvido de su tumba en el cementerio de La Almudena, por voluntad de sus paisanos y con el correspondiente permiso de sus hijas, el 7 de noviembre de 1994, sus restos mortales fueron trasladados al cementerio de su pueblo natal, en donde reposan en un bello panteón de granito pagado por suscripción popular, del que participó muy gustosamente quien estos apuntes escribe.

         El último acto de desagravio –o de homenaje–al poeta extremeño lo ha realizado el pintor que hoy nos deleita con su trabajo, Damián Retamar, quien hace poco más de un mes regaló a la Casa de Cultura de Guareña, el hermoso cuadro que después ha litografiado para placer de los amantes de la obra del poeta y que nosotros ya hemos colgado en las paredes de nuestra casa. Esperemos que el cuadro complete el ambicioso proyecto del Excmo. Ayuntamiento  de Guareña de traer desde Guadalcanal la biblioteca del poeta para que quede ya definitivamente en la Casa de la Cultura. Gracias Damián por permitirnos hacer estos apuntes biográficos sobre el poeta y gracias por tu magnífica obra pictórica.

                                               Ricardo Hernández Megías
                                 


UN SOLDADO EXTREMEÑO EN LA GUERRA DE FILIPINAS

(EL SITIO DE BALER)

 

  
       Que España fue durante los siglos XVI al XVIII el mayor imperio del mundo es algo que está fuera de toda duda, tal y como podemos ver con tan solo marcar los territorios conquistados o heredados por la corona española, que alcanzaban a los cinco continentes.

       Para mantener el dominio de tan inmensos como alejados territorios que durante muchos años contribuyeron a engrandecer su Historia así como de manera harto abundante a enriquecer las arcas de la metrópolis, los gobiernos de la nación necesitaron de un numeroso y bien pertrechado ejército para defender las tierras conquistadas, mucho más importantes y necesarios cuanto más crecían los movimientos reivindicativos y los deseos y lucha de los pueblos subyugados por alcanzar su libertad, tanto política como económica. España, que a diferencia de otras naciones conquistadoras supo desde un primer momento encauzar las conquistas  de tierras y hombres y darle una significación más humana y religiosa, con el paso de los años y debido a los malos gobiernos de la nación, cada vez más empobrecidos y faltos de recursos económicos, fue echando a perder un legado político y sobre todo comercial que otras naciones, como Inglaterra en las mismas circunstancias históricas, ha sabido mantener hasta nuestros días con sus antiguas colonias, formando una Comunidad de naciones ligadas todas ellas por la misma lengua y por el desarrollo económico dirigido desde la antigua metrópolis londinense en la que la figura de la corona es respetada por todos sus miembros asociados.

       Estos apuntes pretenden ser, en estos momentos de relajación y discusión de los símbolos sagrados de un país, un humilde homenaje a tantos soldados hoy olvidados que lucharon, sufrieron o murieron en la defensa de los valores de su patria, sin más recompensa, si es que la tuvieron, que unos sueldos de miseria, unas condiciones de vida miserables y el olvido del pueblo por el que se sacrificaban. Mientras unos daban su sangre y hasta sus vidas, otros se llevaban los honores, la fama y los sueldos que a éstos se les negaba.

       Aunque durante el desarrollo de estos apuntes saldrán infinidad de datos históricos sobre la contienda en Filipinas hasta su emancipación como nueva nación, nuestro más firme propósito, como lo fue en el caso de los apuntes anteriores que titulamos: Un soldado extremeño en la guerra de Cuba (Don Francisco Neila y Ciria), es el de rescatar la memoria de aquellos valientes soldados extremeños que dieron su sangre y su vida en la defensa de su patria y que el tiempo y el olvido de las autoridades nacionales y provinciales ha borrando de nuestra historia con el paso de los años. Gestas tan encomiables y donde tanto valor se derrochó como lo fueron la guerra de Cuba o la defensa de Filipinas, hoy no son más que aburridas batallitas de abuelos que a nadie interesan, ni mucho menos son estudiadas en las escuelas nacionales como ejemplo de lo que debe ser la memoria común de una nación como la española que, con sus luces y sus sobras ha, sido el país que ha derramado por todo el mundo su cultura y su fe católica.

       Saturnino Martín Cerezo, ése es el nombre de nuestro personaje de hoy, nació un 11 de febrero de 1866 en la calle Reina número 23 de la localidad cacereña de Miajadas. Como tantos niños de aquella época tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar en el campo para añadir unas pesetas al corto sueldo del padre. Miajadas, hoy uno de los pueblos con mayor desarrollo agrario de la comarca (No hace mucho me señalaban que era el pueblo de España donde hay más tractores) debido al cultivo del arroz, tomate, maíz, frutas de temporada y todos aquellos productos que tengan la ayuda del regadío del cercano río Guadiana, era por aquello años un pueblo dedicado al monocultivo del trigo, cebada o centeno, más algunos humildes viñedos para la producción del vino de pitarra que hacían algunos ricos labradores de la zona.

       No había muchas salidas para los hombres –jornaleros temporales al mejor postor–  ni mucho menos para muchachos con inquietudes que quisieran librarse de la esclavitud del campo, con sus jornadas embrutecedoras y cortos jornales, siempre a la espera del favor del capataz que contrataba en la plaza del pueblo en tiempos de labores o de recogidas del fruto. Sin embargo, Saturnino debía de ser muchacho listo y estudioso, como demostraría a lo largo de toda su vida, y prefirió presentarse como voluntario en el ejército, a la edad de 17 años. A su agudeza de ingenio y ganas de triunfo añadía el ansia de aventura de todo hombre joven, por lo que en 1897 fue ascendido a teniente por ofrecerse como voluntario para marchar a Filipinas, tierras por aquellos años de dominio español y en las que se habían levantado los indígenas tagalos contra las fuerzas del ejército español en su lógico deseo de independencia.

       El  2º Teniente Martín Cerezo partió hacia Manila en compañía de un destacado número de voluntarios donde se encontraba el Capitán Enrique de las Morenas y Fossi, natural de Chiclana de la Frontera, Cadiz, quien sería el Comandante político-militar de la ciudad de El Príncipe y muerto de enfermedad en 1898; Santos González Roncal, de Mallén, Zaragoza, así como de otros hombres nacidos en diferentes rincones de España que se presentaron voluntarios para la aventura de Filipina, a la que llegaron enrolados en el Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2 y desde donde pasaron al puesto de Baler a principios de 1898, después de la paz de Biak-na-Bato a finales de 1897, para sustituir a los 400 hombres que en esos momentos formaban la guarnición de ese puesto al mando del mayor Génova.

Unas notas de Historia.- Aunque las islas Filipinas fueron descubiertas durante la expedición de Magallanes y Elcano en el año 1521que significaría la primera vuelta al mundo y en la que el primero resultaría muerto en un enfrentamiento con los naturales del país, no fue hasta el año 1565 cuando realmente se conquistaron para la corona española por una expedición comisionada por el rey Felipe II y comandada por Andrés de Urdaneta y Miguel López de Legazpi, quienes conquistaron Cebú y tomaron posesión del archipiélago en nombre de España, aunque realmente nunca fue conquistada en tu totalidad ya que la nueva población –siempre muy reducida– se circunscribía principalmente en las zonas costeras (se calcula que a mediados del siglo XIX la población española era de entre tres mil a cuatro mil personas; a finales de siglo había entre doce mil a catorce mil peninsulares, principalmente funcionarios), siendo el resto de la población de origen malayo, entre los que figuran como mayoría la población tagala.
      
       España, como cualquier otra nación dominadora por aquellas fechas, quiso desde un principio explotar a su favor las riquezas del archipiélago, para lo que fue transformando poco a poco la sociedad filipina, ligándola a la agricultura de exportación y al comercio de sus enormes y ricos recursos naturales, dando comienzo a una incipiente burguesía autóctona que a la postre sería quien comenzara los movimientos revolucionarios de emancipación. Las disposiciones y leyes impuestas desde Madrid no ayudaban mucho al buen entendimiento con los naturales de las islas que se sentían explotados y desprotegidos. La abolición del estanco del tabaco con la creación de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, en 1881, o la instauración de un arancel proteccionista, en 1891, o la misma negación a la solicitud de que los filipinos gozasen de los mismos escasos derechos de los españoles, hizo que se enconaran los ánimos de la población, revelándose contra dichas medidas, emprendiendo acciones violentas que fueron reprimidas al momento, como lo fue el caso del motín de Cavite, en 1872, o ejecutando al líder nacionalista filipino, con sangre española en sus venas, José Rizal.

       Una vez más, como en tantas otras ocasiones sucedería durante todo el siglo XVIII a lo largo y a lo ancho del mundo hispano, las autoridades españolas, atrincheradas en posiciones centralistas, no supieron ver las soluciones reformistas o autonomistas que pedían desde sus colonias, abriendo la puerta a la independencia revolucionaria que tanta sangre y tanto dinero iban a costar a España.

Comienzos de la revolución Filipina.- La transformación que hemos señalado de la sociedad filipina y la reivindicación  de reformas nunca escuchadas y sí reprimidas por las fuerza por las autoridades españolas dio comienzo a numerosas revueltas contra el dominio colonial español. Si bien en un principio fueron sofocadas sin muchos problemas por las fuerzas militares, la entrada en escena del ejército estadounidense precipitó los acontecimientos que terminaron con la expulsión de los españoles de la isla. Las primeras revueltas comenzaron el 26 de agosto de 1896 con lo que se conoce como el Grito de Balintawak, en la que un grupo de katipuneros (revolucionarios tagalos) dirigidos por Andrés Bonifacio se alzó contra las autoridades españolas en los arrabales de Manila. Si bien ésta y las siguientes escaramuzas de días posteriores fueron sofocadas con contundencia por una guarnición de más de trece mil soldados del Ejército español de los que más de nueve mil eran filipinos, la sublevación sí se consolidó en la provincia de Cavite, comandada y dirigida por el dirigente Emiliano Aguinaldo, quien después sería el primer presidente efímero de la Filipinas independiente, antes de su aplastamiento por los estadounidenses, quienes desde hacía tiempo venían deseando apropiarse del archipiélago, para lo que sin ningún tipo de reparo apoyaron con dinero y armas a los independentistas tagalos contra España. La sublevación en Cavite puso en guardia a las autoridades españolas que enviaron a las islas un refuerzo de más de veinticinco mil nuevos soldados al mando del general Camilo García de Polavieja, quien fue nombrado Gobernador General de Filipinas a su llegada el día 3 de diciembre de 1896.

       Para marzo de 1897 estaban controlados todos los movimientos revolucionarios de la isla y Aguinaldo cercado en su cuartel general de Tasilay, aunque logró evadir el cerco y penetrar en Sierra Madre, una zona más abrupta y de difícil control militar.

       Cumplida su misión, Polavieja fue sustituido por el general Fernando Primo de Rivera quien entró en contacto y negociaciones con el líder filipino dada la preocupación de ambos por la actitud desafiante de los Estados Unidos, que esperaba una ocasión favorable para intervenir en los conflictos de los territorios de dominio español y que mediante un golpe de efecto con el hundimiento del acorazo Maine en aguas cubanas el 15 de febrero de 1898, declaró la guerra a España, quien no pudo hacer frente a la poderosa flota americana y claudicó perdiendo el dominio de las islas de Cuba y Filipinas, previo pago al gobierno español de una cantidad de veinte millones de dólares, cantidad importante en aquellas fechas y que tan mal fue administrado.

       Pero nosotros vamos a centrarnos en los acontecimientos que ocasionaron la defensa del sitio de Baler en la que participó de manera muy activa y como máximo jefe militar nuestro paisano Saturnino Martín Cerezo, a la muerte de los demás oficiales que le acompañaban.

Baler, como Cascorro en Cuba, será el lugar dende se produzcan los acontecimientos bélicos que justifican estas líneas y en donde el coraje y la astucia de hombres como el extremeño Martín Cerezo engrandezcan las páginas del valor, la inteligencia y la entrega de los soldados españoles allá donde se encuentren defendiendo suelo nacional.

       En 1896 un grupo de insurrectos atacó al gobierno colonial español y aunque fueron vencidos en poco tiempo y fueron pacificados por el pacto de Biak-na-Bató, fue el comienzo de nuevos enfrentamientos que llevarían la independencia de Filipinas. En los primeros meses del año 1898, creyendo las autoridades coloniales que dicha paz era definitiva, la guarnición de Baler compuesta por 400 hombres, fue relevada por 50 soldados venidos desde Manila, la capital. Con la derrota de la flota española por la estadounidense después del montaje y hundimiento del acorazado Maine, los revolucionarios filipinos que se habían exiliado en Hong Kong volvieron a la isla y reanudaron el hostigamiento a las tropas españolas acantonadas en Baler, cuyos hombres, desconocedores del inicio de la guerra con los Estados Unidos y la proclamada independencia de Filipinas no tuvieron más remedio que defenderse de los ataques nativos y refugiarse en la iglesia del pueblo, iniciándose una defensa numantina que duraría más de trescientos días.

       La fuerte defensa del lugar y la actual situación de independencia nacional Filipinas hicieron que las fuerzas sitiadoras intentaran la rendición de la guarnición, sin que los defensores creyeran en ningún momento las informaciones que les hacían llegar, tanto las autoridades filipinas como españolas. Tan obcecada resistencia por parte de tan escasos soldados llegó a su máximo punto cuando las autoridades mandaron a dos frailes franciscanos para conseguir su rendición, quienes no sólo no consiguieron doblegar el firme propósito de los atrincherados sino que se quedaron con ellos a compartir su destino.

       La paz entre las dos naciones contendientes firmada en París en diciembre de 1898 –aunque no entrara en vigor hasta un año después–, entre las condiciones impuestas por el vencedor figuraba la cesión por parte de España de su soberanía sobre Filipinas. En febrero de 1899 los filipinos, engañados y atacados por los nuevos dueños de sus destinos, a los que creían sus aliados, decidieron resistir por las armas, comenzando un nuevo episodio del conflicto: la guerra Filipino-Estadounidense, en la que los españoles ya sólo eran espectadores, al mismo tiempo que las tropas eran repatriadas a España.

       Pero el sitio de Baler siguió como si estos acontecimientos no hubieran sucedidos. Su aislamiento, el desconocimiento de los acuerdos y el valor de sus hombres les llevaron a seguir defendiendo desde la iglesia del pueblo lo que ellos consideraban su sagrado deber de defensa del territorio español. En abril, a petición de las autoridades militares españolas, los americanos enviaron una cañonera para conseguir la liberación del destacamento de Baler, pero las tropas cayeron en manos de los filipinos. A finales de mayo fue enviado al lugar el teniente coronel Aguilar, obedeciendo las órdenes del gobernador general español, con la orden de que los sitiados depusieran su resistencia y le acompañaran a Manila, pero no le creyeron y tuvo que marcharse dolorido y sin conseguir su objetivo. La verdad la encontraron al ojear uno periódicos dejados por el mismo Aguilar en la iglesia del pueblo y comprobar que España ya no ostentaba la soberanía de Filipinas, no teniendo sentido seguir resistiendo en la iglesia del pueblo. El día 2 de junio de 1899 el destacamento español se rindió dando fin a 337 días de asedio.

       Cuenta la historia –y así ha sido recogida en numerosos estudios– que las autoridades filipinas aceptaron las condiciones honrosas de la capitulación y permitieron el paso de los hombres del destacamento hasta llegar a Manilas y que hasta el mismo presidente filipino Aguinaldo emitió un decreto en el que exaltaba su valor. Poco más tarde, los pocos supervivientes que quedaban, enfermos y desnutridos pero orgullosos de su defensa, fueron repatriados a España, entrando por el puerto de Barcelona en donde fueron acogidos por las autoridades militares, civiles y por el mismo pueblo como verdaderos héroes. Fueron los últimos de Filipinas –así serán recordados para siempre y así los recordamos hoy nosotros–, los últimos soldados de una España Imperial que había dominado al mundo durante cuatrocientos años, dejando en cada sitio muestras de su valor frente al enemigo, su entereza para superar las adversidades y el generoso desprendimiento de sus propias vidas. 



El sitio de Baler.- Baler era una pequeña población de unos mil setecientos habitantes en los momentos del enfrentamiento militar, capital de una de las provincias en que había sido dividida en 1818 la isla de Manila. Había sido fundada por los misioneros franciscanos en el año 1609, 37 años después de que el explorador Juan de Salcedo la explorase por vez primera. Al frente del distrito se encontraba un comandante político-militar, con residencia en el mismo Baler, puesto desempeñado por un capitán del ejército, como lo fuera el caso del capitán Enrique de las Morenas y Fossi. En el año de 1897 el pueblo se componía de una iglesia con residencia para el párroco, la casa del comandante y barracones para la tropa, además de las habituales viviendas de los habitantes del poblado. El destacamento permanente lo formaban una guarnición al mando de un cabo de la Guardia Civil y cinco números, normalmente filipinos.

       La actual población había sido reconstruida  en 1735 unos cientos de metros más alejados de la primera población, con el objetivo de defenderla de los fenómenos atmosféricos que en más de una ocasión había puesto en apuros a sus habitantes. El edificio principal, la iglesia, era una construcción de sólidos muros de piedra y argamasa, capaz de enfrentarse a las inclemencias del tiempo, aparte de ser el centro religioso y social de la vida diaria.

Los hechos tal y como se desarrollaron.- Para poder explicar y justificar el asedio sufrido por las tropas españolas en Baler tenemos que regresar a finales de agosto de 1897, cuando el capitán Antonio López Irisarri comandante político-militar de El Príncipe, preocupado por las noticias de contrabando de armas para los insurgentes solicitó ayuda para reforzar la seguridad de la zona, recibiendo un número de 50 soldados del Batallón Expedicionario de Cazadores número 2, soldados bregados en las luchas de Cavite quienes venían, al mando del teniente Mota, de ocupar la localidad de Aliaga, cercano a Baler, a la que llegaron después de atravesar Sierra Madre.

       Cuando la noticia llegó a oídos del dirigente Aguinaldo en Biak-na-Bató, ordenó a sus hombres atacar al destacamento, aprovechando para ello los numerosos apoyos que tenía desde dentro de la población. La noche del día 3 al 4 de septiembre comenzó el ataque aprovechándose de la oscuridad y del relajamiento de la cansada tropa que había sido dividida y distribuida en los pocos alojamientos decentes con que disponía la ciudad, causando numerosas muerte entre los soldados y robando armas y munición de los acuartelamientos. Entre las numerosas muertes se encontró la del Teniente Mota, debido según se comenta al dispararse su propia arma creyendo que todo estaba perdido y en manos de los revoltosos, no deseando una rendición que les deshonraba. El resultado verdadero de la fatídica noche: la muerte del teniente y de seis soldados del destacamento español a los que hay que añadir nueve soldados más heridos de diferente consideración, nueve soldados desaparecidos (posteriormente fueron capturados y fusilados), un sargento y el cabo de la Guardia Civil, así como el párroco del pueblo.

Cuando la noticia de los graves acontecimientos llegaron a Manila, el mando militar dispuso el envío de un destacamento de cien hombres del Batallón de Cazadores n.º 2 al mando del capitán Jesús Roldán Maizonada que llegaron a Baler a bordo del transporte Cebú el 16 de octubre, comenzando desde el primer momento de su llegada los enfrentamientos con los rebeldes que les esperaban y que les disparaban con el armamento robado la noche del pasado día 3.

Ya hemos señalado anteriormente que una vez apaciguadas las revueltas de los revolucionarios tagalos con la firma del Pacto de Biak-na-Bató, los días 14 y 15 de diciembre, promovida por el mismo capitán general Primo de Rivera que había negociado con el líder Aguinaldo,  las autoridades españolas consideraron necesario reemplazar a los cuatrocientos soldados del destacamento, enviando un retén de cincuenta soldados voluntarios venidos desde Manila, entre los que se encontraba el 2º Teniente don Saturnino Martín Cerezo, el 2º Teniente Juan Antonio Zayas, un oficial médico, tres sanitarios, el párroco de Baler a quien se les unió posteriormente dos religiosos franciscanos venidos del pueblo cercano de Casigurán, y todos ellos bajo el mando del capitán comandante Enrique de las Morenas y Fossi. En total, cincuenta y siete militares y tres religiosos, de los que desertaron en las primeras escaramuzas seis miembros y murieron otros dieciseis, entre los que se encuentra el propio párroco del lugar y el capitán-comandante que murió en el sitio de Baler por una enfermedad desconocida que arrastraba desde tiempos anteriores a su venida y agravada por el beriberi. Es decir: que después de los enfrentamientos durante el terrible asedio de 337 días solamente sobrevivieron 38 personas.

       Tampoco tuvo suerte el 2ª Teniente Juan Alonso Zayas quien fue destinado a Baler en 1898 al mando del destacamento de los cincuenta soldados y en donde perecería víctima de la misma enfermedad tropical al poco tiempo del asedio de su tropa.

       El 2º Teniente Saturnino Martín Cerezo era el segundo al mando del destacamento de Cazadores destacado el Baler y el verdadero protagonista de los acontecimientos que a continuación se describen y que llenarían infinidad de páginas en los periódicos nacionales, así como la admiración y el respecto de sus superiores militares.

       Habían llegado a Baler el día 12 de febrero de 1898 en el vapor Compañía de Filipinas, con provisiones para cuatro meses, junto con el supervisor provisional del Cuerpo Médico (con grado de teniente) Rogelio Vigil de Quiñones y el padre franciscano Gómez Carreño, párroco de Baler que había sido hecho prisionero en el ataque en el que murió el teniente Mota y liberado por el acuerdo de Biak-na-Bató, recuperando su parroquia, a las órdenes del capitán Las Morenas quien llegó en unas condiciones físicas lamentables al destacamento, al punto de que tuvo que ser llevado en parihuelas desde el barco; tan lamentables que poco tiempo después fallecería de la enfermedad tropical llamada beriberi, como antes lo había hecho el teniente Juan Alonzo Zayas, dejando la guarnición a las órdenes del único oficial que quedaba, el teniente extremeño Martín Cerezo, quien desde el primer momento y dándose cuenta del peligro que suponía el encontrarse aislado de toda ayuda y suministro, tanto de comida como de municiones, mandó cercar con trincheras el acuartelamiento y la iglesia, como también proteger el único punto de suministro de agua que era el río que circundaba la población.

Era el momento en que en aguas cubanas un accidente provocado por las mismas fuerzas americanas en el acorazado Maine el 15 de febrero, iniciara la guerra entre España y Estados Unidos el 25 de abril, con la pérdida de la colonia española siempre apetecida por los americanos, quienes comenzaban a ser una gran potencia militar.

La frágil paz conseguida unos mese antes con los nativos del lugar que había hecho que el dirigente Aguinaldo tuviera que marcharse de la isla, se rompió cuando los grupos revolucionarios, ajenos también a los acontecimientos políticos y militares que se estaban desarrollando en otros lugares del mundo de los que ellos mismos eran protagonistas segundarios, se enteraron de la fragilidad del destacamento de Baler, muy alejado de Manila por la orografía de la isla y sin posibilidades de ayuda inmediata en caso de ataque.

El 27 de abril de 1898, la flota estadounidense de la Zona Asiática abandonó su guarida de Hong Kong hacia Filipinas para llegar a la bahía de Manila el 1 de mayo derrotando a la débil flota española al mando del almirante Montojo, destrozándola en su totalidad. Al día siguiente, 2 de mayo, la guarnición y plaza de Cavite se rindieron a las fuerzas americanas significando el fin de la presencia española en Filipinas. El 19 de mayo, el líder Aguinaldo volvió a Filipinas en un barco americano para ponerse al frente de la revolución de las islas, en la que sólo quedaban reducidos destacamentos de tropas españolas, sin conexión unos con otros y sin suficientes suministros necesarios para su resistencia. Los pocos destacamentos que no fueron superados o invitados a rendirse se replegaron hacia Manila que quedó definitivamente aislada por tierra y por mar el día 1 de junio, a la espera del ataque final de los americanos –por una parte– y de los revolucionarios de Aguinaldo, quien previamente había declarado la independencia filipina el 12 de junio, sin saber que los destinos del archipiélago ya estaba decidido por el general Merritt, jefe del VIII cuerpo americano encargado de la conquista de Manila.

       A Baler llegaron las noticias del inicio de la guerra contra los Estados Unidos y de la derrota de la flota española en Cavite a finales de mayo, pero desde ese momento quedó completamente aislado, ya que las traiciones de los lugareños que se habían declarado amigos de los soldados hicieron que los distintos correos enviados fueran interceptados por los hombres de Aguinaldo.

       El 26 de junio, ante la sorpresa de los militares españoles, la población comenzó a abandonar la población, poniendo en guardia a los soldados ante un próximo ataque, a lo que se unión la deserción de tres soldados seguramente comprados por los insurgentes. Martín Cerezo, ante la presente situación, decidió atrincherarse en la iglesia del lugar, único edificio que podía soportar los rigores de un asedio y en donde las provisiones tenían garantizada su conservación. El día 28 Martín Cerezo salió de patrulla con 14 hombres, mientras que los soldados que no estaban de guardia recorrían las casas del pueblo y se llevaron las tinajas con agua que en ellas quedaban. Al día siguiente, una nueva patrulla salió de observación produciéndose la deserción de otro soldado.

       Saturnino Martín Cerezo, viendo lo que se le venía encima, aislado y sin posible ayuda del exterior, mandó tirar parte del convento y encerrar en el corral cuantos animales domésticos se consiguieran, entre ellos los caballos de la guarnición, para poder tener carne en caso de necesidad. El día 30 la patrulla mandada por el mismo Martín Cerezo fue emboscada y la ribera del río y tuvieron que regresar a la iglesia con el cabo García Quijano herido en un pie. Fue el inicio del asedio a la iglesia.

El asedio (1 de julio de 1898, 2 de julio de 1899).- Sería prolijo enumerar tantos y tantos acontecimientos, sufrimientos, hechos valerosos, heridos y muertos como sucedieron en los días que las tropas españolas fueron cercadas por las fuerzas revolucionarias y que mejor que en estas cortas notas están muy bien detalladas en las memorias del mismo Martín Cerezo, tituladas El cerco de Baler, pero vamos a resumir todo cuanto podamos algunos momentos heroicos que entre los muros de la iglesia se dieron y que nosotros no queremos queden en el olvido.

       El primer día de asedio, con la tropa ya acantonada en la iglesia, los españoles encontraron una nota de los rebeldes en la que le conminaban a rendirse y les advertían de que contaban con tres compañías para el asalto final: Estais rodeados, los españoles han capitulado, evitad el derramamiento de sangre… Si bien a lo primero no estaban dispuestos, sí creyeron lo del número de efectivos que les acosaban, por lo que Martín Cerezo, en previsión de un largo asedio decidió construir dentro del convento un pozo para el suministro de agua, como así sucedió y en abundancia suficiente como para no temer en el tiempo.

       En los días que siguieron a este primer momento son de una comicidad que demuestran cómo en la misma guerra y con enemigos duros, toscos y dispuestos a matarse entre sí, hay sitio y tiempo para la caballerosidad de los soldados de una época hoy impensable. A parte de las numerosas notas pidiendo la rendición de los soldados españoles, el jefe guerrillero, como muestra de buena voluntad les mandó una cajetilla de tabaco y la suspensión de hostilidades durante un tiempo para que pensaran despacio lo que se les ofrecía, que no era otra cosa que el respeto a la vida de todos los acuartelados y su consideración como soldados. A esta propuesta se les contestó con otro detalle que desde la distancia del tiempo causa admiración: la nota decía que tenían suficiente provisiones para resistir, mandándoles a la vez una botella de vino de jerez. A partir de ese momento los combates se reanudaron con el mismo encono que días antes.

       El hostigamiento al que fueron sometidos días y noches fue muy intenso aunque inefectivo. El 18 de julio resultó herido de bala el cabo Julián Galvete, muriendo días más tarde, convirtiéndose en la primera baja por fuego enemigo de la guarnición, al mismo tiempo que seguían llegándoles peticiones de que se entregaran a los insurrectos y poder así salvar sus vidas. Como no contestaban a las misivas, días más tarde recibieron al última del capitán Calixto Villacorta, jefe de los revolucionarios, en la que de manera poco cortés les comunicaba: No tendré ninguna compasión de nadie y haré responsable a los oficiales de cualquier fatalidad que pueda ocurrir, a la que se le contestó en estos términos: Nos une la determinación de cumplir con nuestro deber, y deberás comprender que si tomas posesión de la iglesia, será solamente cuando no haya nada en ella más que los cuerpos muertos. La muerte es preferible a la deshonra. Enfadados por la respuesta, estuvieron todo el día y la noche disparando contra los atrincherados, que no respondían al fuego par así economizar municiones en la espera de un asalto general, hasta que los asaltantes comprobaron que era inútil seguir disparando y prefirieron continuar con el asedio.

       A finales de julio llegó a la isla de Luzón el general americano Merritt junto con las fuerzas del VIII Cuerpo del Ejército con el fin de conquistar la posición. El día 31 del citado mes, fecha oficial del primer ataque estadounidense a Manila, los rebeldes que cercaban Baler y que habían recibido ayuda militar de los estadounidenses comenzaron a bombardear la posición causando daños al edificio, pero sin causar bajas entre los soldados españoles. Para más preocupación entre la tropa, el día 3 de agosto desertó el ayudante de Martín Cerezo quien dio amplia información a los rebeldes de las condiciones en las que se encontraban los hombres del interior y de sus pertenencias, intensificándose los ataque en aquellos puntos que consideraron más débiles y faltos de hombres en su defensa. Curiosamente, Caldentey, que así se llamaba el ayudante desertor que había intentado con este desdichado gesto salvar su vida, moriría en el primer ataque a la iglesia defendida por sus antiguos compañeros.

       El día 7 de agosto, 20.000 soldados americanos cercaban la ciudad de Manila y el general Merritt enviaba un ultimátum al gobernador general de Filipinas, Fermín Jaúdenes, dándole un plazo para su rendición, que si bien en un principio éste se negó a aceptar, sabiendo de la cercanía de la flota americana y de la imposibilidad de hacerle frente, decidió rendirse a los norteamericanos el día 13, pero no a los filipinos. Ni vencedores ni vencidos supieron en esos momentos que el día anterior se había firmado un protocolo en Washington por el que se establecía el alto el fuego entre España y Estados Unidos, disponiendo que Manila debiera quedar en manos estadounidenses  hasta que en dicho tratado se estableciese el destino de las Filipinas.

       Mientras tanto, ajenos a lo que a su alrededor se cocía y en que estaba el destino de los territorios por lo que ellos luchaban, en Baler seguían las escaramuzas diarias con el fin de doblegar la firme resistencia de los soldados españoles.

       El día 15 de agosto los soldados filipinos hirieron a otro soldado español, Pedro Planas, pero los ánimos de los atrincherados seguían siendo muy altos. Pocos días después fueron enviado a parlamentar los párrocos de dos localidades cercanas que habían sido arrestados por los insurgentes, llevando la siguiente nota: Emilio Aguinaldo está al frente de la revolución. Bajo sus acertadas órdenes opera un numeroso ejército, bien armado y mejor municionado. Al empuje de los soldados filipinos no saben resistir los españoles, más soberbios y arrogantes que valientes. Casi todos los destacamentos están ya en nuestro poder y sus hermosos fusiles en nuestras manos. Manila no ofrece ya más resistencia que la de un palomar a los ataques de los animales carnívoros. Los americanos nos han dado algunos cañones y si fuese necesario vendrán aquí los vapores que les pidamos para bombardear ese fuerte que los españoles creen inexpugnable. Y entonces ¡ah!, entonces morirán todos entre las reinas. Si alguno consigue escapar de la catástrofe, será pasado a cuchillo. No será ya tiempo de perdón; pero ahora aún es tiempo. Si se entregan serán tratados como caballeros. La respuesta se la dieron los dos sacerdotes que prefirieron unir sus destinos a los defensores de la iglesia.

       Naturalmente que el panorama que se pintaba para Filipinas era muy diferente a lo que los propios rebeldes creían: los americanos no estaban por la labor de acometer una campaña de guerra contra los españoles con el sólo propósito de liberar y darle en propiedad el archipiélago a sus habitantes. Estados Unidos, que ya comenzaba a ser una gran potencia económica y militar necesitaba abrir sus fronteras y añadir nuevas tierras a su recien comenzado imperio comercial, por lo que no pensaba entregársela a sus naturales dueños.

       La situación del sitio de Baler se fue complicando con el paso de los días. A la tensión por el continuo atosigamiento de las fuerza rebeldes que impedía el normal aprovisionamiento de los puestos de guardia hay que sumar las primeras muertes por enfermedad  de los sitiados. El día 25 de agosto muere el padre Gómez Carreño, párroco de la iglesia, como consecuencia de la enfermedad tropical del beriberi, y el día 30 murió otro soldado a causa de disentería, mientras seguían llegando a cuentagotas las noticias de la caída de Manila, así como la rendición de algunas guarniciones cercanas, aunque no las creyeron, porque pensaban que eran estrategias de los filipinos para engañarles y conseguir su rendición.

       El día 9 de octubre se produjeron dos nuevas bajas por la enfermedad del beriberi y el 18 cayó enfermo el doctor Vigil y murió de la misma enfermedad el teniente Alonso Zayas, quedando el teniente Martín Cerezo al mando del destacamento, ordenando desde el primer momento y para no facilitar la propagación de la enfermedad que les estaba diezmando, abrir nuevas vías de respiración en los muros, sin que ello disminuyera su seguridad, medida que no resolvió el problema ya que la mayoría de la tropa estaba enferma y debilitada, teniendo que hacer guardias de pocas horas con el fin de recuperar fuerzas.

       Lo que no conseguían los rebeldes lo conseguía diariamente la enfermedad que a estas alturas segaba diariamente la vida de los valientes soldados quienes improvisaban todo tipo de remedios para eludirla, como el de fabricar calzado con suelas de madera para evitar la humedad que los debilitaba. Tres soldados más murieron en pocos días y otros cuatro en la primera quincena de noviembre, a los que hay que añadir la baja por grave herida de bala de otro soldado más, en un goteo que iba dejando indefenso algunos lugares de la fortificada iglesia. El 22 de este mes muere el capitán Las Morenas, quien enfermo de gravedad desde su llegada a Baler por la misma enfermedad, ha resistido valientemente el asedio y no ha dado crédito a los llamamientos que desde fuera se le hacían. Martín Cerezo queda como máximo responsable con 35 soldados, un corneta y tres cabos, casi todos ellos enfermos. Apenas quedaban víveres pero sí municiones para resistir.

       Cuanto más arreciaban los problemas más importante fueron las soluciones sicológicas tanto para desconcertar a los enemigos como para hacer crecer los ánimos de los sitiados. Buen conocedor de los ánimos sus hombres, Martín Cerezo obligaba a los soldados que estaban libres de servicio a organizar fiestas ruidosas con música y gritos de alegría, con lo que rompía la moral de los sitiadores que no comprendían que hombres al límite del esfuerzo humano pudieran estar festejando la situación. Por otra parte, de nuevo vuelve a repetirse la heroicidad que en el asedio de de Cascorro, en Cuba, protagonizó el cabo Eloy Gonzalo: los insurrectos fueron cercando el sitio y atrincherándose en torno de la ciudad con el fin de poder disparar desde distancias muy cercanas a las posiciones enemigas sin ningún tipo de peligro para ellos. En uno de estos puestos los sitiadores habían colocado pequeños cañones facilitados por los estadounidenses que fácilmente podrían haber destruído parte de la iglesia, por lo que un par de soldados, Juan Chamizo Lucas y José Alcalde Bayona se prestaron para, en el momento en que cesaran los disparos y protegidos por los disparos desde la retaguardia, salir a descubierta e intentar destruir el puesto desde donde se les disparaba, cosa que consiguieron milagrosamente, regresando sanos y salvos al interior de la iglesia.

       Muy lejos del lugar, la República Filipina se iba dotando de los medios necesarios para constituirse en un Estado. El 15 de septiembre se redactó una constitución que fue ratificada el 29 de noviembre, ignorando las autoridades filipinas que un día antes, el 28, los representantes españoles en París habían aceptado el ultimátum estadounidense y acordaban ceder Filipinas a los Estados Unidos.

Pero la muerte no descansaba en su diaria siega de vidas en un puesto tan alejado de estos factos políticos. El día 8 de diciembre moría un nuevo soldado contagiado del beriberi y nuevamente la psicología de su oficial superó la inquietud y el miedo a la contaminación de la tropa. Martín Cerezo ordenó la celebración de una nueva fiesta con un modesto banquete, ya que era el día de la Inmaculada Concepción, festivo en España, en el que se sirvieron buñuelos, una lata de sardinas por individuo y café, que sirvió para levantar el ánimo de los soldados.

El día 10 de diciembre se firmaba en la capital francesa el tratado por el que España renunciaba a la soberanía sobre Cuba y cedía a Estados Unidos sus territorios de Puerto Rico, Guam y Filipinas, dándose por finalizada la guerra entre ambos países, pagándose por esta última la cantidad simbólica de 20 millones de dólares. Uno de los puntos esenciales fue el de encargar a los Estados Unidos el gestionar la libertad de todos los prisioneros españoles en poder de los insurrectos de Cuba y Filipinas.

En Baler todo seguía como siempre si es que nó peor cada día. La necesidad de alimentos obligó a los sitiados a hacer salidas y recoger los frutos que crecían en las cercanías de la iglesia como eran las calabazas y frutas frescas. Solamente contaban con el valor de los hombres y la sorpresa de concentrar el fuego en un solo lugar mientras que otros 14 soldados salían por un hueco en el muro de la iglesia. El éxito fue contundente. Al logro de los alimentos frescos se unió la destrucción por medio del fuego de los pabellones cercanos y de las casas de los lugareños que les cercaban, por lo que libres de agobios pudieron abrir las puertas de la iglesia y liberar el aire contaminado de tantos días de encierro sin tener ninguna baja. La aportación de frutas frescas alivió considerablemente la incidencia del beriberi.

La momentánea buena situación a partir del golpe de efecto permitió a los soldados hacer un pozo negro que mejoró considerablemente las condiciones sanitarias, así como reforzar en lo posible los techos de la iglesia dañados por los disparos de cañón de los rebeldes.

Mientras se producían estos sucesos, a Manila llegó la falsa noticia dada por el sanitario filipino que había desertado, de que el puesto de Baler había claudicado el 23 de octubre, cosa que tuvo que desmentir el capitán Roldán, quien supo hacia el 25 de diciembre que los Cazadores seguían resistiendo.

Otra nota que podríamos llamar graciosa si no fuera porque formaba parte de una estrategia bélica de disuasión fue la colocar a la vista de los soldados mujeres nativas medio desnudas para obligar a los encerrados a salir y cazarlos como conejos. Martín Cerezo, en sus memorias nos dice que: la situación lamentabilísima en la que vivíamos quitábale su poder al “reclamo femenino”, nos guardaba muy bien contra la sensualidad y sus deseos”

El día 21 de diciembre se produce la famosa proclama del presidente de los Estados Unidos anunciando el deseo americano de proclamar la soberanía no sólo con la capital, Manila, sino de todo el archipiélago filipino, anulando los deseos de los políticos locales que ya habían redactado y refrendado una nueva constitución, siendo el inicio de la nueva guerra con las fuerzas norteamericanas.   

El día 23 del mismo mes llegan al sitio de Baler el destacamento encabezado por el coronel filipino Villacorta acompañado por el capitán español Belloto con el fin de parlamentar con los soldados españoles, una vez que la guerra entre Estados Unidos y España ha finalizado, pero de nuevo se encuentran con la resistencia de los atrincherados a creer lo que le cuentan los enviados. En esta situación de peligro y de incertidumbre ante los acontecimientos que se viven en el lugar y las noticias que llegan del exterior llega la Nochebuena, que será celebrada con una improvisada fiesta con algunos instrumentos musicales encontrados en la iglesia que habían pertenecido a la banda municipal, una ración extraordinaria de calabaza, dulce de cáscara de naranja y café.

       Para final del año de 1898 se había agotado el arroz y tuvieron que recurrir al palay (parecido al centeno) comprado por el fallecido párroco García Castaño, que tuvo que ser descascarillado grano a grano, al mismo tiempo que se reducían las raciones, siguiendo con la misma intensidad la presión de los rebeldes filipinos, lo que acarreó el que otro soldado fuera herido de bala.

       El 1 de febrero de 1899, el general De los Ríos, gobernador general de Filipinas, envió al capitán de infantería Miguel Olmedo a Baler con la orden de que se rindiesen, llegando al lugar dos semanas vestido de paisano junto con dos acompañantes, cuando ya había estallado la guerra Filipina-Estadounidense que tuvo su inicio el día 4, y en los días en que los americanos dispararon y mataron a varios soldados filipinos.

       El día 13 de febrero se produjo la última muerte en Baler a causa del beriberi en la persona de un soldado. Un día después, llegó a parlamentar el capitán Olmedo quien traía órdenes expresas para el capitán Las Morenas. Martín Cerezo no quiso comunicarle su muerte ni le permitió pasar al recinto, exigiéndole se le entregara a él la nota firmada por el general De los Ríos, como así se hizo por parte del capitán, en el que se les ordenaba abandonar la plaza, dado que España había cedido la soberanía de las islas a los Estados Unidos. La nota decía: Habiéndose formado el tratado de paz entre España y los Estados Unidos, y habiendo sido cedida la soberanía a la última nación citada, se servirá usted evacuar la plaza, trayéndose el armamento, municiones y las arcas del tesoro, ciñéndose a las instrucciones verbales que de mi orden le dará el Capitán de Infantería don miguel Olmedo y Calvo.- Dios guarde a usted muchos años.- Manila, 1º de Febrero de 1899.- Diego de los Ríos.

       Martín Cerezo no le creyó considerando que el parlamentario no era capitán con las órdenes del general De los Ríos, sino un insurrecto o un desertor con la misión de confundirles. Para evitar nuevos parlamentos los sitiados comenzaron a disparar sobre quienes se acercaban para recabar noticias, regresando el capitán Olmedo a Manila sin haber conseguido ningún avance. Martín Cerezo consideró que, de acuerdo con las ordenanzas militares, en situación de guerra la ejecución de órdenes escritas de rendir una plaza provenientes de un superior no debía hacerse hasta comprobar fehacientemente la autenticidad de dichas órdenes, si era posible, una persona de confianza que las confirmara. La llegada de Olmedo a Manila confirmó la noticia de que habían asesinado a La Morena y temían el juicio militar.

       La situación de encierro y sufrimiento había llegado a extremos preocupantes a finales del mes de febrero. Un soldado fue denunciado por otro compañero de querer desertar, descubriendo que ésta que no era una situación personal sino que varios hombres más estaban dispuestos a unirse a los insurrectos filipinos con el fin de salvar la vida. Ante la gravedad de los hechos Martín Cerezo no ordenó una ejecución sumaria por traición, pero mandó encarcelar y encadenar a los desertores, tomado buena nota de lo que a su alrededor se venía cociendo entre sus hombres.

       La escasez de alimento agudizó de nuevo la inteligencia de los encerrados, cuando en una noche de guardia divisaron un carabao (especie de bisonte que los naturales habían traido para su consumo) y lo cazaron a tiros, teniendo carne fresca para unos días, aunque la falta de sal y el calor estropearan rápidamente la carne. Lo intentaron en días posteriores y repitieron la hazaña, pero los rebeldes alejaron de las posiciones el ganado, evitando nuevas capturas. Aún así la carne y la piel de lo conseguido permitió un respiro utilizando el cuero para hacer nuevos calzados así como las sábanas de la enfermería para confeccionar ropa de vestir, dada la lastimosa situación en que se encontraban los soldados referente a la vestimenta.

       El 19 de marzo la reina María Cristina ratificó el Tratado de París, mientras los soldados de Baler descascarillaban los últimos granos de palay y Martín Cerezo, con el fin de tener a la tropa ocupada, ordenó abrir trincheras cercanas a las casas fortificadas por los rebeldes, sorprendiendo a sus ocupantes y causándoles varios muertos ante la sorpresa de los mismos que no se habían percatado de los trabajos hechos en el más total de los silencios.

El 8 de abril se les acabó el tocino, las alubias y el café, por lo que no le quedaba a los sitiados más remedio que rendirse o morir de inanición. Martín Cerezo pensó que eso significaría un deshonor, además de tener que confiar sus vidas a los furiosos sitiadores y desertores que les odiaban, por lo que optó por seguir resistiendo hasta el final de sus vidas.

       Por esos días las autoridades españolas que seguían en Filipinas y el arzobispo de Manila se dirigieron a las autoridades estadounidenses para pedirles que acudieran a Baler y consiguieran la rendición, pensando que si éstos no lo hacían con los filipinos por cuestiones de honor militar sí lo harían con el ejército norteamericano, para lo que desplazaron la cañonera Yorktown que se movía por aquellas aguas para impedir el contrabando de armas. El día 11 de abril llegaron a las cercanías del lugar y parlamentaron con los rebeldes el poder acercarse a la iglesia cercada, pero no tuvieron seguridades de que se respetaran sus pretensiones por lo que se retiraron sin poder hablar con los sitiados que habían escuchado sus salvas desde el barco y que creían venían a rescatarlos.

       Al día siguiente y como medida persuasoria mandaron una patrulla de reconocimiento con una potente ametralladora para inspeccionar la zona pero fueron atados en una emboscada por los rebeldes resultando muertos dos marineros, otros heridos de gravedad y el resto hecho prisioneros. Por su parte los españoles, que habían escuchado los disparos, creyeron que era el final de su agonía y gritaron de contento pensando en su próxima liberación. Martín Cerezo ordenó a sus hombres que hicieran fuego con sus fusiles para señalar a sus salvadores que seguían vivos y defendiendo la posición y evitar que desistieran en su empeño. Pero a la mañana siguiente comprobaron que el barco había abandonado la zona, aunque el resto de la patrulla atacada por los insurrectos que pudieron llegar y embarcar nuevamente en la cañonera habían oido los disparos de los asediados y comprobar que seguían con vida.

       Aunque los rebeldes utilizaron a los soldados estadounidenses para tenderles una nueva trampa a los españoles, éstos no consintieron aprobar lo que se les proponía, logrando una vez más salvar la situación a la espera de un nuevo acercamiento de fuerzas amigas.

       El día 8 de mayo cayó una bomba en el baptisterio donde se encontraban encarcelados los tres soldados que intentaron desertar, siendo heridos leves y siendo cuidados por los servicios médicos; en un momento de despiste huyó el llamado Alcaide que desde ese momento y movido por el odio a sus antiguos compañeros informó concienzudamente de la situación de los atrincherados, de sus avituallamientos y falta de recursos para pode resistir mucho tiempo, atreviéndose a disparar contra la iglesia uno de los cañones que hizo blanco sobre los muros, haciendo grandes desperfectos. El día 19 murió otro soldado a causa de la disentería, mientras que los insurgentes filipinos alternaban los ataques con los intentos de convencer a los sitiados de que la guerra entre ellos había terminado y que el nuevo enemigo eran los Estados Unidos.

       La situación de peligro llegó a ser tan acusada que en la noche del 28 al 29 los asaltantes lograron abrir una ventana tapiada en el muro dejando al descubierto el pozo de agua del patio. Martín Cerezo se percató del peligro que ello suponía para su subsistencia y con un grupo de soldados, bajo el fuego enemigo, logró momentaneamente volver a tapar el agujero y con ello volver a la seguridad del resguardo de los muros. Como no querían gastar municiones y ante la cercanía del enemigo al otro lado de la pared utilizaron agua caliente para disuadirlos, cosa que lograron con gran enfado de los asaltantes que se consideraron agraviados y burlados cuan gallos en remojo. El ataque se saldó con la considerable cifra de 17 bajas enemigas por ninguna de los defensores.

       Unas horas después del ataque, los sitiadores hicieron sonar una corneta ondeando una bandera española. Martín Cerezo aceptó parlamentar, presentándose en la iglesia un militar español uniformado, resultando ser el teniente coronel de Estado Mayor Aguilar, que había sido comisionado por el general Del Río, gobernador general de filipinas, quien había recibido la misión de convencer al destacamento de Baler para que depusiese su actitud y retornase con él inmediatamente a Manila. Aguilar se identificó como militar español preguntando si alguno de los sitiados había servido en Mindanao, puesto que así le reconocerían y proporcionando sus credenciales. Nadie le conocía, comunicándole a Martín Cerezo las órdenes que traía del general Del Río. Martín Cerezo desconfió de él e incluso pensó que tanto Aguilar como Del Río se habían pasado al campo filipino. Aunque en el interior de la iglesia las opiniones estaban divididas, el teniente consiguió convencerlos, al señalar Aguilar que el barco que les esperaba solamente debía llevar a los hombres y no las armas y demás avituallamientos, por lo que Aguilar se dispuso a marchar no sin antes intentarlo de nuevo y ofreciendo la intervención directa del general Del Río, a lo que aceptó Martín Cerezo, quien había engañado al emisario diciéndole que tenía suministros para tres meses, cuando no quedaban en los depósitos más que una cuantas latas de sardinas, un poco de café en mal estado y muy pocas municiones. En su marcha, Aguilar dejó junto a la puerta de la iglesia un paquete de periódicos que a la postre serían los que pusieron en claro a los sitiados la verdadera situación del problema de la guerra con los Estados Unidos y la cesión de la soberanía de las islas Filipinas.

       Cuando marchó Aguilar puso en conocimiento de su superior lo acontecido en su viaje a Baler y éste lo remitió al general Polavieja, sin encontrar ninguno de ellos una razón para tanta obstinación por parte de unos hombres sin posibilidades de éxito. El rumor que los desertores hicieron correr por Manila fue que tanto Las Moreras como Alonso habían sido asesinados para apoderarse los hombres de Martín Cerezo de los caudales de la comandancia de El Príncipe, aunque esto no fue aceptado por parte de los superiores ni por los soldados estadounidenses que en su periódico y en español terminaban un artículo sobre el asedio con ¡Bravo! ¡Viva España!

       La lectura de los periódicos por parte del teniente Martín Cerezo lo puso ante la realidad lo que de otra manera negaban lo que él pensaba que eran claras evidencia de manipulación. Aún así pensó que había ganado algún tiempo y que la relajación de los sitiadores por motivos de los parlamentos que se venían haciendo le permitiría sacar a sus hombres del encierro y huir al cercano bosque sin que se cercioraran de su escapada hasta la amanecida. Sin pérdida de tiempo, inutilizaron el armamento sobrante y distribuyeron las municiones que es quedaban, no sin antes fusilar a los dos prisioneros desertores, quienes murieron sin confesión al no ser avisados los misioneros del hecho. La salida se fijó para la noche del 1 de junio pero hubo que desistir porque el cielo estaba muy despejado y el peligro de ser vistos era muy grande.

       De la relectura de los periódicos dejados por Aguilar y relegados en un primer momento por considerarlos una falsificación, sacó Martín Cerezo una reseña que le hizo ver que las noticias eran verdaderas, dándose cuenta de que la guerra había terminado y de que no tenía sentido seguir combatiendo. La idea de huir siguió latente en su ánimo aunque consultó con el sacerdote, con el médico Vigil de Quiñones y con el resto de la tropa la conveniencia de rendirse siempre que se respetasen ciertas condiciones. Se aprobó esto último, se escribió el pliego de condiciones de rendición y ordenó izar bandera blanca solicitando la presencia del oficial responsable de las tropas filipinas.

       Se presentó el teniente coronel Simón Tecson y se sentaron en una mesa en la que Martín Cerezo, acompañado del doctor y de los religiosos españoles, expuso que estaba dispuesto a rendir la plaza siempre y cuando se hiciera honrosamente y se aceptaran una serie de condiciones, a lo que el oficial filipino le pidió que lo redactara y que si no había nada degradante, aceptaría la rendición y permitiría a los españoles salir con las armas hasta el borde de la jurisdición, donde deberían entregarlas.

       El escrito de capitulación dice lo siguiente:

       En Baler a los días del mes de junio de mil ochocientos noventa y nueve, el 2.º Teniente Comandante del Destacamento Español, D. Saturnino Martín Cerezo, ordenó al corneta que tocase atención y llamada, izando bandera blanca en señal de Capitulación, siendo contestado acto seguido por el corneta de la columna sitiadora. Y reunidos los Jefes y Oficiales de ambas fuerzas transigieron en las condiciones siguientes:
Primera.- Desde esta fecha quedan suspendidas las hostilidades por ambas partes beligerantes.
Segunda.- Los sitiados deponen las armas, haciendo entrega de ellas al jefe de la columna sitiadora, como también de los equipos de guerra y demás efectos pertenecientes al Gobierno Español.
Tercera.- La fuerza sitiada no queda como prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas a donde se encuentren fuerzas españolas o lugar seguro para poderse incorporar a ellas.
Cuarta.- Respetar los intereses particulares sin causar ofensa a personas.

       337 días después de iniciarse el sitio salieron las fuerzas españolas de su encierro sin menoscabar su honor. 35 personas, incluyendo a los religiosos franciscanos habían sobrevivido al asedio. Murieron por causas varias 19 y 6 más desertaron.

       El día 7 de junio salieron por fin para Manila escoltados por las tropas sitiadoras haciendo el viaje a pie con el apoyo de algunos caballos, teniendo numerosos incidentes que les llevaron a pensar que lo acordado no iba a ser cumplido, y siendo víctimas de numerosos robos sin que los oficiales filipinos que les acompañaban justificaran los mismos. En la ciudad de Tarlac fueron agasajados por el propio Aguinaldo quien en reconocimiento de su valor no los consideró prisioneros y les facilitó los pases necesarios para regresar a su país. El 5 de julio salieron en tren hacia Manila, teniendo que pedir permiso a las autoridades estadounidenses en su traslado por estar la ciudad ocupada por éstos, llegando el mismo día por la noche, ciudad en la que recibieron numerosos homenajes y dinero para poder cobrar una vez en España. La presencia de la proeza de Baler y los fastos promovidos en Manila oscureció la tragedia de los 9.000 soldados que aún seguían presos en manos filipinas.

       Durante un tiempo, las sospechas sobre los sitiados en Baler fueron tomando cuerpo y el ministro de la Guerra solicitó se abriera un expediente judicial que terminó aceptando la verdad de los hechos, una vez que fueron preguntados uno a uno los soldados y del oficial a su mando. El 29 de julio la tropa de Baler embarcó en el vapor Alicante llegando a Barcelona el día 1 de septiembre, para poco después trasladarse a Madrid donde fueron recibidos por un representante de la reina María Cristina, por el ministro de la Guerra y los oficiales de la guarnición madrileña.

       El 9 de diciembre de 1903 el padre López exhumó los cadáveres de los soldados y del párroco muerto siendo trasladados sus restos al mausoleo de los héroes de las guerras de Cuba y Filipinas en el cementerio de La Almudena, de Madrid. En él descansan los restos del capitán De las Morenas, del padre Gómez Carreño, del teniente Alonso Zayas y los de otros 14 soldados (no los fusilados por orden de Martín Cerezo), y a la muerte de éste ya con grado de general, y del médico Vigil de Quiñones, por deseo de las autoridades militares también fueron inhumado en dicho mausoleo.

       El teniente Martín Cerezo y el capitán Las Morenas, éste a título póstumo, recibieron en 1901 la Cruz Laureada de San Fernando, recibiendo la viuda del capitán una pensión de 5.000 pesetas anuales. En 1899 Martín Cerezo fue ascendido al grado de capitán. El doctor Vigil de Quiñones recibió la Cruz de primera clase de María Cristina y en 1980 se inauguró el nuevo hospital militar de Sevilla que recibió el nombre del prestigioso médico de la guarnición de Baler.

       El día 21 de de septiembre de 1899 entra en Miajadas, su pueblo de nacimiento bajo el apoteósico recibimiento de sus paisanos. El ayuntamiento cambió la calle donde nació poniéndole su nombre y abriendo una colecta para regalarle un sable como recuerdo de su pueblo. Fue nombrado hijo adoptivo de Cáceres y Trujillo y se le puso una placa en su casa de nacimiento. Murió en Madrid el día 2 de diciembre de 1945 siendo general del Ejército. Actualmente pocos conocen en su pueblo de nacimiento al valeroso militar héroe de Filipinas.

      


Bibliografía:

El sitio de Baler.- Saturnino Martín Cerezo. Guadalajara, 1904, 1911, 1934 y Biblioteca Nueva, 1946.
La pérdida de Filipinas.- Juan Batista González. 1992.
Héroes de Filipinas. (Los héroes del desastre).- Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. 1963.     



             UNA CALLE DE PRIEGO: LA LOMA

                                    Para mi amigo conquense Arturo Culebras Mayordomo

                                             Ricardo Hernández Megías. 31 diciembre 2011

                                                


       Hoy es fin de año y yo debería estar disfrutando la noche desde ese magnífico lugar que es el pueblo de Priego (Cuenca), donde desde hace 15 años tengo una casita para ahuyentar las soledades y huir del agobio de la gran capital madrileña. El trayecto es corto: unos cientos cincuenta kilómetros que hago con ilusión, siempre nueva y renovada; una vez que alcanzo a salir de Guadalajara, rodeado por polígonos industriales y aglomeración automovilística, me encuentro con el verdadero motivo de mi viaje. Ahora la carretera transita por unos parajes verdaderamente hermosos de la comarca de la Alcarria donde se dan cita las suaves lomas cubiertas de lo que en otros tiempos fueron espesos bosques mediterráneos, a la par que los claros producidos por el hombre han sido aprovechados para la siembra de cereales y de pipa de girasol con destino a producir aceite. Hoy no es tierra de calidad y abundan  las margas, las calizas y los yesos, aunque en tiempos de los romanos la zona fuera muy mimada y cotizada por éstos, como los demuestran las importantes ciudades de Ercávica, construida en lo alto del monte llamado Cañaveruelas, junto al margen del río Guadiela, Segóbriga, que alza su impresionante conjunto monumental en el cerro de Cabeza del Griego, junto al pueblo de Saelices y cercana al río Cigüela, así como innumerables mansiones romanas en el valle que forman los ríos Escabas y Guadiela, que desgraciadamente han sido saqueadas y destruidas a lo largo del tiempo, pero que nos han dejado suficientes huellas como para poder nosotros saber de su importancia en otros tiempos pretéritos.

       Con los años la carretera ha ido modificando su recorrido en consonancia con los nuevos tiempos y las nuevas exigencias de la densidad de tráfico, alejándola de ciudades tan importantes como Tendilla o, incluso más alejada, la bella y monumental ciudad de Pastrana, tan ligada a la figura del rey Felipe II, pero sobre todo a dos figuras de mujer: Santa Teresa y la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza de la Cerda, desterrada y muerta en dicha ciudad.

       Dos ríos importantes atravesamos en nuestra primera parte del camino: el Tajuña, afluente del Jarama y por lo tanto subafluente del Tajo, domesticado por el hombre en el pantano de La Tejera y el “padre” Tajo, por cuya cabecera del pantano de Entrepeñas, junto al pueblo de Sacedón, tenemos que atravesar para seguir nuestra ruta. Este enorme pantano, junto con los de Buendía, Bolarque, Zorita, Almoguera y Estremera forman lo que se ha dado en llamar el Mar de Castilla, y lugar desde donde con una política equivocada se realiza el trasvase Tajo-Segura, que nada resuelven sus aguas en su destino y sí empobrecen a una región como la castellano manchega tan necesitada de una agricultura apoyada en sus grandes recursos acuíferos. Yo soy partidario de la solidaridad entre regiones ¡claro que lo soy! pero de lo que no soy partidario son de las políticas oportunistas que favorecen a unos pueblos en contra de los intereses de otros. Si hay que ayudar, que se haga una ley de aguas donde bajo control estatal y de manera racional, un bien tan escaso y tan necesario llegue a todas partes. Pero claro, la naturaleza ha dado a cada región unas características especiales y no puede ser que el Levante se enriquezca con un tesoro como lo es el agua de las sierras alcarreñas que no les pertenece. Si la quieren, que la paguen, como nosotros pagamos sus tomates, sus pimientos, sus naranjas, etc. Esa es mi opinión y así libremente lo expreso. No es aceptable –ni admisible– que los pueblos de la Alcarria y de la Sierra pierdan población, preferentemente joven, por faltas de expectativas, cuando la región tiene recursos propios para buscar soluciones de futuro.

       Me parece que me he perdido en el camino en mi disgregación reivindicativa. Volvamos a la carretera N-320 que nos lleva camino de Cuenca y, por consiguiente, antes de llegar a ella, a Priego. Decíamos que la carretera atraviesa el imponente “tajo” del río Tajo por encima del pontón de la presa de Entrepeñas. Desde hace unos kilómetros, todo el recorrido es cuesta arriba y cuando bordeamos el pueblo de Auñón, estamos metidos en plena sierra con una arboleda de repoblación de pinos que estalla antes nuestros ojos. La carretera, en muy buenas condiciones desde hace años, serpentea y se estrecha hasta llegar a los túneles que a los dos lados del enorme muro de hormigón armado que forma la presa, dan entrada y salida a la espectacular vista de la garganta, por un lado, y del amplio mar de agua dulce por el otro. Cuando salimos del último túnel nos encontramos con el pueblo de Sacedón, un asentamiento muy antiguo pero que la construcción de la presa ha determinado, hasta hace pocos años, su rico futuro. Las aguas del pantano de Entrepeñas tienen su trasvase o desagüe natural a través de un canal artificial que lo une con el pantano de Buendía, a pocos metros del pueblo. Lo espectacular de las aguas que rozan las primeras casas del pueblo es la cantidad de barcos de recreo que se mecen en sus aguas a la espera de sus dueños madrileños en los fines de semana. Recuerdo que en los primeros años en que la carretera pasaba por el pueblo y era lugar cierto de parada para descansar y reponer fuerzas si íbamos con los niños, todos los locales junto a la carretera eran talleres mecánicos dedicados a la limpieza y conservación de dichos barcos, poniendo un punto pintoresco en una zona tan seca de la Alcarria. El bullicio de los turistas deportivos y de los viajeros en la plaza del pueblo y la dificultad de encontrar mesa para comer en sus restaurantes o numerosos bares, señalaban la importancia de las aguas para dicha ciudad. El trasvase de las aguas fue dejando seco el varadero para los numerosos barcos y el público deportivo dejó de ir los fines de semana. Las numerosas urbanizaciones de preciosas casas unifamiliares se fueron malvendiendo al no tener ya sentido mantenerlas. Se fueron cerrando los talleres y las quillas de los barcos, como si de una playa costera se tratase, fueron enseñando sus podridas maderas interiores. El pueblo volvió de nuevo a sus años de olvido.



       El cielo de la Alcarria es muy alto y azul una vez que hemos dejado atrás la polución de las ciudades y polígonos industriales. Los penachos de humo de las fábricas van dando paso a las tupidas copas de las encinas, charnegas y pinos piñoneros que han introducido las reforestaciones en las suaves serranías, donde destacan los tesos calizos con sus peladas y planas colinas. Unos ojos pueblerinos como los del viajero son capaces de observar, a primeras horas de la mañana, cuando nos acercamos a Priego, las numerosas aves que buscan sus comederos en los ricos prados y arboledas del terreno. Un ir y venir de tractores en la esperada fecha de la siembra ponen un punto de color y rompen la monotonía de los bien arados campos de labor.

       Cuando la cinta de la carretera cambia de color, sabemos que estamos entrando en la provincia de Cuenca sin que por ello hayamos dejado de viajar por la comarca de la Alcarria. Lo primero que nos recibe es el curso del rio Guadiela que llena el pantano de Buendía y ayuda a embalsar las aguas del de Bolarque. Río importante que tiene su origen en las altas sierras conquenses, llega a recibir las aguas del poético río Cuervo y del impetuoso y serrano río truchero, el Escabas, muy cerca de nuestro destino de Priego.

       Estamos llegando al trecho final de nuestro viaje. Nada más pasar el viaducto sobre el río Guadiela, nos encontramos la indicación que nos señala la ciudad romana de Ercávica. Para llegar a Priego, desde esta situación, podemos seguir dos rutas bien diferentes, pero las dos bien asfaltadas y de bellos paisajes. La primera, seguir hasta Cañaveras, coger la nueva carretera hacia Villaconejos del Trabaque, río cangrejero, y desde allí recorrer los ocho kilómetros que lo separan de Priego. El segundo recorrido, que nosotros seguiremos en estra ocasión, está señalada en el kilómetro 189,5 de la carretera: San Pedro Palmiche, y desde allí nueve kilómetros hasta Priego, por una carretera, a mi parecer, muchos más pintoresca y de paisajes diversos.

       Hay un momentos en que a dos kilómetros del pueblo, sobre el puente del río Escabas, las dos carreteras se encuentran y siguen el mismo trayecto, que no es otro que el que lleva al llamado El Campichuelo y a la alta serranía de los montes de Cuenca, que forman parte de los montes Universales, pasando por el turístico lugar llamado Nacimiento del río Cuervo, parajes paradisíacos donde el agua es el principal protagonista.

Siempre que llego a Priego, como si de una obsesión se tratase, aparco mi coche a la altura de la curva de nominada de la Mujer Muerta, en memoria de un accidente donde perdió la vida una mujer joven de la que ya se ha perdido su nombre y lugar en que hasta hace pocos años, antes de ensanchar la carretera, podía verse una cruz de hierro que recordaba el suceso. Frente a  nosotros, y por una bien marcada hoz que en este lugar labra el río Escabas, festoneada de dorados chopos, en lo alto del farallón de una de sus orillas, se descuelgan las casas de Priego, resultando la estampa de un tipismo decadente y de bellísimo impacto para el espectador. Las casonas pretenciosas, las casas corrientes y las cuevas que desde este lugar se divisan, con sus ocres y diluidos colores serranos, junto al esplendor de sus bellos parajes, forman una estampa que siempre trato de inmortalizar con mi cámara fotográfica.


Nada más entrar en Priego la ciudad te devuelve sus más importantes señas de identidad: el mimbre y la cerámica. A la izquierda, junto a la gasolinera, podemos ver los haces de mimbre secándose a la espera de ser cocidos y comercializados. A derecha e izquierda de la carretera, los dos establecimientos de los hermanos Parra nos incitan a conocer una de las industrias más antiguas de la comarca: la alfarería, que en esta zona tiene reminiscencias íberas. Si antaño el pueblo vivía de estas dos actividades comerciales, el mimbre y la cerámica, hoy no queda más que una pequeñísima reliquia de los maestros alfares, tan numerosos hasta los años cincuenta. Tres talleres de alfarería, que yo conozca, quedan en el pueblo, de la que solamente dos mantienen su pujanza: los hermanos Magán, una vez desaparecido el viejo maestro Aurelio Magán, padre de los actuales artesanos y el joven Parra Luna que a la salida del pueblo, camino del estrecho, sigue incansable su labor, manteniendo la pureza de la antigua cerámica. Todo lo demás, son hoy viejas ruinas de hornos ya desparecidos para siempre.

       Nuestro ánimo se aligera conforme penetramos en la vieja población de Priego. A la derecha, en lugar privilegiado del estrecho, se alza el viejo torreón en ruinas de lo que en tiempos hoy muy lejanos fue la casa fuerte de los Condes de Priego. Es una verdadera pena que el símbolo más significativo de la creación del pueblo, no sea más que un montón de piedras carcomidas por la herrumbre de los años, ya sin posible recuperación, mucho más cuando pertenecen a un particular que nada quiere saber de su rehabilitación.




       Pero Priego es mucho más que unas ruinas medievales. Su hermosa plaza, ésta sí hoy felizmente recuperada, nos puede hablar de otros tiempos más prósperos que los actuales, donde toda la población joven se va marchando año tras año a la capital en busca de un mejor futuro. Para nosotros, desde el primer día en que llegamos a Priego, la plaza es un compendio de belleza, armonía y de intercambio social de toda su población. En sus bares, a la resolana de una hermosa primavera o en los frescos atardeceres del verano, se reúnen los propios y los forasteros para, todos juntos, disfrutar de un buen vino y de la impresionante estampa de sus portales, donde destacan dos edificios principales: el palacio de los condes de Priego, hoy recuperado y sede del Excmo. Ayuntamiento y el viejo caserón de lo que fue palacio de la Inquisición, con su pórtico renacentista coronado por una magnífica talla del símbolo de los jesuitas: J. H. S., a quien creemos perteneció el caserón que forma toda la parte oriental de la plaza, hoy dividido en varias viviendas, pero manteniendo, en lo que ha sido posible, la unidad de su fachada. Sobre la puerta principal, entre dos soberbias balconadas labradas y festoneadas por magníficos barandales de hierro labrado, el impresionante escudo de un caballero del que desconocemos su historia.

       Desde esta plaza salen las calles más importantes que forman el pueblo, siendo la principal la calle Larga, donde se asientan varias importantes casonas del siglo XVIII y XIX, alguna de ellas con importantes fachadas blasonadas por escudos familiares. Junto a la plaza, es la calle más antigua del pueblo, que en un momento de su historia estuvo defendido por murallas, como nos lo recuerda la Puerta de Molina, al final de dicha calle. Al otro extremo de la plaza, entre hermosas fachadas del XIX, nos acercamos a la iglesia parroquial que está bajo la advocación de San Felipe Neri, patrón del pueblo, en cuyo retablo mayor podemos ver algunas magníficas tallas de Salvador Carmona, autor también del Santo Cristo de la Caridad que se conserva en el convento de San Miguel de la Victoria, a las afueras del pueblo, junto a los farallones rocosos que forman el estrecho dominado por una nutrida colonia de buitres leonados.

         Caminar por las calles de Priego es volver a un pasado que ya muchos habitantes de las grandes ciudades habíamos olvidado. Ahora en invierno, alejados los ocasionales turistas que la visitan y que rompen su vieja estampa de ciudad castellana, se puede escuchar los sonidos del silencio: la tenue voz de una vecina que te saluda con afecto; el repicar del martillo sobre el yunque del herrero, la melodía de un afilador albacetense que reclama la atención de los encerrados vecinos; el sonido siempre presente de las campanas del pueblo llamando a los oficios diarios o doblando a muerto por un convecino seguramente muerto muy lejos del lugar, pero que ha querido ser enterrado en su lugar de nacimiento…, sonidos tan cotidianos, tan viejos, que ya forman parte del silencio de la ciudad, pues no hace falta escucharlos para entenderlos. Un zureo de palomas en constante actitud amorosa es el sonido más vivo y actual que se pueda escuchar por las silenciosas calles del pueblo.

       En estas meditaciones me voy acercando a mi vieja y querida calle de La Loma. Mi calle, como dice la canción infantil de los años cincuenta, es una calle muy particular para mí, pues en ella se encierran todos y cada uno de los tópicos, dichos, pujos nobiliarios, oficios menestrales de siglos pasados, nuevas y viejas viviendas de nuevos y viejos habitantes del lugar, como también hay que señalar el que en dicha calle, en el primer número, tiene su casa el recientemente fallecido poeta Diego Jesús Jiménez, Premio Nacional de Poesía y verdadero artífice y mantenedor hasta su muerte de la Semana de la poesía que en dicha villa se celebra todos los años.


       La calle de La Loma es una vía empinada que finaliza en la carretera que circunvala al pueblo; fue por tanto una calle de arrabal, de gente humilde, trabajadores del mimbre y de los hornos de cerámica, que transformó su estatus cuando el familiar del Santo Oficio, apellidado de la Llana, construyó en ella su casa, allá por el siglo XVII según inscripción que podemos leer en la fachada principal, que muchos años después, dividida y destrozada, aun defiende su orgullo de vieja casa blasonada. Más arriba de la calle y en la misma acera, en una casa corriente, en un nicho construido en su fachada, podemos observar un gran escudo de la familia de los Mendoza, familiares directos de los condes de Priego, que naturalmente no corresponde a esa casa –o por lo menos a la casa y a la familia que actualmente la habita– sin que ni ellos ni nosotros sepamos de dónde ha venido tan importante símbolo de hidalguía.

       Pero no todas son casas con fachadas ennoblecidas por escudos nobiliarios. En los comienzos de la calle, frente a la casa del poeta recientemente fallecido Diego Jesús Jiménez, la ocupa una humilde vivienda en cuyos bajos se ofrece uno de los oficios más viejos y típicos de los pueblos castellanos: la barbería, hoy peluquería, que sigue siendo solamente para caballeros, cuyo dueño, un hombre joven del pueblo, te ofrece buen servicio y mejor trato, por lo que sigue siendo un placer visitar tan entrañable lugar. Enfrente de ella, junto al callejón del Altozano, orgullosamente podemos ver el rótulo de lo durante muchos años fue sastrería y que aún hoy, con la fachada remozada y la vivienda sirviendo para otros usos, sus dueños han querido se la siga conociendo como lo que durante tantos años fue: taller de sastre.



       Ahora en invierno la calle está completamente en silencio a partir de una determinada hora de la tarde; son muchos los dueños de las viviendas, en su mayoría con edades muy avanzadas, las que durante el invierno marchan a Cuenca capital e incluso a Madrid con sus familiares más directos, huyendo de los frios o de las peores condiciones de aclimatación de las viejas casas. Los pocos que quedan, si no es el sábado por la mañana en que se pone el mercadillo en la Plaza de Lepanto, prefieren resguardarse en sus confortables viviendas, junto a la chimenea de leña de encina, convirtiendo el ambiente de la calle en un oloroso y apetecible paseo desde su comienzo hasta el final de la misma.         

       Con la primavera, cuando empieza a hacer buen tiempo y las casas se templan con el fuerte sol castellano, como aves golondrinas que regresan a sus nidos, las ancianas vuelven a sus queridas viviendas, a su querida calle, a sus queridas amistades que sólo se rompen con la muerte. Hacía muchos años que nosotros no veíamos un espectáculo que en el pueblo de Priego es diario en noches de verano; como en mi querida Extremadura allá por los años 50 y 60 del pasado siglo, las mujeres y hombre mayores de cada calle sacan sus sillas –ahora más modernas y cómodas que las de bayón, mimbre o rafia–, las colocan en las puertas de las casas y en amenos corros pasan la mayor parte de la tarde-noche a la espera del reconfortante sueño reparador en el interior de sus frescos cuartos abovedados.

       Y allí, en esa añorada calle de la Loma tengo yo también mi casita encantada. Una casa que he querido sea un compendio de toda mi vida: allí están expuestas mis añoranzas de extremeño, mis recuerdos de viajes, mis libros de viejo, mis discos de vinilo con mi impoluto tocadiscos, mis gustos por la cerámica y por los trabajos de carpintería. Todo es nuevo y todo es viejo en esta casa llena del cariño de sus dueños, formando toda ella un pequeño museo que trae a nuestras mentes los sueños y añoranzas de otros tiempos ya idos y que mis hijos y nietos no volverán a ver más que en el recuerdo de los chismes recuperados por el abuelo. Y aunque tengo calefacción de gasoil, yo también prendo fuego a mi chimenea de leña para recuperar los viejos y nunca olvidados olores de mi  juventud pueblerina. Sentado en el sofá del doblao, o cámara como le llaman en castilla, que yo tengo por dormitorio, cuarto de estar y despacho biblioteca, pienso que se puede ser feliz con muy pocas riquezas si se tiene imaginación y gusto para agrandarlas y embellecerlas.


Ricardo Hernández Megías

MUERTE DE LA GOLONDRINA




       Su cuerpo era menudo, casi etéreo, siempre cubierto por un ropaje negro que guardaba lutos de varias generaciones; tanto en verano como en invierno. Su cara afilada, enjuta y su nariz de perfil aquilino le daban un aire de animalillo como asustado, en estampida; siempre a la defensiva de no sabemos qué posible peligros. Lo más hermoso de su rostro eran sus ojos; unos ojos vivarachos, alegres, pizpiretas, con una intensidad en su mirada que hacían retroceder al más osado que se le enfrentara. Su boca, una fina raya en su rostro, siempre te recibía con una sonrisa de gratitud, como si quisiera poseerte y desearte te quedaras con ella para siempre. Como sus hermanas las otras golondrinas, había viajado en varias ocasiones de un continente a otro sin saber muy bien dónde se encontraba. Ella teñía una misión sagrada allá donde estuviera: proteger y cuidar a sus semejantes, a su familia, a sus queridos tíos que la habían acogido, protegido y amado como una hija desde sus más tiernos años de infancia. Viajó bajo la protección de enormes barcos que elevaban hacia el cielo enormes penachos de humo con los que se quedaba extasiada, sin que nunca se le quebrara el ánimo, pensando que era un saludo a su persona. El agua del mar, espejeante, donde el tórrido sol del ecuador le hacía brotar brillos a miles de esmeraldas, era su máximo entretenimiento en los largos y cansados viajes en busca de nueva vida. Pero ¿quién piensa y siente el cansancio o el aburrimiento cuando se es dueño de la juventud y los sueños dominan nuestros sentimientos?

       Durante muchos años encontró un nuevo nido en las tierras más cálidas de un país que se vierte al mar Caribe, lugar por aquellos años paradisíaco, y en donde la vida se presentaba a los emprendedores con toda la pujanza de sus inmensas riquezas. Todo estaba por hacer, menor disfrutar de la hermosa naturaleza con la que Dios había premiado a la hermosa tierra de Venezuela. Y entre perfumes de selvas floreció la hermosa niña, siempre arropada por sus tíos, que llegaron allí con un buen bagaje profesional. Buena vivienda, poderosos coches, fiestas en las Embajadas, escogidas amistades….

       Fiel guardiana de su intimidad, nunca habló de sus sentimientos personales. ¿Tuvo amores las joven española en tierra americanas? ¿Sintió sobre su cintura el abrazo perturbador de unos brazos masculinos? ¿Se dejó arrastrar su corazón por ese torbellino de sentimientos que es el amor? No lo sabemos. Hemos encontrado fotografías de recepciones en el barco por parte del capitán; de fiestas bulliciosas y juveniles en la embajada de España en Venezuela; de viajes al interior del país montados en grandes y potentes carruajes mecánicos; de sus éxitos en el negocio de alta peluquería en el que se embarcaron, muchas fotos de una familia de buena posición social, pero ninguna acompañada de un hombre que nos haga pensar en un acompañante sentimental.

       Y la golondrina, cuando el sentimiento de nostalgia por la tierra española pudo más que el bienestar del que disfrutaban en país extraño, volvió de nuevo buscando hacer nuevo nido en tierras madrileñas. No fue el fin de su vuelo. Fueron muchos años viviendo en una tierra cálida caribeña como para aceptar ahora los agudos y suaves fríos de la sierra de Guadarrama. Un nuevo vuelo los llevó a la costa mediterránea donde montaron su nido en lo más alto de una gran torre de pisos frente al mar de Alicante.

       Y la golondrina se fue marchitando con los años, empequeñeciendo su ya de por sí menudo cuerpo, mientras miraba la línea del mar buscando abrir un horizonte que poco a poco se le iba cerrando. Se dedicó en cuerpo y alma, como siempre había hecho, a cuidar a sus familiares. Y cuando estos murieron después de penosa enfermedad, cuando fue la única que quedó en vida de sus hermanos madrileños, la soledad del nido frente a su querido mar mediterráneo mitigaba el dolor de la pérdida humana. Cada mañana, muy temprano, como si formara parte de un rito religioso sólo por ella conocido y ejercido, salía a la amplia terraza con el pretesto de limpiar sus barandales metálicos, mientras sus ojos se llenaba de sol, de sal y del azul del mar de Alicante, tan distinto a otros mares por ella conocidos, pero no por ello menos hermoso y liberalizador.

       De nada servían las esporádicas visitas de sus pocos numerosos familiares que siempre la arroparon con cariño y que pretendían cubrir sus mínimas necesidades. Ella deseaba mantener su ansiada soledad y su libertad personal por encima de cualquier otra incomodidad. Y cuando ya no pudo mantenerla, como si de un guión bien aprendido se tratase, fue olvidándose de quién era, de dónde vivía, de cuál era en realidad su función en este, para ella, desconocido mundo.

       No había otra opción más que llevarla a un sitio digno en donde estuviera bien cuidada por expertos profesionales. Y la golondrina emprendió de nuevo el vuelo, esta vez sin voluntad, para que otros le hicieran el nido en el Madrid que ellos no habían deseado huyendo del temido frío capitalino. ¿Tuvo conciencia de dónde se encontraba? ¿Fuimos crueles al pretender ofrecerle una nueva vida que ella seguramente no deseaba ampliar por muchas que fueran las comodidades que se le ofrecían? Demasiadas preguntas que ya nunca tendrán respuestas.

       Un día la golondrina se cansó de vivir (o de vegetar) y decidió marcharse a ese otro mundo, buscando el calor de aquellos a los que tanto había querido. Y de nuevo, ahora en un lujoso coche funerario, la golondrina emprendió su último viaje buscando la tierra en las que ya dormían el sueño eterno sus tíos. Ese era su máximo deseo y así se hizo.

       Tres personas componíamos el acompañamiento de sus disminuidos restos mortuorios. Tres familiares frente a su féretro en el momento en que el sacerdote le dedicaba el último responso en la amplia y fría capilla del cementerio de Alicante. Tres familiares acongojados por la pena, frente a un cielo de sangre en el crepúsculo de la tarde levantina, cuando frente a ellos se encontraron la tumba abierta donde la esperaban los restos de aquellos con los que había vivido, gozado y soñado toda su vida. Tres familiares a los que se les aceleró el pulso cuando unas paladas de tierra sobre el féretro sonaron como un sórdido y lejano tambor de despedida.

       Ya todo está acabado. La muerte es el final, proclaman algunos. ¿Pero es realmente la muerte el final del hombre? Independientemente de los sentimientos religiosos de cada uno, nosotros creemos que no lo es. La muerte definitiva del hombre es el olvido que todo lo borra. Y esa muerte, querida golondrina, todavía falta mucho para cumplirse en tu persona. Siempre habrá en nuestros labios una oración en tu recuerdo.

                                             Madrid, 29 de Diciembre de 2011.                      


LA MUERTE DE LA CIGÜEÑA

El célebre filósofo francés J. J. Rousseau, señala en una de sus obras más famosas, “El contrato social”, que: el hombre es bueno por naturaleza, reflexión que nosotros compartimos, sobre todo si nos referimos a la infancia, aunque no dejemos de tener en cuenta la advertencia de la segunda parte de su alegato: y es la sociedad la encargada de su perversión.



El célebre filósofo francés J. J. Rousseau, señala en una de sus obras más famosas, “El contrato social”, que: el hombre es bueno por naturaleza, reflexión que nosotros compartimos, sobre todo si nos referimos a la infancia, aunque no dejemos de tener en cuenta la advertencia de la segunda parte de su alegato: y es la sociedad la encargada de su perversión.
En más de una ocasión, y refiriéndonos a la niñez, hemos  podido ver cómo los expertos en pedagogía no se ponen de acuerdo en la mejor manera de encauzar los instintos, a veces crueles, de los jóvenes escolares, y discrepan de las medidas de corrección a tomar. Los unos son proclives a medidas sancionadoras, mientras que los otros consideran que el ejemplo y buenas medidas educadoras son la mejor fórmula de reconducir las naturales tendencias agresivas de los alumnos.

Nosotros pretendemos con este relato defender las prácticas de éstos últimos, señalando, cómo es en este caso, que las medidas del maestro fueron más provechosas que las propuestas por las autoridades civiles, prestas siempre al recurso de la remisión del castigo por medio de la violencia.

* * *  


Son las cinco de la tarde y las calles del pueblo están completamente vacías a causa del calor en esta avanzada primavera. Los hombres están en el campo inmersos en sus faenas agrícolas y las mujeres, terminadas las faenas caseras después de la merienda están recluidas en sus casas, a la sombra del fresco zaguán, escuchando los seriales de la radio, mientras sus ágiles manos bordan pespuntes o cortan y cosen las prendas desechadas por los mayores para adaptarlas a los cuerpos de los muchachos más jóvenes, siempre necesitados de nuevas vestimentas.

Son momentos de calma, de sosiego en el seno las viviendas a la espera de la llegada de los hombres de sus faenas para, después de una breve cena y al amparo de la brisa nocturna, salir a visitar a la familia o a los amigos, una vez que la tarde ha declinado y el ardiente sol se ha escondido sobre la línea azulada de los cercanos montes, dejando tras de sí un plural y vivísimo cuadro de colores y un espectáculo de luz, digno de los atardeceres del campo extremeño.

El relajo de la disciplina, fruto de la libertad de que disfrutan los muchachos en estas tardes primaverales, les permite a éstos, o bien descansar sobre una manta al frescor del zaguán, jugar dentro de los amplios corrales familiares, o, como es nuestro caso y si la edad de ellos lo permite, andar con otros amigos en busca de sus fantasiosas aventuras por los lugares más imprevisibles de los alrededores del pueblo. Siempre ha sido así y los padres, aunque con la consiguiente intranquilidad, son sabedores de que es imposible frenar la calenturienta mente de unos chiquillos acostumbrados desde niños, educados por sus hermanos o amigos mayores, a toda clase de correrías, sin que por ello los posibles peligros recorten sus prerrogativas de libertad.

En la puerta principal de la iglesia parroquial, frente a  la resolana que forma la plazuela de tierra pisada, lugar de encuentro y de juegos para los jovenzuelos de un determinado sector del pueblo, tres muchachos sentados a la sombra de su amplio arco juegan a la taba; sus risas en sordina , sus alegres aspavientos y sus controlados gritos son los de siempre, sin llamar la atención ni a los vecinos más cercanos y a los escasos viandantes que se atreven a desafiar los ya duros rigores de un sol de media tarde. Pero no es el juego el que les tiene en actitud expectante. En el momento en que consideran que no son observados por nadie, el más joven empuja la hoja de la puerta de nogal del templo, que cede a sus limitadas fuerzas, y se adentran en su interior, que les recibe con la agradable temperatura que fabrican unos recios y centenarios muros de piedra de granito.

Pero esta historia que ahora contamos ha comenzado hace unas semanas anteriores, cuando el Gory reune a sus otros dos compinches y les cuenta la oferta que ha recibido de cazar viva a una de las cigüeñas de las que anidan en la alta e inexpugnable torre parroquial, a cambio de la importante suma de cien pesetas. La oferta ha partido de un personaje poco recomendable, un muchacho bujarrón y marrullero, al que solamente su popular fama de “artista” le permite sus salidas de tono y sus actitudes “raras”, en una sociedad tan cerrada y moralista como es la del pueblo, siempre guiada y vigilada por autoridades poco dadas a las extravagancias que alteren el curso de la sosegada vida del pequeño lugar.

Los muchachos, con ese sexto sentido adquirido o transmitido de unos a otros, le tenían en cuarentena permanente y sólo el hecho de ser familiar de algunos miembros de la pandilla daba pie a ocasionales acercamientos al “artista”, entre cuyas reconocidas cualidades artísticas estaba la de ser taxidermista, trabajo que le proporcionaba suculentos beneficios para la época en una comarca tan aficionada a la caza menor y mayor, en aquellos tiempos, poco respetuosa con los animales y con la naturaleza. Él, con unas vivencias maduradas en mil batallas contra sus vecinos, a los que en su fuero interno odiaba, sabía que el dinero era la mejor llave para abrir la encorsetada conciencia de los que le criticaban, fueran éstos mayores o niños, como es el caso que nos ocupa.

Hoy, que vivimos en la sociedad de la opulencia (o eso dicen algunos, no queriendo ver las mismas desigualdades sociales que por doquier nos rodean), cien de las antiguas pesetas nos harán sonreír como fórmula de seducción infantil. Pero en los tiempos en que se desarrollan estos acontecimientos, en una sociedad campesina empobrecida, con salarios de miseria si es que tenían trabajo los padres o los hermanos mayores, la mencionada cantidad de dinero era un buen pellizco, sobre todo para unos jóvenes que, en muchos casos, cobraban mucho menos de sueldo al mes, después de fatigosas labores, bien en el campo, o bien como aprendices en los pocos oficios artesanos que en el pueblo quedaban.

Cuando al Gory le ofrecieron tal tesoro no lo pensó dos veces, ni se le ocurrió imaginar las dificultades y peligros que la aventura podría acarrearle. Ya su mente estaba centrada en conseguir los aliados necesarios para la consecución del objetivo, que no eran otros que el cómo entrar en la iglesia sin ser advertidos, subir a lo alto del capitel de la dificultosa torre y sacar sin ser vistos el resultado de la acción, que no era otro que la caza de la pobre y protegida cigüeña que se señoreaba y gazpacheaba diariamente sobre la misma, sabedora por instinto de la falta total de peligros para su procreación.

El Gory, un poco mayor que los otros dos, también había ejercido durante un tiempo de monaguillo, pero el mínimo rendimiento económico de tan absorbente menester y el poco aprecio familiar por las “cosas de la iglesia”, le fueron alejando y dando paso a los que ahora cumplían esta función con más o menos éxito, a decir del sacristán, que no estaba muy conforme con las continuas y atrevidas travesuras y el poco celo de los nuevos personajillos que le incomodaban en sus pesadas somnolencias en las bancadas de la sacristía.

El acuerdo entre los tres compañeros de fatigas y de juegos fue sincero y muy claro: se repartirían por igual dicha cantidad si los tres colaboraban en conseguir el objetivo marcado.

Con la tranquilidad y seguridad en lo que se proponían, entraron los tres en la tan conocida como solitaria nave del templo, en uno de cuyos ángulos había una puerta que daba entrada a una empinada pero cómoda y amplia escalera que conducía al coro y, un poco más arriba, en el primer cuerpo del enorme edificio, otra puerta siempre abierta daba paso a nuevas escaleras que conducían a las tres restantes alturas de la espigada torre parroquial, en cuyo último cuerpo, dos enormes campanas marcaban los tiempos más importantes de la vida del pueblo. Desde esa importante altura, el campanero, ya viejo y reumático, había visto infinidad de hermosos  amaneceres, así como espectaculares puestas de sol, mientras  comunicaba a sus vecinos con sus toques de campanas los distintos oficios religiosos que diariamente se celebraban en el templo, como también, si había sido necesario, señalar los momentos de peligro por fuego o inundaciones, para que los vecinos acudieran solidariamente a colaborar en su extinción.

Los tres muchachos, en su silenciosa subida, pasan por entre las viejas, olvidadas y desconocidas tumbas adosadas a las paredes del primer cuerpo de la torre, lugar lúgubre, que si bien ahora lo hacen sin temor, las miran de reojo recordando las prisas de otros momentos en que de forma solitaria han tenido que suplantar los achaques del viejo campanero y han buscado sin detenerse un momento los abiertos ventanales de la segunda planta, donde la luz y los espacios abiertos de los campos y del caserío del pueblo ahuyentaban las sombras y los miedos que atenazaban sus juveniles espíritus. A partir de ahí y hasta llegar a la tercera y última planta, todo son facilidades en la subida.

Por encima de sus cabezas, la cúpula interior del capitel les señala su enorme e inalcanzable altura, donde las palomas revolotean asustadas por su presencia y los cernícalos huyen sorprendidos en su tranquilidad rutinaria. Los tres jóvenes dirigen sus miradas hacia una campana menor que se enmarca, a gran altura, en un estrecho ventanal que da paso a una terraza de columnas que rodea al capitel, en cuyo ángulo del cuadrado pretil observan complacidos el enorme nido de cigüeñas, objetivo de sus deseos. El problema que se les presenta a tan jóvenes aventureros es el de cómo subir los más de cinco metros que les separan de la terraza y en la que no hay más que los pequeños huecos que dan cobijo a las palomas, problema que el menor de ellos, con una suficiencia que deja pasmado a los demás ya ha resuelto por su cuenta en más de una ocasión y ha trepado hasta lo alto sin más medios que las fuerzas de sus dedos, aferrándose a los viejos ladrillos de la erosionada pared interior, utilizando los ocasionales nidos de palomas como agarradero para sus manos o sustento para sus pies.

En esta ocasión, con las bocas de sus dos compañeros abiertas por la emoción y el asombro de verle gatear como los lagartos por una superficie vertical y sin agarraderos seguros, el muchacho sube despacio y sin miedo acompañado de una fuerte soga escondida desde hace semanas en los escondrijos de la insondable escalera. La tarea de hoy no es otra que la de fijar un punto de fijación de la cuerda para, en otra ocasión, y con los preparativos ya a punto, pero una vez conseguido este objetivo, los dos muchachos restantes suban hasta los cielos que deja ver la abertura de la ventana y se arrastren por debajo de la campana.

 Apoyados sobre el pretil, ahuyentada la pobre cigüeña que se ha visto por primera vez sorprendida en su absoluta tranquilidad, los tres jóvenes disfrutan de la panorámica que se les ofrece desde tan reservado como privilegiado puesto de observación. Una tela de araña forman los caminos rústicos que acercan los campos de labor al caserío, donde a estas horas de la atardecida, diminutos puntos negros señalan el trasiego de hombres y bestias de regreso a casa. Hacia occidente, como brochazos blancos sobre las dehesas extremeñas, señalan los pueblos y cortijos que se esparcen hacia la frontera con el vecino Portugal. Sobre  el verdor de los campos reverdecidos por las lluvias primaverales se divisan olivares y enfilados campos de  viñedos que hacen las delicias de los campesinos. Por encima de los montes que forman las sierras de Monsalud y de La Calera, el sol en su apogeo va declinando suavemente y encendiendo de púrpuras y fuegos los cielos límpidos y transparentes de los campos extremeños.

Es hora del regreso, antes de que vuelvan a sonar las cercanas campanas de la torre llamando a los fieles para el rezo del Santo Rosario y antes de que la mínima prudencia por su parte neutralice las posibles visitas de las beatas al templo y puedan ser denunciados al señor párroco, que ajeno por completo a tales pillerías de sus monaguillos, no dejaría de extrañarse de tales incursiones sin su permiso al interior del templo.

Ha pasado más de una semana cuando, de nuevo, los tres compinches se han puesto de acuerdo en el día y hora de rematar la faena. Como la vez anterior, se han dejado abierta la puerta principal, más reservada y lejana del posible callejeo de los habitantes, y lugar habitual de los ajetreados juegos de los muchachos. Por eso su presencia, a eso de las seis de la tarde, no extraña a los pocos viandantes que circulan por las cercanas calles y sus juegos pasan completamente desapercibidos de tan habituales y conocidos por todos.

Cargados con una fina pero resistente cuerda de esparto, los tres muchachos repiten una vez el trayecto hacia lo alto de la conocida torre y, tras coger aire después de la nerviosa subida, trepan por la soga que cuelga de la pequeña campana hacia el interior, previsión tomada en la anterior aventura. Una vez en la terraza, el sol deslumbra sus ojos y tienen que esperar a adaptarse para calcular sus movimientos. Nuevamente, la cigüeña es cogida por sorpresa en su nido y sale despavorida dejando atrás la puesta de sus huevos. Es el momento en que “profesionalmente” extienden en el interior del nido la larga cuerda en forma de lazo, rodean el amplio círculo que forma el capitel de la torre y de una de las columnas que forman el pretil sujetan el otro cabo de la cuerda.

Encogidos sobre sus cuerpos y escondidos tras el capitel, al otro lado del nido, esperan tranquilamente que la hembra regrese a su nido, sabedores que no es esperará a que se enfríen los huevos que está incubando. La quietud de sus cuerpos o la necesidad de su regreso al nido hacen que la cigüeña, después de dar varias vueltas alrededor de la torre se pose lentamente sobre la nidada. La falta de movimientos extraños hace que se sienta tranquila y clueque sus alas sobre su puesta de huevos, a los que ya, estamos le deben faltar el calor imprescindible de la hembra. Los tres se miran a los ojos satisfechos y con la mirada se dan la orden de actual. Es el momento de tirar de la cuerda con todas sus fuerzas, esperando que la sorprendida y enlazada ave caiga dentro de la terraza.

Ninguno ha contado con la fuerza y el enorme peso del animal, quien al sentirse atrapada intenta emprender asustada el vuelo. O bien no han calculado el largo de la cuerda, o bien el peso de la cigüeña ha deshecho todos sus pronósticos. Lo que sucede realmente es que el animal queda colgando por las patas y dando enormes aletazos sobre las paredes de la alta torre. Los muchachos, desconcertados, se dan cuenta del enorme peligro que para ellos representa la escena que a poca distancia están viviendo, sabedores que a estas horas mucha gente del pueblo también la está observando y preguntándose el motivo de que dicho animal haya quedado atrapado y colgando de una cuerda, y escapan por la puerta de la Sacristía, a la que han tenido que forzar el resbalón interior de la cerradura.

A partir de esos momentos, todo son conjuras y especulaciones sobre el pobre animal que aletea y agoniza en lo alto de la torre sin que el numeroso gentío que se ha congregado a sus pies se resuelva a tomar la decisión de descolgarla. Hasta esos momentos, la idea más extendida entre los observadores, es la de que los mismos materiales con que forman el nido las cigüeñas –ramas y cuerdas– les han traicionado al enredarse en sus patas e, involuntariamente, son la causa de su cautiverio. A nadie se le pasa por la cabeza que animales tan queridos y respetados, que forman parte indisoluble de la vida diaria y de la imagen del pueblo, puedan ser objeto del ataque de la codicia de unos muchachos desalmados, ni mucho menos, que nadie haya tenido el atrevimiento de encaramarse a lo alto del pináculo para atacarlas.

La noticia ha llegado a oídos del Sr. Alcalde y al cuartelillo de la Guardia Civil, cuyos máximos representantes se acercan hasta las puertas de la iglesia parroquial, en donde se encuentran al bueno del párroco en amena charla con sus feligreses. Las horas de la tarde-noche son tan avanzadas y la falta de luz tan evidente, que hacen imposible tomar cualquier decisión para solucionar un asunto, que si bien sobrecoge los ánimos de quienes contemplan al pobre animal en los estertores de la muerte, ya no hay solución de recuperación para quien tiene las patas atrapadas y rotas, según han podido observar quienes la han visto con las últimas luces de la tarde.

Un acontecimiento, aparentemente tan nimio, en un pueblo en que nunca sucede nada de extraordinario, hace que en los bares de la plaza y casas particulares sea el centro de las conversaciones, a la espera del nuevo día en que la puedan descolgar y terminar con su sufrimiento, si es que todavía vive el pobre animal.

La luz de la amanecida rompe poco a poco las sombras de la noche, en la que en más de una ocasión, los secos aletazos de muerte sobre la pared de la torre se han dejado oir por los vecinos más cercanos. La luna, como avergonzada, queriendo contribuir a la escenificación del acontecimiento, se ha escondido detrás de grises nubarrones de tormenta. La nueva mañana se presenta con una luz de celofán, como si quisiera adherirse con su contrastada tristeza al lúgubre espectáculo de la torre del pueblo en la que ya silenciosa, los tempraneros labradores observan, camino de sus campos de labor, al pobre animal colgado de las patas.

Cuando el pueblo retoma el pulso cotidiano, es la hora de arreglar el asunto que tanto ha dado de hablar en los corrillos vespertinos. El señor cura, a quien los muchos años hacen desistir de la subida a la torre,  autoriza al joven sargento de la Guardia Civil, al Guardia Municipal y a unos parroquianos voluntarios el acceso al campanario, sin que los monaguillos, que no han hecho acto de presencia desde que se conoció la noticia, sean los guías de la comitiva. Cuando fatigados por la empinada subida llegan a la tercera planta de la torre y observan colgar del campanil la soga, los hechos cambian completamente de significado. Ahora saben que no ha sido un accidente y que alguien ha cometido un acto vandálico de desconocidas consecuencias. Los voluntarios se aprestan a subir con la improvisada ayuda de la cuerda y en poco tiempo dos hombres jóvenes están sobre el pretil en el que una nueva cuerda, atada a una de las columnas que lo sostiene, es la que tiene prisionero el cuerpo ya muerto de la cigüeña. La soledad del enorme nido con dos huevos ya fríos, pone un punto de tristeza a los aguerridos muchachos que al momento se aprestan a subir el cuerpo del animal, entre aplausos del público que, curioso como siempre, se arremolina a los pies de la torre.

Si el triste espectáculo ha terminado en el exterior, no sucede lo mismo en el interior de la torre, en donde con el cuerpo del delito a sus pies, se hacen cábalas sobre quién o quienes han sido los bárbaros ejecutores. De pronto, a alguien de los presentes se le enciende la luz de la memoria y proclama: “esto es cosa de los monaguillos. Nadie conoce mejor cada recoveco de esta torre, ni nadie tiene tanto tiempo como ellos para preparar sin sospechas la cacería”.

A partir de esos momentos, todo se enreda alrededor de los tres muchachos. La severa autoridad de la Guardia Civil les conduce, aterrorizados, junto al miedo de sus familiares, desde sus casas al cuartelillo para ser interrogados y posiblemente acusados. Es el momento para la reflexión de las autoridades locales, que si bien consideran una barbaridad la travesura de los jóvenes y esperan reciban un ejemplar castigo, se oponen a que pasen la noche en el cuartelillo, dada su corta edad y la buena reputación de sus familias. Una vez en casa, el llanto de las madres y hermanas mayores les señala la gravedad del asunto.

A la manaña siguiente, aún muy temprano, se han reunido en el despacho del Sr. Alcalde una comisión formada por los Maestros de Escuela, el Párroco, el Juez de Paz, el sargento de la Guardia Civil y algúnos otros representantes de lo que en el pueblo le llaman “las fuerzas vivas”, con la intención de tomar cartas en el asunto y estudiar las medidas correctivas a imponer a los asustados muchachos que esperan el veredicto en una sala alejada del lugar de reunión.

Se han oído muchas y descabelladas ideas sobre el castigo; muchos y moralizantes sermones de algunos de los presentes; se ha dejado hablar al responsable de la seguridad civil que ha acudido vestido de uniforme y que fiel a su formación y a su oficio, solicita un escarmiento ante futuras travesuras como la presente. Todo parece que está en contra de los aterrorizados jóvenes y esa es la impresión que tienen también algunos de sus familiares que les acompañan. Cuando la tensión parece que azuza los ánimos y eleva el tono de voz de los más extremistas, el maestro de los tres muchachos, de una forma pausada y tranquila, se levanta de su asiento y como en su diario magisterio frente a la pizarra de su escuela, va poniendo punto por punto las cosas en su verdadero y justo lugar, a tenor de la edad de los acusados. Les habla a los que le escuchan del valor de la educación, por encima el temor de los castigos; de la reeducación como el mejor sistema para que los jóvenes valoren sus actos. Les recuerda, desde su constatada experiencia, que es propio de la juventud estas salidas de tono, como lo es para ellos el poner los medios adecuados, sin estridencias, en la forma de encauzar estas leves agresiones a la convivencia. Por último, bajo propia supervisión y la del Sr. Cura Párroco, les propone un método de castigo que no dañe ni margine en el futuro la dignidad de los aún niños, sino que les fortalezca su ánimo de cara al servicio de la comunidad en el futuro.

Más de tres meses se han pasado los tres aventureros sin pisar la calle después de la escuela. Ni hay juegos de balón, ni de peonzas, ni, lo que es insufrible para ellos, correrías por los ejidos del pueblo en busca de aventuras. Las horas de recreo les están destinadas a lecturas en el mismo aula de la escuela, donde de frente a los demás alumnos, el maestro coloca sus asientos como queriendo llamar la atención de los demás escolares. El resto del tiempo, con más tarea por delante, los padres tienen la obligación de recluirlos en sus casas hasta que pase el castigo.

Cuando pasa el tiempo y se les levanta la sanción, han aprendido la lección sin que se les menoscabe su dignidad. Ellos saben que han obrado mal y que han tenido la suerte de tener un buen maestro que les ha defendido de posibles y poco edificantes medidas represivas. También el pueblo ha sabido aprender la lección de que vale más un buen ejemplo que un mal castigo y así se lo hacen notar a los muchachos los mayores, muchos de ellos guiñándoles malignamente un ojo de complicidad e, incluso de asombro por el atrevimiento.

Nadie ha sabido nunca nada del verdadero motivo de la aventura y, cobardemente, como siempre en estos sujetos, el instigador se ha desentendido del asunto, criticando en más de una ocasión y antes los familiares la crueldad de los hechos.

La tarde es brillante y el sol va declinando en su diaria curva  hacia occidente. Sus fuertes rayos asaetean los campos y dan vigor a los cereales que, orgullosos, levantan su fruto de pan y de esperanza. Unos numerosos grupos de muchachos, ajenos a la fuerza del calor, sudorosos y medio desnudos, cruzan el arroyo y se encaminan, entre empellones y risas, hacia las eras cercanas para jugar al balón. Al pasar un olivar, en medio de las tierras en barbecho, un revuelo de plumas blancas y negras llama su atención. Son los restos de la pobre cigüeña, que como otros animales muertos en el pueblo, son arrojados en los ejidos para que sean pasto de las alimañas. Cuando pasan junto a ella, los tres muchachos se miran entre sí y salen disparados en sus correrías, como queriendo borrar definitivamente los tristes recuerdos de su desafortunada aventura. A su encuentro salen los límpidos verdes y ocres de los trigales encañados y el alegre bordado rojo de las amapolas. Es principio de verano y hay que jugar muchos partidos de fútbol con los amigos.   
                                                                      
UN VIAJE A TRUJILLO


Son las ocho de la mañana de un lluvioso día de primavera, cuando me dispongo a salir desde Madrid hacia Extremadura, y más concretamente hacia la ciudad de Trujillo, donde los bibliófilos extremeños celebramos anualmente nuestro encuentro, que en esta ocasión alcanzará su décimos aniversario.

La mañana es fría, desapacible, como corresponde a los primeros días de un Abril lluvioso, con un tímido sol primerizo que enmaraña sus rayos en el sucio ambiente madrileño. En una ciudad como Madrid, la salida del sol es un fenómeno intrascendente, alejado de cualquier estampa romántica o costumbrista; muchos madrileños vemos salir el disco solar por entre los humos de las fábricas en los polígonos industriales que rodean a la gran ciudad, cuando ya llevamos algunos minutos en el “tajo”.

A la pereza de madrugar o a lo largo del viaje, se sobrepone ese ansiado y siempre querido retorno a Extremadura, mi tierra. Ciento de veces he hecho este camino en mis más de treinta años, desde que en un viejo tren llegué a la estación del Mediodía y siempre he sentido dentro de mí ser la misma llamada de la tierra, haciendo gozoso lo que pudieran ser inconvenientes.

Con estos pensamientos, haciendo planes y previsión del poco tiempo que da de sí un viaje tan apresurado, sin darnos cuenta, nos vamos alejando por entre “ciudades dormitorio”, para ir alcanzando la carretera general, conforme el disco solar remonta altura y el aire o el cielo se van transformando por la acción de la luz, y se van borrando los últimos jirones de sombras o de polución.

La carretera nos va acercando, al paso raudo de mi automóvil, a un paisaje de campos labrados, reverdecidos por las últimas lluvias primaverales de Abril, en donde pastan por entre las primeras encinas que diviso, algunos animales “de carne”. De vez en vez asoman a lo lejos -la autopista circunvala alejando- , los caseríos de algunos pueblos de los que sobresale la espadaña de su iglesia o los torreones de algún castillo medieval, tan frecuentes en la zona de La Mancha.

Hace pocos años, para alcanzar llegar a Extremadura, como si de un peaje se tratara, había que “sufrir” la subida del Puerto de Miravete; hoy, con más comodidad, la puerta de entrada la constituye el túnel que cercano al puerto abre sus ojos luminosos por dentro de las entrañas rocosas.

Vayas por donde quieras –puerto o túnel- el resultado es el mismo: Extremadura te recibe con sus anchurosos espacios verdes, profundos, donde como dibujadas por magistrales pinceles, se destacan las figuras de las arrogantes y hermosas encinas. Un cielo azul, muy alto, y un aire limpio que trae a mis pulmones el nunca olvidado olor de la jara en flor, hacen que pise sin darme cuenta el acelerador de la máquina.

Ya todo es distinto. Mi cansancio desaparece; hay una llamada silenciosa de la tierra que sólo el alma del viajero es capaz de sentir; el campo es hermoso a un lado y a otro de la carretera; las dehesas, ahora resplandecientes como consecuencias de las tan añoradas lluvias primaverales, se van tornasolando con los distintos tonos del verde de los pastos en los que destacan algunas flores de temporada o en donde se desparraman los flecos de las hermosas retamas.

Un viento mañanero acaricia y se pasea por entre las ramas de las tupidas y cargadas encinas que, pienso yo, se inclinan a nuestro paso como queriéndonos saludar al haberme reconocido. Si levantamos los ojos al cielo, podremos ver grupos numerosos de aves trasladándose a sus comederos, una vez que han hecho de esta tierra su definitivo hábitat, no queriendo, pesarosas, abandonar este paraíso natural. Más tranquilos, sabiéndose dueños de los cielos donde habitan desde siempre, el majestuoso vuelo de los milanos entretiene nuestro camino cuando nos acercamos a los roquedales en los que se alza soberbia y gran señora, la ciudad de Trujillo.

¡Trujillo! Decir este nombre cuando a lo lejos y sobre la línea del infinito horizonte del paisaje extremeño vemos aparecer sobre un promontorio el contorno de la ciudad defendida por los recios muros de su fortaleza árabe y festoneada por las numerosas espadañas de sus incontables iglesias o conventos, es como regresar bruscamente y sin tiempo para amoldarse a la nueva situación, a una época perdida en la Historia, en donde el eco de las glorias guerreras de sus moradores y la importancia de la epopeya de la conquista de un nuevo Continente, ha dejado a la ciudad “sembrada” de fastuosos palacios medievales, en cuyos fachadas y dándole brillo, aparecen los numerosos escudos blasonados de la más rancia nobleza castellanas del siglo XVI.

El primer encuentro con este mundo perdido en la Historia, y aún sin dejar la carretera que nos acerca a la ciudad, es el rollo granítico del siglo XV, fiel testigo del tiempo en el que la Iglesia y su brazo armado la Inquisición, imponían su autoridad sobre una población de siervos y vasallos.

Conforme subimos por sus estrechas calles empedradas hacia la Plaza Mayor, el rótulo de las mismas nos van haciendo retroceder en la Historia de la ciudad: calle de la Sangre, Judería, Almenas, Zurradores, o nos señalan la ubicación de palacios, casa solariegas, conventos o iglesias que en ellas existen o existieron en tiempos pasados: calle de Santa María, San Pedro, Santa Clara, Alvarado, García de Paredes, etc.

Trujillo es una hermosa ciudad cuyos orígenes se pierden en el más remoto de los pasados, presidida por un magnífico y bien conservado castillo o fortaleza de origen árabe, en cuyo trazado urbano nos encontraremos numerosos palacios, casas fuertes, casas fortalezas o alcázares pertenecientes a la nobleza castellana que conquistó la ciudad en tiempos del rey de Castilla Alfonso VIII (1232) y por cuyos apellidos se las conoce: Bejarano, Escobar, Lorenzana, Chaves, Altamirano, Hinojosa, Solís, Rol-Zárate y Zúñiga, Orellana, Pizarro, Vargas, etc., por nombrar algunos de los más conocidos.

También podemos encontrar en nuestro paseo por la ciudad importantes templos, como la Iglesia de Santa María la Mayor, su templo más antiguo, de cuyo conjunto monumental sobresale su incomparable torre románica, y en cuyo interior reposan los restos mortales de algunos conquistadores del Nuevo Continente, hijos de tan ilustre ciudad: Orellana, Vargas, García de Paredes. etc., o las iglesias de Santiago, San Martín, de la Sangre, etc.

Como es de suponer, junto a tan importantes palacios de hombres de la guerra, coexisten numerosos conventos (a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César), algunos hoy reconvertidos en Parador Nacional o en Hotel de lujo, cuyos toques de oración todavía se pueden escuchar durante el deambular del asombrado viajero por sus empedradas y estrechas calles, camino de la Plaza Mayor.

Si el paseo por sus calles nos ha llenado de asombro por la calidad y belleza de sus palacios o la reciedumbre de los muros de sus conventos e iglesias, llegar a su Plaza Mayor y girarnos alrededor de su irregular perímetro, es alcanzar un placer infinito, ante tanta maravilla como ésta nos ofrece.

En ella se conserva el más impresionante edificio que ojo humano pueda observar, tallados sus muros por los mejores cinceles de la época, y cuyos adornos, también en piedra tallada, le confieren un contorno irreal y mágico; un impresionante escudo, bordado más que esculpido, en la esquina que da a la Plaza, nos señala la importancia y la riqueza de quienes lo mandaron construir: nos referimos al Palacio del marqués de la Conquista, descendiente directo de Pizarro, conquistador de Perú, e hijo ilustre de esta hermosa ciudad.

De no tan exultante belleza arquitectónica pero de magnífica traza podemos observar en la citada Plaza numerosos palacios con sus fachadas originales, aunque reconstruidas, hoy reconvertidos en edificios públicos u hoteleros, para el disfrute y solaz del viajero sediento, entre los que destacan por su originales arquitecturas, los Palacios de Piedras Albas y el de los condes de San Carlos.

Una grandiosa estatua ecuestre de Francisco Pizarro, en bronce, donada a la ciudad por su escultor, el norteamericano Carlos Rumsey, en cuyo pedestal se enmarca frente a la fachada de la Iglesia de San Martín con sus dos torres disparejas –una desmochada, la otra, coronada por infinidad de nidos de cigüeñas como un signo más de la identidad de Extremadura- dan un punto de modernidad en el conjunto monumental de la Plaza.

Si queremos subir al castillo o fortaleza árabe, que como ciclópeo conjunto granítico corona al montículo donde se asienta la ciudad, habremos de traspasar una de las puertas más antiguas de la antigua ciudad amurallada: la Puerta de Santiago, adosada al Alcázar de los Chaves, único bastión que conserva en toda la ciudad e incluso en toda la comarca, sus torres sin desmochar, como reconocimiento de los Reyes Católicos a los servicios y obediencia de la familia que lo habitaba.

Esta historia de las torres desmochadas en toda la provincia de Extremadura, merece la pena contarse por su curiosidad y por su significación histórica. Efectivamente, el viajero que recorra Extremadura, podrá observar que en sus ciudades más importantes, Cáceres, Plasencia, Coria, Trujillo…, todas las numerosas torres de las magníficas e importantes casas fortalezas, alcázares o palacios, están truncadas por el efecto demoledor de la piqueta. La historia es la siguiente:

Siendo estas ciudades antes nombradas, sedes de las familias de más rancia nobleza y estando dichas familias en constantes enfrentamientos cainitas entre sí, y todas ellas frente a la Corona a la que prestaban sus servicios de armas cuando les convenía, pero sin acatar en ningún momento la autoridad Real, numerosos son los episodios de sangre y venganzas, algunos verdaderamente espeluznantes, que los cronistas de la época nos han dejado relatados.

La soberbia de dichos señores de la nobleza castellana –también de su riqueza-, quedaba reflejada en la importancia de sus ejércitos y en la magnificencia de sus residencias, destacando, como señal de la mayor importancia de la misma, su torre del homenaje, que más bien servía en muchos casos como torre fortaleza desde donde se defendían de la acometividad de sus enemigos, atacando desde sus almenadas e indestructibles posiciones.

La llegada de los Reyes Católicos y la unificación en sus personas de todos los reinos existentes en la península bajo una misma autoridad Real, cambió completamente el juego de fuerzas que la Nobleza mantenía con la Corona, de tal suerte, que como medida de acatamiento y obediencia a los nuevos Soberanos y como castigo a su innoble proceder de tantos años, mandaron que todas las torres fueran demolidas a la altura de las espadañas de las iglesias más cercanas, en una clara advertencia al acatamiento a los dos únicos poderes permitidos: el suyo, como Reyes de toda España, y el de la Iglesia, como poder omnipotente del Creador.

Y aquí dejamos el relato de la visita a tan hermosa ciudad, no sin advertir al viajero, que sería interminable el relato de tantas bellezas como ésta encierra, y que dejamos que la sensibilidad de cada viajero lo arrastre por el camino deseado.

Terminar diciendo, que son numerosos y de buena calidad los lugares donde poder degustar la gastronomía de la región, bastante desconocida pero muy rica tanto en su variedad como en su calidad, así como que sería un pecado imperdonable el no libar los excelentes caldos de la comarca, desde hace ya algunos años bajo la denominación de origen de “Ribera del Guadiana¨.

Ricardo Hernández Megías


GUADALAJARA




El viajero ha conocido muchas ciudades y tiene sobre ellas una teoría. Piensa, que las ciudades y las personas adolecen de las mismas virtudes, así como de los mismos defectos.
El viajero sabe que algunas ciudades son arrogantes, vanidosas, soberbias, coquetas y que cuando uno se va acercando a ellas, ve desplegarse en el horizonte ese peculiar sentido de la autoafirmación: saben que son hermosas y lo pregonan desde la lejanía.
Por el contrario, hay otras ciudades que te reciben humildes, calladas, como queriendo preservar su inalterable intimidad.
El viajero se ha dado cuenta que, aún desde lejos, quieren pasar como desapercibidas, recoletas, haciendo un guiño sólo a los iniciados, y como negándose a recibir al turista ocasional, bullanguero y zafio.
El viajero se ha acercado esta vez a Guadalajara, la ciudad alcarreña, y ha percibido esta segunda sensación. Una vía rápida la circunvala, como queriendo alejar al buscador de sensaciones fuertes, al dominguero.
Pero el viajero no ha querido pasar esta vez de largo y, a conciencia, se ha adentrado en la vieja ciudad, encontrándose y rememorando su juventud provinciana, apacible, soñadora.
Ha recorrido el visitante el hermoso bulevar que le acerca al centro de la ciudad y ha recordado su niñez en otras tierras muy lejanas, hacia el sur. Una penumbra acogedora cobija a los paseantes a estas horas de la tarde, la mayoría de ellos personas mayores en el diario paseo vespertino, y observa que todos se saludan con afecto, con familiaridad, con respeto.
Muy despacio, el paseante va saboreando viejos olores reencontrados en sus jardines y un olor tenue y limpio de rosas primaverales le ayuda a hacer muy corto el camino.
Dos plazuelas disparejas forman una sola: Santo Domingo. La pequeña, conservando todo su encanto de antaño, contiene la pequeña iglesia de San Ginés; en la grande, dándole la contrarréplica a la anterior, se levantan unos horrorosos almacenes que ofenden la mirada del curioso. No hay derecho a romper la armonía arquitectónica de esta hermosa ciudad con engendros tan monstruosos como éste. Pero así es el mundo que poco a poco nos va envolviendo.
De esta plaza arranca la Calle Mayor, con sus caserones dieciochescos, pretenciosos y en otros tiempos hogares de una burguesía campesina y acaudalada. Hoy solo son el recuerdo de un tiempo ya pasado, dando paso al devenir de los tiempos nuevos, donde proliferan lujosas tiendas de moda y donde el gusto de los nuevos dueños han acertado, con más o menos suerte, en el conjunto armónico de la calle. No, desde luego, en las fachadas de dos o tres Bancos que el viajero observa en su recorrido por ella, verdaderos disparates de un mal gusto corrosivo que señalan muy a las claras la vulgaridad y las ansias de especulación de sus propietarios.
Pero no todo está perdido. En su caminar, el viajero se ha encontrado con un ensanche, una nueva plazuela pretenciosa y coqueta: La Plaza del Jardincillo, donde una pequeña fuente con un Neptuno de mármol hace sonar la deliciosa música de sus chorros. Unos cuantos árboles frondosos dan colorido al entorno y en sus alcorques descansan y se refugian del calor unos ancianos dándose charletas, mientras que un cura de mediana edad, gordo y sudoroso los mira sin atreverse a intervenir. Frente a la plazuela, la fachada de otra pequeña iglesia con su humilde campanil: San Nicolás.
El viajero ha continuado Calle Mayor abajo para comprobar que ésta ha dejado de ser peatonal, al mismo tiempo que los locales comerciales van dejando de ser pretenciosos, convirtiéndose éstos en humildes y abarrotadas tiendas familiares.
Una nueva y amplia plaza hace al visitante detenerse para saborear, con sensaciones contrapuestas, el panorama. Plaza porticada y de sabor añejo, mantiene la inmensa mayoría de sus enormes edificios con sus puertas cerradas y en estado de semi ruinas. Lástima que un cuadro tan castellano pueda desaparecer. El único edificio restaurado es el del Ayuntamiento. ¡Dios nos coja confesado! O por lo menos tendría que haberse confesado el autor de semejante pecado.
Huyendo de la visión recorro cuesta abajo lo que se vislumbra del resto de la calle y cuando parece que voy a salir a los arrabales de la ciudad ¡¡MILAGRO!! Sí, así, con mayúscula. El viajero no puede dar crédito a lo que ven sus ojos. No es posible semejante belleza en una ciudad aparentemente sencilla y pueblerina.
El viajero abre los ojos y el corazón ante semejante hallazgo. Ha encontrado un palacio de oro que a estas horas de la tarde y con el sol empezando a declinar en el horizonte, brilla y refulge con sus rayos cegadores encendiendo el hermoso edificio.
No exagero, amigo lector. Esa es la primera sensación que el viajero siente al contemplar el Palacio de los Duques del Infantado. Si me acompañáis, vamos a conocer un poco la historia de este hermoso palacio y la de sus antiguos moradores.



Se sabe que en el lugar que hoy ocupa el actual Palacio, anteriormente se levantó otro primitivo que se comenzó a construir sobre el año 1376 por orden de don Pero González de Mendoza, hijo de don Gonzalo Yáñez de Mendoza, Montero Mayor del rey Alfonso XI.
Poco más se sabe de esta primera edificación, no habiendo llegado hasta nosotros ninguna reseña ni dibujo que nos lo muestre.
Al morir don Pero González de Mendoza en la batalla de Aljubarrota, en el año 1385, su hijo, don Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de Castilla, continúa las obras de su padre, una vez terminados los años inquietos de guerras al servicio de Enrique III.
Muerto don Diego, su hijo don Iñigo López de Mendoza, futuro primer marqués de Santillana: “hombre eminente en las Letras, las Armas y la Política, amante de las Artes, muy dado a la construcción de edificios, engrandecedor de los bienes y títulos nobiliarios de su Casa y fervoroso amador de Guadalajara”, donde nació por casualidad, pero donde residió siempre que le dejaron libre sus múltiples quehaceres y donde expiró en el año de 1458.
También la ajetreada juventud de don Iñigo fue obstáculo para dar fin a las obras en este primer palacio de los Mendoza alcarreños, acabado al fin por el simpático magnate que edificó de nueva planta el bello castillo del Real de Manzanares, la muralla de su villa de Hita y el Hospital de Buitrago, además de proseguir y casi terminar la hermosa iglesia conventual de San Francisco de Guadalajara, panteón de la familia Mendoza.
Muy poco se sabe, como hemos dicho anteriormente, de este primitivo palacio elogiado por el barón de Romistal, quien lo visitó en 1466.
En este palacio casi desconocido de los opulentos Mendoza alcarreños, se celebró en diciembre de 1436 la boda de don Diego, futuro II marqués de Santillana y I duque del Infantado, con doña Brígida de Luna, hospedándose allí el rey Juan II; recogió el postrer suspiro del ilustre autor de las “Serradillas”; fue testigo del brillantísimo matrimonio de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque con la hija del II marqués, en el año 1462, siendo los padrinos los reyes don Enrique y doña Juana (según las malas lenguas amancebada con el novio), y en marzo de 1473, tuvo por huésped al cardenal legado Rodrigo Borgia, llamado Alejandro VI cuando alcanzó la silla de Roma.

El nuevo Palacio del Infantado.- El desenfrenado amor por la magnificencia ostentosa constituyó una de las más importantes facetas de la personalidad de los Mendoza alcarreños del siglo XV, personalidad heredada por los duques del Infantado en el siglo XVI, originando despilfarros que los llevaron al borde de la ruina, y por fin a la ruina misma en el siglo XIX, a sus remotos sucesores los duques de Osuna.
Dos personajes de la época a la que me refiero se distinguieron,  principalmente por su trato íntimo, amable y sencillo, como por la pasión irresistible hacia el boato extraordinario que pusiera de relieve lo distinguido de su alcurnia. Estos dos personajes fueron el gran cardenal don Pedro González de Mendoza, quinto hijo del I marqués de Santillana y su sobrino don Iñigo López de Mendoza, II marqués del Infantado, quien lo reverenciaba.
Antes de derribar el antiguo palacio, don Iñigo López de Mendoza, entre otras viviendas, prefirió vivir con su familia en el castillo del Real de Manzanares, no sin antes ampliarlo y embellecerlo con la galería sobre el adarve que luego serviría de inspiración y casi de modelo a la que corona el palacio arriacense. Estas mejoras se hicieron sobre 1478-1480, años en los que ya estaría construida la fachada principal del edificio de Guadalajara.
Para no alargar este trabajo que cansaría al lector, señalar que después de varias reformas y contrarreformas más o menos afortunadas, el palacio fue abandonado por sus propietarios cuando la ruina económica los fue alejando de la ciudad y que para colmo de los males para el bello edificio, durante la guerra civil de 1936-39 fue bombardeado y arrasado por la aviación franquista en su avance hacia Madrid, destruyendo en su totalidad los artesonados mudéjares, así como numerosísimas obras de arte que todavía encerraba en su interior.
Después de muchos años de olvido y casi de desaparición por los continuos saqueos, en 1961, la Dirección General de Bellas Artes, ante las clamorosas peticiones de alcarreños ilustres como el doctor Layna (a quien le debemos estos apuntes), comienza su recuperación y hoy día, afortunadamente podemos contemplar este maravilloso palacio al que se le ha dado una utilidad pública, orgullo de todos los alcarreños que lo sienten como cosa propia. En su interior se alberga la Biblioteca Pública Provincial, el Archivo Histórico Provincial y el Museo Provincial de Bellas Artes, al mismo tiempo que en su “patio de los leones” se ofrecen conciertos musicales, representaciones teatrales, etc.




                    Ricardo Hernández Megías


                       LOS DOS CÁNTAROS DE LECHE



                Para mi madre, que tantas veces me contó un cuento como éste.
                      ¿Le habré yo pagado a ella con dos cántaros de leche?



      A mi amigo Félix Malfeito, excelente pintor y mejor persona, capaz de sentir en su alma esta leve llamada de amor y de nostalgia hacia unos seres indefensos que merecerían nuestra atención y, desde luego, siempre nuestra defensa, desde nuestros privilegios de seres acomodados. El día que se dio la primera limosna se creó la diferencia de clases. Luchemos para que esta rémora del pasado desaparezca y sea la justicia la que haga a los hombres iguales.




            La denominada guerra civil que asoló estos campos y a este pueblo de manera inmisericorde, sería motivo suficiente para relatar infinitas historias de amores o de odios entre sus habitantes.

         Si en otro de los relatos aquí contados anteriormente he querido hacer referencia a los sufrimientos que padecieron los hombres que huyeron a la sierra, los “topos”, por el mero hecho de tener ideas políticas contrarias a la de los vencedores, en este relato, voy a contaros una de las cientos de historias de seres sin nombres que tuvieron que padecer el estigma del exilio, bien por haber perdido la guerra y no poder aguantar el horror represivo que como un volcán surgió de las entrañas de los estamentos civiles y religiosos de los vencedores, o por las carencias económicas que durante muchos años después de terminada la contienda, arrastró hacia otras tierras a un enorme contingente de brazos jóvenes y robustos, tan necesarios para levantar el deprimido cuadro socio-económico de las regiones más desfavorecidas.

         Quiero ser únicamente el testigo transmisor de estos acontecimientos que transformaron la vida diaria de los pueblos españoles, algunos de ellos, como el mío, duramente castigados por una de las lacras de más significación social durante los tres últimos tercios del siglo XX: la emigración.

         Poco a poco, año tras año, los pueblos se fueron despoblando hasta alcanzar cifras desesperantes. Las ciudades fueron el foco de atención para una juventud que tuvo que abandonar sus tierras de origen a la búsqueda de un incierto porvenir y solamente los viejos, apegados a su tierra y a su casa, se negaban a abandonar tanto amor acumulado entre sus muros o al socaire de sus calles, a la espera únicamente de ser enterrado entre los suyos.

         Esta historia que cuento, es la historia de una mujer sin nombre que nació en este pueblo, que fue bautizada y se casó en la iglesia en cuyos archivos parroquiales figura su nombre y en cuyo cementerio, al lado de los suyos, falta su lápida.
        
         Pero quiero que sea esta vez el escritor que le ha devuelto a la vida, que nació en este mismo pueblo de la mujer del relato y quien se la encontró mendigando por las calles de Madrid, el que dé comienzo a esta triste y bella historia:

                                            * * *
        
         Sentí como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.
        
         La primera reacción, cuando salí a plena luz desde la boca del Metro de Atocha, fue la de proteger mi rostro ante la violencia del frío exterior. La mañana, aunque luminosa, arrastraba todavía la dureza de la noche, que se reflejaba en las desnudas y escarchadas ramas de los plátanos, tristes vigilantes desfoliados del viejo caserón del Ministerio de Agricultura.

         Más no importaba. Mi afición bibliográfica me conducía una vez más, y superando cualquier incomodidad, a mi querida Cuesta de los Libreros de Viejo: La Cuesta de Moyano. Con la ansiedad del que siempre cree que llega tarde a su cita y obsesionado por la idea de que otro “bibliópata” se me adelantara en la casi diaria búsqueda de novedades, fui acelerando mi paso, completamente ajeno a todo lo que me rodeaba, por muchas charangas, panderetas, carracas… etc. que ocasionalmente acompañaban mi marcha. Era 24 de diciembre.

         Puedo asegurar que cientos de veces he recorrido el mismo tramo y siempre con la misma ilusión. Y doy fe de que en mucha ocasiones y en el mismo sitio de hoy, me la he encontrado solitaria, callada, pulcra; siempre arrebujada en un infinito número de capas de ropa negra, ya muy descolorida por el tiempo. Tanto en verano como en invierno.

         Confieso que mi mala fe me ha llevado en muchas ocasiones a desviar mis pasos cada vez que veía su diminuta mano alargarse para pedir una limosna y que mi corazón, duro y aburguesado, ha pretendido –sin conseguirlo- justificar este rechazo, a sabiendas que unos metros más arriba, y por puro placer, iba a gastarme un dinero que a ella le negaba. Nadie se engaña a sí mismo.

         Pero en esta ocasión, todo fue distinto. No hubo salvación.

         Puede que fuera el contraste de su pequeña figura desafiando al intenso frío de la mañana, o pudo ser que la festividad de la fecha abriera en mí un pequeño resquicio por donde se filtrara un pequeño rayo de compasión. No lo sé. Pero sí puedo asegurar, que al acercarme a ella con mi mísera y justificante limosna en la mano, la miré a los ojos.

         ¡Dios mío, qué ojos! Había en su mirada azul, no un reproche, no. Ni siquiera ese vacío del ser vencido que mira a través de las cosas, fijas sus pupilas en un punto que solamente ellos pueden percibir. Tampoco. En sus ojos acariciadores y levemente acuosos, se percibía como un abrazo de agradecimiento, de cariño inexplicable, de ternura, que a mí, os lo confieso, me dejó inquieto, sintiéndome culpable de desconocidas culpas.

         Pero fue una lágrima que vi deslizarse por su hermosa cara lo que me paralizó. Siempre he sido cobarde ante las lágrimas, mucho más si éstas eran femeninas. Mi madre jugaba conmigo utilizando de este recurso cuando ya no había otra forma de convencerme. Otras mujeres, siendo ya hombre, también me ganaron sus pequeñas batallas utilizando este argumento.

         Me acerque a ella, culpable, sin saber cómo salir del aprieto, preguntándole:

-  ¿Se encuentra usted mal, señora? ¿Le puedo ayudar?

-  ¡No, hijo, no! Me encuentro bien. Sólo que al verte me ha dado un vuelco el corazón. He recordado otros tiempos, a otra persona. Ya ves tú qué tontería.

-  ¿No tiene familia? Perdone, quiero decir si no tiene a nadie con quien compartir estas fechas navideñas.

-  ¿Estas fechas? Todos los días son iguales para los que no tenemos esperanza. La Navidad es un lujo sólo al alcance de los afortunados. En cuanto a mi familia, hijo, ya hace mucho que la perdí y creo que para siempre. ¡Qué le vamos a hacer!

-  Me gustaría ayudarle, si es que puedo. No sé, retirarla, aunque sea unos momentos de este frío asesino.

-  Ya me has ayudado, hijo. Mucho más de lo que puedas imaginar. No me refiero al dinero que me ayudará a comer hoy. No. Recordar, a veces, también es una agradable sensación que voy olvidando cada vez con más frecuencia.

-  ¡Mire!, le propongo algo que nos vendrá bien a los dos: le invito a desayunar bien calentito y usted me cuenta lo que quiera. Le prometo que me interesa lo que me pueda contar, aunque no sea más que como descargo de conciencia. Yo también tengo una viejecita como usted, lejos, y tampoco este año podré estar con ella en fiestas tan señaladas. ¿Me lo concede?

Ahora me miraba fijamente a los ojos y vi que los suyos sonreían, mientras que intentaba agradecerme mi ofrecimiento, resguardándose no sé si tras su timidez o su miedo.

-  ¿Pero a dónde voy a ir, hijo? Estoy sucia y no me dejarían entrar en ningún sitio. La pobreza alarma a las conciencias. Les asustamos. Es como si vieran en nosotros su cara oculta, su propio yo que no quieren reconocer. Tendrías que ver las caras de los que se me acercan con sus limosnas. Dan más pena ellos desde su pobreza moral, que nosotros con nuestra miseria física. Yo me siento avergonzada de verlos con sus ojos de espanto y muchas veces me hago la dormida para no verlos. ¡Qué drama, Dios mío, arrastramos los seres humanos!

Me alarmé al escuchar de sus labios pensamientos que hacía un momento eran míos, pero que reafirmaron mi voluntad de estar con ella. Aquella mujer tenía algo que me atraía y sus palabras confirmaban mis sospechas de que detrás de su abandono, debía de haber una pequeña historia merecedora de conocerse.

-  ¡Usted venga conmigo, que allanaremos cualquier dificultad! –exclamé eufórico y bobamente seguro de mi “valiente” actitud.

Más, ¡ay! Qué razón tenía mi acompañante. Habría que ver y sufrir, como yo lo hice, las caras que pusieron los camareros, cuando con toda delicadeza sentí a mi viejecita en una mesa y reclamé los servicios de éstos. Primero fueron sus caras de extrañeza y cuando vieron que de una forma resolutiva y por completo ajena a sus posibles protestas me reafirmaba en solicitar que nos atendieran, sus ojos me lanzaron miradas como cuchillos dispuestos a clavarme en mi asiento.

Fueron las palabras –muy bajitas– de mi acompañante las que me dieron la medida exacta de mi atrevimiento.

-  ¡Hijo, estás escandalizando a la buena sociedad! No sé cómo vamos a salir de esta situación tan comprometida para ti.

-  ¡No importa! ¡Usted desayunará conmigo o nos tendrán que echar a los dos, a lo que no estoy dispuesto! ¡Se lo aseguro!

Más tarde, pasados los momentos de confusión por ambas partes y con dos grandes tazas de humeante café sobre la mesa, nuevamente observo su mirada azul, acariciadora, buscando la mía. En un arranque de sinceridad y osadía, me atrevo a exponerle lo que hace rato vengo maquinando para mis adentros:

-  Perdone mi atrevimiento, señora, pero sé que detrás de cada persona vencida, como puede ser su caso, tiene que haber y la hay, una historia digna de contarse; o aunque no la hubiera. Cuando nos encontramos por la calle a un ser marginado, derrotado, no queremos reconocer que en el juego de la vida, esta situación nos puede tocar de pleno, sin que podamos evitarla.

Olvidamos que esos seres que ofenden nuestro acomodo, fueron en su día niños queridos y mimados por unos padres maravillosos, como los nuestros. Que amaron y fueron amados como hoy lo hacemos nosotros, y que en muchos casos, todavía hay quien deja correr una lágrima esperando el regreso del ser amado.

Nadie llega a la derrota porque quiera. Y es precisamente eso, el relato de esta circunstancia lo que quiero conocer en su caso.

Ya sé que todo mal recuerdo es una herida que sangra. Déjeme recoger esa sangre y arrancar esas espinas para hacer en mi memoria, un hermoso ramillete de rosas rojas. Su perfume será para mí un recordatorio durante toda mi vida, y si tengo sensibilidad suficiente para plasmarlo por escrito, será un pequeño y hermoso regalo que quiero hacerles a mis hijos.

-  Tienes razón al decir que los recuerdos duelen, pero también son un bálsamo para una vida como la mía, que ya hace mucho tiempo sólo vive de recuerdos. Lo injusto que tiene la vida a mi edad, es que el futuro no existe. No ya para los que como yo, nada nos interesa. Los viejos no tenemos futuro. Ni presente. Solamente el pasado nos pertenece de una forma íntima e intransferible. Pero es humo que se nos escapa.

-  Pero te voy a contar mi vida si ello te complace. No. No esperes de mi relato nada extraordinario. No lo hay. La vida sólo es interesante para el que la vive. Pero empecemos.



“A la altura de mis años, podría decir, que mi vida ha estado marcada desde su inicio por el sufrimiento. Y no sería verdad. O cuanto menos no toda la verdad. Aún siendo cierto lo anterior, en mi vida también ha habido momentos de felicidad tan intensa, tan deslumbrante, que el dolor queda borrado al instante. Sin contornos,

Nací en un pueblecito, en el Sur, que a mí siempre me pareció maravilloso. Desde mi aturdida e inocente niñez, con qué intensidad disfrutaba de las escapadas a la cercana sierra donde un halo de misterio y de miedo nos atraía irremediablemente. El colmo del placer, lo experimentábamos cuando chiquillos y chiquillas, contrariando las rígidas normas morales de aquellos tiempos, nos bañábamos semidesnudos en las aguas limpias del arroyo, fuera del alcance de las miradas de nuestros mayores.

No era una sensación de pecado, a nuestra edad incomprensible, lo que sentíamos al ver nuestros cuerpos desnudos. Por el contrario, era la fascinación por lo prohibido y la reafirmación de nuestra libertad ante tanta prohibición, lo que nos lanzaba a ser osados y atrevidos. Éramos felices.

También recuerdo con nostalgia y cariño mis años de escuela. A esa edad, no se conocen, ni se entiende, de desigualdades sociales y todos éramos como polluelos alrededor de la querida maestra.

El mundo, desde el pueblo, se nos representaba como una nuez en la que nosotros éramos el núcleo principal. Era de ver y escuchar los comentarios de los neófitos al enterarnos de nuestra pequeñez, conforme la maestra nos enumeraba los infinitos nombres de países, montañas, ríos… ¡Qué desazón ante tanta grandeza! ¡Cuánto ensueño…!

Pero fue el amor con toda su grandeza e inquietud lo que marcó, verdaderamente, el comienzo de mi vida. Amor sencillo, inocente, envuelto en una aureola de inquietud y misterio, pero firme y sin fisuras como más tarde pude comprobar y sufrir en los momentos más amargos de mi vida.

Sus comienzos fueron, para una adolescente de quince años, sensible e influida por toda clase de lecturas románticas de la época, como una bocanada de aire ardiente, que como a una tea hacía consumirme entre mil ensueños.

Yo conocía a Ramón desde la escuela de párvulos, pero nunca habíamos intimidados como amigos, ya que nuestras familias pertenecían a mundos sociales totalmente diferentes, que en un pueblo, eran dos mundos que se ignoraban al margen de lo estrictamente profesional.

El padre de Ramón era un mediano propietario agrícola con una buena hacienda consolidada, mientras que mi padre era un simple asalariado temporero.

Precisamente fue esta necesidad profesional lo que dio lugar, de forma casual y graciosa, a nuestro romance. Era Julio y temporada de la recolección de las mieses. A la altura de estas fechas, la trilla estaba en su máximo apogeo. Todos los hombres útiles del pueblo y algunos de pueblos cercanos, estaban contratados y trabajaban a marchas forzadas, temerosos, patronos y trabajadores, de que las inclemencias y los caprichos del tiempo malograran lo que iba a ser el sustento de todos para el resto del año.

Los hombres dormían en las eras que rodeaban al pueblo y las mujeres se acercaban al caer la tarde, acompañadas de sus hijos, para suministrarles algún que otro capricho, junto con algo de ropa limpia. Eran momentos íntimos y de gran regocijo, después de la jornada agotadora, en la que los más jóvenes aprovechábamos para corretear entre las “parvas” de cereales ideando mil travesuras.

Yo quise imitar a la pandilla de “golfillos” que de una forma poco considerada y a grito en pecho, intentaban montar a un pequeño borriquillo blanco, que cual Platero Juanramoniano de la escuela, afilaba sus orejas e intentaba huir de aquellos cafres que le acosaban.

En uno de mis saltos, yo también conseguí subir a su lomo, con tan mala suerte, que el pobre animal, asustado por los gritos y algún que otro pescozón en el morro, brincó en su huída lanzándome por los suelos.

No recuerdo nada más de aquel momento que el susto de verme por los aires y el tremendo golpetazo que me di en la cabeza cuando toqué el suelo.

Cuando recobré el conocimiento, pude percibir que me llevaban en volandas y que unos fuertes brazos me estrujaban contra un pecho ancho y cómodo, que poco a poco pude sentir y oler, ya en plenitud de mis facultades recobradas.

Me llevaban asustados al médico del pueblo y Ramón, desde la autoridad de hijo del patrón a la que se le añadía el arrojo de su fuerza, no había consentido que nadie más que él atendiera a mi desmayo.

Me siento capacitada y puedo decir que una puede calibrar y visualizar en un instante su futuro, en un momento de intenso goce emocional. Yo, así lo pude percibir mientras era estrujada entre sus fuertes brazos y absorbía con ansiedad el olor de su sudor fuerte y acre, pegada mi nariz a su robusto pecho.

Un enorme “chichón” en la cabeza, una pierna escayolada e infinidad de “visitas de cortesía” para interesarse por la hija de uno de sus peones, fueron la consecuencia, ya evidente desde fuera, de la dirección de sus sentimientos.

Tres años de noviazgo, maravillosos, emotivos, de un sincero y honrado conocimiento mutuo, nos llevaron, entre nubes de algodón, a unir nuestras vidas en matrimonio al finalizar el verano de 1935.

Mientras tanto, el mundo, al margen de nuestra historia sentimental, seguía rodando en esa rueda de intrigas, de odios y de desavenencias, que de forma tan cruenta iba a cebarse, sin proponérnoslo, en nuestras vidas. El país se estremecía ante sangrientos acontecimientos, que aun de forma atenuada por la distancia de los centros de poder, también sembraban la inquietud y la zozobra en los medios rurales.

El triunfo de la Republica, después de superadas las fuertes presiones que se sufrieron en los pueblos hasta las votaciones, había hecho renacer hermosas esperanzas fuertemente atadas por planteamientos atávicos, así como frenadas en sus reivindicaciones por una falta total de preparación académica. En los primeros meses del nuevo gobierno, se vivieron los momentos más gozosos para un mundo de desheredados que cifraban sus renacidas esperanzas en el reparto de la tierra, así como en la apertura de las “escuelas para mayores”, donde hombres y mujeres más que maduros, una vez terminadas sus siempre agotadoras jornadas, todavía tenían tiempo para alcanzar ese ansiado anhelo de cultura, hasta esos momentos sólo al alcance de los más privilegiados económicamente.

Ramón, joven agricultor pero con una buena preparación académica, fue de los primeros en darse cuenta y ver muy claro los beneficios de esta nueva política y dedicaba parte de su tiempo libre –que nos pertenecía a los dos–, en ayudar al joven maestro que al pueblo, como una bendición, nos había tocado en suerte.

Si había algo más que pudiera colmar nuestra felicidad, esto fue el nacimiento de nuestro hijo. Me daba miedo tanto tiempo tocando el cielo con la punta de los dedos. Pero mi egoísmo de madre y de esposa feliz, me hacía pensar que este estado de bienestar era por méritos propios, que nadie me podría arrebatar.

¡Qué equivocada estaba!

A mediados de julio del año 36, en plena faena de los campos, una noticia corrió de boca en boca, que como si fuera una plaga de langosta sobre hermoso trigal, fue silenciando los pueblos, haciendo que nos atrincheráramos en nuestros hogares a la espera de una pronta resolución de tan grave problema: un nuevo golpe militar, una vez más en nuestro atormentado país, intentaba torcer lo que había sido el ansiado deseo de un pueblo, cansado de gobiernos ineficaces y corruptos.

Hago mención a las langostas, porque el que haya vivido alguna vez la experiencia de ver una plaga, habrá observado que primeramente se produce un gran silencio, de donde poco a poco va emergiendo un rumor desconocido, irritante, que va creciendo de volumen al mismo tiempo que aparecen los más fuertes ejemplares, haciendo de guías a la ensordecedora y chirriante masa, que como abrasadora llama dejará el campo esquilmado y a los labradores con una bola de sangre y hiel en la boca del estómago.

De la misma manera anteriormente descrita, a los pocos días de la asonada y según se iba confirmando el avance de los militares rebeldes, como gusanos salidos de mala tierra, como lobos sangrientos saliendo de sus madrigueras, así, los individuos más violentos, que hasta esos momentos cobardemente habían estado silenciados, fueron dejando por los pueblos un reguero de sangre y de miedo, hasta colmar  sus insaciables instintos más repulsivos.

Todo era válido para sus oscuros intereses: malquerencias, deudas que no se querían pagar, envidias familiares, amores despechados… y, por supuesto, diferencias ideológicas como principal causa de acción para sus criminales propósitos.

Así, de una forma soterrada y con el miedo como acompañante durante todas las horas del día –horror por las noches–, nos fuimos enterando de las detenciones de los más significados individuos del pueblo, para encontrarnos con la miserable sorpresa de saber, que sin posibilidad alguna de defensa y precedidas de cobardes humillaciones, eran fusilados contra las tapias del cementerio.

Una vaga inquietud me zarandeaba interiormente, sabiendo que el compromiso social al que se había adherido muy gustosamente Ramón, le hacía vulnerable ante cualquier denuncia, así como blanco perfecto de escarmiento para “señoritos desclasados”. Sin embargo, en el interior de mi alma, habitaba la esperanza de que este mismo origen social de donde provenía, fuera su escudo y su tabla de salvación en caso de peligro.

No fue así. Una tarde no volvió a casa a la hora acostumbrada. La noticia de su arresto, junto con las de varios campesinos jóvenes  políticamente comprometidos con la causa de la República, a las que se les añadía la del nuevo maestro, fue sacudiendo como una descarga eléctrica cada rincón del acobardado pueblo.

Otras mujeres tuvieron el valor de enfrentarse a los guardias civiles que custodiaban a los muertos para envolverlos en una última mirada de cariño. Yo no. Mi miedo, mi angustia, fueron tan desproporcionados, que me refugié con mi pequeño hijo entre los brazos y di rienda suelta a mi asco por el pueblo, por los hombres…, por la vida…

Quise mantener vivo su recuerdo en mi corazón. Un recuerdo de mujer enamorada de su hombre: fuerte, guapo, honrado…

De la misma manera que no quise verle muerto, jamás me acerqué a la fosa común donde fueron arrojados como perros sus restos. Viviría siempre en mi recuerdo y en el hijo que me había dado.

Así cerré una etapa de mi vida. ¿Pero se cierra verdaderamente una etapa con sólo desearlo?

El triunfo de los asesinos, las cicatrices producidas por el dolor de un pueblo, el silencio de los hogares rotos, la grisura de unos años de hambres y desesperanza, fueron resbalando sobre mi vida sin que me diera cuenta de mi verdadera situación.

Fueron los ojos, inmorales, licenciosos y arrogantes de aquellos fantoches, los que me permitieron salir de mi modorra o de mi intimidación.

Los mismos que habían matado a nuestros maridos e hijos. Los que habían arruinado nuestros hogares habiendo dejado huérfanos a nuestros retoños. Los mismos que se proclamaban defensores de la moral y de los principios católicos de la sociedad española  y que en su defensa se habían levantado contra el gobierno anticlerical y revolucionario. Esos mismos, eran ahora los que extorsionaban a los vencidos pagándoles jornales de miseria. Los que se apropiaban de los bienes que significaban los últimos recursos para sobrevivir. Los mismos que en momentos de máxima necesidad, abusaban sexualmente de las pobres viudas, por el pobre recurso de un trabajo o de unos duros con que alimentar a su prole.

Cuando me vi acosada, requerida contra mis más firmes convicciones morales, cuando ni mi propia familia ni mi fortaleza de ánimos pudieron servirme de ayuda, tomé una firme decisión: MARCHARME. Alejarme con mi dolor dejando atrás mi familia, desgajándome de mis raíces. Hasta mis pertenencias más íntimas quedaron olvidadas. Solamente arrastré conmigo mis recuerdos. Y a mi hijo.

Madrid. Años de soledad. De estrecheces. ¡Pero libre! ¿Libre? ¡Qué pobre tonta!

Con qué facilidad utilizamos este término. Para ser libres se necesita independencia y ésta está al alcance de muy pocos afortunados. Sentirse dependiente de alguien, de algo –contra nuestra voluntad–, nos limita, nos esclaviza.

En esto pensaba cuando después de muchas horas de viaje en un tren de tercera, cansada y llena la cara y la boca de carbonilla, veía pasar con los ojos llenos de lágrimas las pobres casuchas de los barrios periféricos de una ciudad que me pareció caótica, sucia, pobre, conforme me iba acercando a la estación del Mediodía. Y a donde en el más pobre de sus barrios fui a asentar mi residencia.

Frío, miedo, trabajo, basuras, cansancio, ratas… Soledad. Siempre la misma sensación de abandono que me perseguía desde la muerte de Ramón.

Sin embargo, es en el peor de los lodazales donde crece la flor más hermosa. Era un dicho campesino que aquí, en la ciudad, se cumplía con fidedigno rigor. En aquellos barrios insalubres, faltos de todo lo necesario para el desarrollo, tanto físico como intelectual, fue creciendo el pequeño Ramón con un vigor y un desparpajo que me llenaban de asombro y de oculto orgullo.

Mis esperanzas crecían conforme crecía aquel muchachote fuerte y guapo que alcanzaba buenas notas en sus estudios y se hacía respetar por sus profesores. Mucho trabajo puse para completar su formación. Muchas pequeñas renuncias personales. El resto lo puso él con su esfuerzo y sus ansias de superación.

Estudios. Becas. Más estudios. Exámenes que nos dejaban a los dos completamente extenuados. Universidad. Más esfuerzos. Éxito rotundo en el fin de la carrera. Viajes de perfeccionamiento. Ausencias cada vez más largas. Nuevamente, la soledad como compañera.

Intentaré ir acabando mi relato.

Al mismo ritmo que aumentaba su éxito profesional, iba creciendo nuestro desencuentro. Mi hijo hablaba ahora un lenguaje que yo desconocía. Nos callábamos los dos. Las ausencias de casa eran cada vez más largas y yo, apenada, veía cómo aquel pedazo de mis entrañas se iba alejando de mí a pasos forzados. La ambición le fue ganando la partida. Había descubierto otra vida, donde el placer, el lujo de la abundancia y la fama, eran el premio que se les concedía a los ganadores. Él siempre jugó a ganador.

No es un reproche. ¡Te lo juro! Quiero sólo justificarle, perdonarle, si es que una madre tiene algo que perdonarle a su hijo. Habían sido años muy difíciles para un niño brillante como él, que ahora quería resarcirse.

Me da pena decirlo, pero hasta su madre era una carga, una rémora del pasado. Se avergonzaba de mí y me fue apartando de su vida. Me olvidó.

Ya no era la joven animosa que se puso el pueblo por montera. Mi ánimo fue decreciendo, fui perdiendo defensas ante la vida y mi propio cuerpo me pidió cuentas de esta dejación. Enfermé. Me vi sola y abandonada en un hospital para gente pobre como yo. No quería vivir, pero aún mi cuerpo tenía resistencia para negarme este último deseo. Enferma, sin trabajo, sin ilusión, dejada del más mínimo deseo de cuidarme, vagaba por las calles de mi barrio como una sombra que se adelgaza con el paso de los días.

Una mañana, perdiendo el tiempo ante el escaparate de unos grandes almacenes, me desmayé. Cansancio, hambre, dejación… ¡Yo que sé! Puede que todo a la vez. Cuando recobré mis sentidos, personas caritativas me rodeaban dándome ánimos al mismo tiempo que se compadecían de mi desamparo y de mi humilde presencia.

Cuando me vi nuevamente sola, tenía entre mis manos una considerable cantidad de dinero, con el que habían lavado su conciencia, mis compungidas  auxiliadoras.

Fue el comienzo de mi mendicidad. Me acostumbré a extender la mano y casi siempre me encontraba en ella unas monedas como premio a mi atrevimiento. Años de dejación de cualquier actitud moral o ética, en otros tiempos impensables. Era cuestión de tiempo. Y mi cuerpo me señalaba, cada vez con mayor frecuencia, que mi tiempo estaba agotado.

Paseaba un día mendigando por los alrededores del Teatro Real, donde se ofrecía un acontecimiento memorable, según comentarios. ¡Qué derroche de lujos! ¡Qué hermosísimas damas acompañadas por elegantes señores vestidos para la ocasión! ¡Qué coches, Dios mío!

De uno de los brillantes y relucientes coches, negro como el ébano pulido, se estaba bajando una elegantísima pareja. Cuando tuve la osadía de acercarme a ella con la mano extendida, lo reconocí. ¡Qué guapo, Dios mío! ¡Con qué elegancia llevaba su atuendo! ¡Qué hermosa dama le acompañaba y cómo lucían sus joyas sobre su blanca piel!

El también me reconoció.

Mi primer impulso de arrojarme a sus brazos quedó al momento paralizado al mirar sus duros ojos, donde el asombro y el miedo le hicieron perder momentáneamente su prestancia.

- “Manuel –se dirigió al conductor–, acompañe a la señora. Yo les sigo en un instante”.

- “¿Pero qué haces Ramón? Date prisa que llegaremos tarde” –pronunció con cristalina voz su acompañante.

- “No te preocupes, es sólo un momento.”

-“¿¡Qué haces aquí y así vestida!? ¿No te da reparos presentarte con esa facha?”

-“¡Pero hijo! Si solamente estoy pidiendo limosna”.

-“¡¡¿Limosna?!! Tú me quieres avergonzar”

-“¡No hijo! ¡No! Pero como no has querido saber nada de mí. Después de tantos sacrificios como yo he hecho por ti…” 

 -“¡¡¿Sacrificios?!! Yo no le debo nada a nadie. Todo lo he conseguido a base de mi esfuerzo, de mi inteligencia, de mi trabajo”.

-“Pero aquel niño que yo…”

-“¡Ah! ¡Ya! ¡Lo de siempre! ¡Cómo no ibas a echarme en cara mi niñez! ¿Te lo pedí yo? ¿Acaso me reprochas que…?

-“¡No hijo! Yo no te repro…”

-“¡Está bien! ¿Qué es lo que te debo … dos cántaros de leche? ¡Toma! ¡Estamos en paz!




Cuando recobré el conocimiento, aún conservaba entre mis manos, arrugado pero nuevo, un billete de cinco mil pesetas, que todavía conservo como recuerdo de aquella afrenta.

¡Espera! ¡Toma, te lo regalo! Como regalo de este día. Guárdalo como el mejor recuerdo que tengas de mí. Yo sé que tú nunca se lo entregarás a tu madre como pago por sus desvelos”.

* * *

He seguido visitando la plaza de Atocha y siempre miro con ansiedad el sitio donde un día me la encontré. Pero nunca la he vuelto a ver. ¿Dónde estás, mi viejecita?

Los que tienen el Don de la Fe, dicen que hay un Sitio donde se premia o se castiga el quehacer de los hombres en este mundo. Yo no lo creo. Pero si así fuera, yo sé, mi querida amiga, que estarás descansando y regalándote con toda la felicidad que este mundo te negó.

Y si ves a mi otra viejecita, que también se marchó ya y que estará por esos mismos lugares de felicidad, dile que me acuerdo mucho de ella. Os quiero a las dos.

 Ricardo Hernández Megías




UN SOLDADO EXTREMEÑO EN LA GUERRA DE CUBA
DON FRANCISCO NEILA Y CIRIA 1862 – 1923)

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Ricardo Hernández Megías. 2011.


       La llamada “guerra de Cuba” es la parte final de una contienda bélica de incalculables dimensiones y crudeza con una de las mayores potencias emergentes de finales del siglo XIX, los Estados Unidos de América, por lo que dichos enfrentamientos podemos llamarlos más acertadamente “guerra hispano-estadounidense”, cuyo triste final, la derrota vergonzosa de España en 1898, nos llevó a unos de los momentos más críticos, tanto en lo social como en lo político, de un país que nunca supo defender sus territorios con la solvencia necesaria. La corrupción de la clase política, el abandono de sus deberes con sus ciudadanos –tanto de los de dentro como los de ultramar– y la falta de medios económicos para apoyar a su ejército en los momentos necesarios, hizo posible que en dicho año 98 España perdiera todas sus colonias del mar del Caribe, así como las del Pacífico, en donde se encontraban las Islas Filipinas, las Islas Marianas y las Islas Carolinas.

       Y no es que dichas potencias no vinieran anunciando sus planes anexionistas. Los mismos Estados Unidos, una vez pacificados sus territorios entre Norte y Sur, ya habían dado prueba de sus deseos, cuando a mediados del siglo XIX invadió y se apoderó de los antiguos territorios de México, así como, en la Conferencia de Berlín, en 1884, las potencias europeas, con el fin de no enfrentarse entre ellas, necesitando expandir sus economías, decidieron repartirse los enorme territorios del continente africano, con la finalidad de abrir nuevas vías de comercio, tanto como explorar y explotar los ricos yacimientos minerales que desde hacía años se sabía que encerraban sus suelos. Tampoco los territorios asiáticos se salvaron de la codicia de los políticos europeos, siendo China el país más deseado para sus afanes comerciales; sólo el comienzo de la Primera Guerra Mundial aplazaría las ansias de colonización; unos planes que después del desarrollo de la misma guerra, con la desaparición de algunos de los países europeos y con la demarcación de nuevas fronteras territoriales, harían cambiar, que no olvidar la conquista de esos continentes.

       Estados Unidos, ya por aquellos momentos país de grandes recursos económicos y con un buen ejército perfectamente preparado, que no había participado en el reparto africano ni asiático, puso, sin embargo, sus ojos –mejor decir sus intereses– en territorios de la zona del Caribe y del Pacífico, donde su influencia se hacía en sentir en Hawái y Japón, zonas donde España y desde hacia siglos, mantenía su influencia con las colonias de Cuba y Puerto Rico, en la primera, y Filipinas, Marianas y Carolinas, en la segunda.

       No fue difícil poner en aprieto a las autoridades de los gobiernos españoles, habida cuenta de la tremenda debilidad que la clase política venía padeciendo desde las crisis políticas abiertas y nunca cicatrizadas, en tiempos de Isabel II. Por otra parte, el fuerte valor económico, agrícola y estratégico que significaba Cuba, venía siendo objetivo prioritario de anteriores presidentes americanos, que, incluso, llegaron a hacer ofertas económicas para su compra, si bien nunca aceptadas por los gobiernos españoles, habida cuenta que Cuba era la “perla” de sus colonias y La Habana, su capital, el centro del tráfico comercial más importante, comparable a muchos puertos peninsulares.

       A los deseos americanos de posesión de tan rica plaza, hay que sumar el descontento de los habitantes de la isla enfrentados con las autoridades de la metrópolis por lo que ellos consideraban limitaciones políticas y comerciales impuestas por España a sus productos principales, tales como la caña de azúcar que veían como era boicoteado su comercio con los EE. UU., y, sobre todo, la insolidaridad de las empresas textiles catalanas, asegurándose el monopolio textil, para lo cual fueron promulgadas la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas (1882) y el Arancel de Cánovas (1891), gravando los productos extranjeros con más de un 40% y obligando a absorber los excedentes de producción, medidas que fueron verdaderas barbaridades económicas que no hacían más que ayudar al hundimiento de la industria cubana.

       A estos desatinos hay que añadir el nacimiento de una nueva burguesía isleña dispuesta a luchar por todos los medios por la independencia de sus territorios, manejando adecuadamente a la población indígena, cuyos derechos no se respetaban por parte de los hacendados, aun conociendo éstos que la abolición de la esclavitud en Cuba había sido aprobada en 1880.

       La primera gran sublevación contra las autoridades españolas sucedió en el decenio comprendido entre 1868 y 1878, acaudillados por el hacendado Carlos Manuel de Céspedes, con grandes pérdidas personales y materiales, tanto de una parte como de la otra, situación que terminó con el acuerdo de una paz vigilada que ha pasado a la historia con el nombre de la Paz de Zajón, que, en definitiva, no fue más que la preparación de nuevos y más fuertes enfrentamientos, esta vez dirigidos por un hombre de gran prestigio como lo era José Martí, verdadero impulsor de la independencia de Cuba y creador del Partido Revolucionario Cubano, que a la postre sería el partido vertebrador de todos los levantamientos revolucionarios de aquellos años de finales del siglo XIX.

       Los niveles de descontento entre los mambises, ciudadanos isleños que habían sido esclavos hasta 1880, dirigidos por dos buenos estrategas como lo eran Antonio Maceo y Máximo Gómez, traían de cabeza a las autoridades militares españolas en la Isla, que veían como cada vez eran más frecuentes sus actos de rebeldía, de sabotajes y, sobre todo, de enfrentamientos armados contra patrullas militares y hostigamientos a sus lugares de acuartelamiento, quienes con frecuencia tenían que tomar precauciones en sus desplazamientos y aumentar la seguridad de sus atrincherados lugares de descanso.

       La primera medida de consideración frente a este aumento de la violencia contra los militares españoles fue tomada por el nuevo Capitán General, Wayler, responsable de la Isla, que consistió en el reagrupamiento de los campesinos en zonas vigiladas, pretendiendo con esta medida aislar a los rebeldes y dejarlos sin suministro. El resultado fue muy otro y no favorecedor para los intereses españoles: el cese de la producción de alimentos y bienes agrícolas, así como la muerte de millares de cubanos (se calcula que murieron más de 200.000 hombres a causa de estas medidas), con la consiguiente radicalización del resto de la población, aumentando el odio contra los opresores y el deseo de independencia, llegando a producirse duros enfrentamientos hasta en la misma capital, La Habana, entre independentistas y españolistas.

       Estos desencuentros entre dos estamentos ya irreconciliables y el aumento de concienciación por parte de personas influyentes cubanas hicieron  que se reclamara a Washington ayudas para resolver el conflicto, así como su intervención directa en el mismo. Naturalmente, los EE. UU., con gran visión de futuro para sus intereses, viendo la posibilidad de una victoria por parte de los independentistas, no dudaron en apoyar dichas reclamaciones, poniendo a su disposición armas, dinero y asesoramiento militar.

       Queremos parar aquí por el momento nuestro relato de las causas que motivaron dicha guerra y entrar de lleno en detalles personales de soldados que en ella intervinieron y que la gran historia olvida con frecuencia. Por otra parte, la Fama, esa diosa tan esquiva y, como mujer, tan voluble, no siempre concede sus favores a quienes más los merece, llevándose los honores de los acontecimientos destacables personajes secundarios que lo único que hicieron fue obedecer las órdenes de sus mandos.

       Señalamos esto, porque de la guerra de Cuba, como en otras tantas guerras que en el mundo han ocurrido, ocurren y ocurrirán en el futuro (el hombre siempre será el mayor enemigo para otros hombres en cuanto haya dinero o poder que conquistar), se van a dar los más nobles actos de valentía, de amor, de compañerismo, de entrega a la Patria de unos hombres, así como los actos más deleznables y miserables que un ser humano pueda cometer. Todo está permitido en una guerra si la victoria es nuestra.

       Así, si cogemos las amplias crónicas de la guerra de Cuba, vamos a ver desfilar a una serie de personajes, acaparadores de todos los honores, medallas y prebendas concedidas por el gobierno de turno sin haber éstos pisado ni por un instante los campos de batallas, mientras que los verdaderos héroes de las mismas, los soldados que luchan en pésimas condiciones, que pasan hambre y frío, que son heridos sin asistencia sanitaria, que mueren sin saber muchas veces por qué ni para qué luchan, esos hombres anónimos que serán llorados durante años por sus madres,  novias o esposas que desconocen sus últimos y fatídicos paraderos, carne de batalla de iluminados “genios de la guerra”, a esos, nadie los nombra, nadie le concede honores, nadie llora sobre sus cuerpos enterrados en intrincadas selvas o en tórridos desiertos de lejanos países.

       Cuando se habla de la guerra de Cuba, nos aparece como la figura guerrera principal de la misma el general Valeriano Wayler, (1838 – 1930), Marqués de Tenerife, Duque de Rubí, Grande de España y Capitán General durante los años finales de la contienda colonial, para nosotros un militar de reconocido prestigio demostrado en multitud de ocasiones, como lo fueran sus actuaciones en la sublevación de Santo Domingo, en 1861, que le valió la Cruz Laureada de San Fernando, pero un mal estratega a la hora de planificar y combatir una sublevación tan intensa como la de los mambises de Cuba, siendo el responsable de unos de los mayores desaciertos, como lo fue su política de Reconcentración de los sublevados en zonas vigiladas por los soldados españoles, que no fue más que un exterminio calculado de la población indígena, motivo de futuras sublevaciones, odios y desencuentros.

El tema de la mala gestión de las colonias venía denunciándose en la prensa nacional desde hacía mucho tiempo sin resultado aparente: ni España supo nunca administrar adecuadamente su política económica – mucho menos la social, en sus territorios coloniales–, ni supo estar jamás a la altura que exigían las circunstancias cuando hubo que defenderlos con las armas; la ambición y la codicia desmesurada de unos pocos empresarios españoles que vieron en las explotación de los abundantes recursos naturales de la isla una importante fuente de ingresos, el desentendimiento de las mínimas condiciones de supervivencia de los trabajadores y el desprecio por las mismas vidas humanas de los naturales de la isla que alimentaban sus fortunas, con el  conocimiento y el consentimiento de las autoridades españolas, fue el detonante que harían explotar las ya de por sí difíciles relaciones que venían produciéndose entre las dos partes. A las ansias de libertad de un pueblo, sabiamente manejadas por los EE. UU., contestaban ciegamente las autoridades de la metrópoli con el envío de más fuerzas militares. Cuando las brutalidades cometidas por el Capitán General de la isla, general Martínez-Campo fueron inasumibles por los políticos de Madrid, la solución que encontraron fue la de enviar a otro general más duro que el anterior y con mayores experiencias en represaliar a los insurrectos como lo era D. Valeriano Wayler, héroe de las campañas militares de Santo Domingo.

       No estamos criticando una política militar que en aquellos tiempos era la única conocida y aplicada en todo el mundo colonizado; estamos narrando solamente lo que a nuestro parecer fueron las causas y los motivos que llevaron a muchos pueblos de habla hispana a buscar su propio camino, desligándose por lo tanto de controvertidas, cuando no equivocadas políticas colonizadoras que en nada les favorecían y sí arruinaban su futuro.

       Tampoco estamos criticando a los militares que llevaron a cabo la política represora contra los pueblos americanos. Ellos eran profesionales de la guerra y cumplían a rajatabla las órdenes que se aprobaban en las Cortes españolas. Por otra parte, dichos militares eran miembros de “castas” privilegiadas, donde palabras como igualdad, respeto, derechos del hombre, etc. estaban vacías de contenido. Ellos obedecían ciegamente a conceptos como “deber” “defensa de la Patria” “obediencia ciega a los mandos” “honor” “victoria” “sacrificio” etc., que a la postre los hacían distintos a los demás mortales y por los que eran pagados con buenos sueldos, condecorados con importantísimas y bien retribuidas condecoraciones que hacían brillar sus apellidos, o con títulos nobiliarios que los hacían entrar en el círculo más selecto de la “alta sociedad” española.
  
       La guerra de Cuba, que en España es conocida como el Desastre del 98, encierra multitud de pequeñas y grandes batallas, de prodigiosas hazañas diarias realizadas por un ejército español poco preparado y peor pertrechado, en las que no contaban los hombres (la mayoría de los reclutamientos eran forzosos entre las clases más pobres del pueblo español) y sí los hechos de armas, que valían, como en el caso del general Wayler, para ponerse otra medalla y aumentar su ya de por sí amplia y brillante Hoja de Servicios.

       Dentro de estas pequeñas batallas que forman todas ellas juntas la guerra de Cuba, vamos nosotros a estudiar el llamado “cerco o defensa de Cascorro” y dentro de él la actuación de, principalmente dos hombres: el héroe oficial de la contienda, el santamartense capitán Francisco Neila y Ciria y el héroe popular y que tanta tinta ha vertido durante el siglo XX, el cabo 2ª Eloy Gonzalo, a quien la ciudad de Madrid le levantó una hermosa estatua y nominó una plaza en su nombre.

       Francisco Neila y Ciria nació en Santa Marta de los Barros, el día 19 de agosto de 1862, siendo sus padres don Manuel Neila, natural del mismo pueblo y de doña Dolores Ciria, natural de Sevilla. Fueron sus abuelos paternos, don Antolín Neila, de Neila (Cameros) y doña Carmen Arias, de Zafra, y los maternos, don Mariano Ciria, de Jara, y doña concepción Grasos, de Reus. El niño fue bautizado al día siguiente de su nacimiento, 20 de de agosto, en la iglesia parroquial del pueblo, por el presbítero don Francisco Gallejo.

       Hizo sus estudios primarios en las escuelas nacionales de su ciudad y los estudios de Segunda Enseñanza en el Instituto de la capital, Badajoz. Buen estudiante, su futuro estaba encaminado, como venía sucediendo con otros privilegiados jóvenes estudiantes del pueblo, bien a estudios eclesiásticos, o bien a estudios militares, como sucedió en su caso. El 30 de agosto de 1879, es decir con diecisiete años, ingresa en la Academia de Infantería, siendo proclamado Alférez el 10 de julio de 1883.

       No vamos nosotros ahora a caer en los mismos errores que venimos  denunciando sobre reconocimientos militares inmerecidos, sobre todo en la campaña de la guerra de Cuba, por lo que nos vamos a ceñir estrictamente a la  Hoja de Servicios militares, previa solicitud al Archivo del Ministerio del Ejército, hoja que ya había sido tenida en cuenta en un trabajo menor publicado en el año 1947  por los señores don Antonio del Solar y Taboada y el Marqués de Cidoncha, ambos académicos  correspondientes de la Real de la Historia, titulado Caballeros del Ideal (Notas de los Archivos), un trabajo de corte hagiográfico y, por lo tanto, de poco valor histórico. Todo el entrecomillado siguiente pertenece a esta citada Hoja de Servicios, que abarca, en este caso, desde 1895 hasta 1899 en que regresa a la península, una vez derrotados los ejércitos españoles y entregados los territorios de ultramar:

      
       “1.895.- Destacado en Salamanca hasta el 15 de Enero que marchó al Destº. de Ciudad Rodrigo donde quedó de guión, hasta fin de Mayo que según R. O. de 18 de Mayo (D. O. nº 109) causó baja en este Regimiento con destino al Distrito de Cuba, embarcando en el Puerto de Cádiz el 31 del referido mes a bordo del Vapor Correo Ciudad de Cádiz, llegando a la Habana el 16 de Junio siguiente, siendo destinado al primer Bon. del Regtº. Infantería de Zaragoza por disposición del E. S. Capitan Gral. del Ministro de 18 de dicho mes según oficio de la S. G. nº 724 de 20 del mismo, incorporándose oportunamente a su Cuerpo en la Plaza de Puerto Ppe. donde quedó prestando el servicio de operaciones y emboscadas hasta fin de Julio que fué destinado a la Guerrilla del 2º Bon. del Cuerpo por disposición del E. S. Capitan General del Distrito de 18 de Julio incorporándose a su debido tiempo en la misma que se hallaba de Operaciones de Campaña en el Ingenio el Lugareño habiéndose hallado el 9 de Agosto en la acción que tuvo lugar en el fuerte Ramblazo que se hallaba atacado por fuerza superiores, los que después de dispersados regresó a Lugareño donde continuó hasta el 19 de Octubre que con toda la fuerza de la Guerrilla regresó a Puerto Príncipe donde continuó hasta el 21 del mismo que salió formando parte de la columna que al mando del E. S. general de Brigada Don Emilio Serrano Altamira, iba a conducir un Comboy para los poblados Sibonai, Bascarro y Guaimara habiéndose hallado el día 26 del mismo en los encuentros tenidos con el enemigo en las alturas del Calado y Arroyo Hancho dispersando al enemigo, llegando a dicho poblado en el mismo día y el 28 salió a las órdenes del Señor Tente. Coronel D. Genaro Mira de Miguel a situarse en los montes de Arroyo Hancho durante el paso del comboy que regresaba a Puerto Príncipe, habiendo reconocido dicho monte regresando a Guaimar donde quedó prestando el servicio de campaña, auxiliando los trabajos de fortificación  y desmonte en cuyo punto continuó hasta el 7 de Novbre. que salió formando parte de la Columna al mando del Tente. Coronel primer Jefe del Bon. habiendo tenido fuego con el enemigo el día 8 en los terrenos de Guaimarillo dispersándolo el 9 en Saul de Sevilla la Vieja y Jobo el 10 en Sebastopol habiendo hecho prisionero al titulado secretario del Mayor General insurrecto, Luis Pérez Estrada y otros dos más; el 11 llegó a la finca de Las Balas en cuyo punto se entregaron los prisioneros a la columna del E. S. Gral. Pedro Mella y continuó de Operaciones siendo tiroteado dicho día por fuerza insurrectas, el 13 de dicho mes fué nuevamente tiroteada la columna haciendo al enemigo un prisionero llegando a Guaimar el mismo día y el 15 salió para el poblado de San Miguel de Nuevita con objeto de proteger el comboy que debía partir de dicho punto para Guaimaro, llegando el 16 del mismo donde continuó hasta el 25 que salió custodiando dicho comboy compuesto de 16 carretas y 99 acemilas habiendose hallado en los encuentros tenidos con el enemigo en los puntos siguientes: El 26 en Sitio Viejo y Lugones, el 27 en Monte Duran y Callejón de Joaquín; el 28 al efectuar un flanqueo por el Calado o inmediaciones del Arroyo Conde sorprendió las partidas llegando a dicho poblado de Guaimar del mismo día donde continuó hasta el 4 Dbre. que salió de operaciones formando parte de la columna que al mando del Sr. Teniente Coronel D. Genaro Mira de Miguel iba á hacer un comboy general para racionar los poblados de Libaniai, Cascorro y Enacmaro dirigiéndose al poblado de San Miguel de Nuevital habiendo tenido fuego con el enemigo en los puntos siguientes: el 5 en Consuegra y Arenillas, dispersándolos el 6 en las maniguas del Desmayo, llegando a San Miguel el mismo día en cuyo punto continuó hasta el 11 que por orden superior se dirigió con su columna al Central Redención con el fin de batir al enemigo que el 9 había sorprendido en Meameya 70 hombres que se hallaban forrajeando en caso de que intentara la retirada por aquella dirección y al llegar a Ciego de Guillaroa se hizo un prisionero procedente de la partida de Angel Castillo, y al llegar a la Finca Santa Isabel se rompió el fuego contra dicha columna y la de Miranda, dispersándolos llegando al Central Redención el mismo día y continuó de operaciones hasta Himas a cuya puertas llegó el 12 y el 13 emprendió la marcha para San Miguel de Nuevita, llegando el 14 en cuyo punto quedó organizándose el Comboy hasta el 17 que salió de dicho punto, teniendo que regresar al mismo a la media legua por el mal estado de las carreteras y el 18 emprendió la marcha llegando a Sibanicu el 19 y el 20 a Cascorro después de haber tenido un ligero tiroteo en dicho día en el “Clavel” y el 21 emprendió la marcha para Guaimaro habiendo tenido fuego con el enemigo en los puntos siguientes: el 21 en las alturas del Palenque Palo Quemado, alturas de Minas y la Reliquia dispersándola llegando a Guaimaro el mismo día, en cuyo punto continuó hasta el 26 que salió conduciendo 20 carretas y 100 acemilas con destino al poblado de S. Miguel de Nuevitas habiendo sostenido fuego con el enemigo el día 27 que se hallaba situado en las alturas de la izquierda de S. Isidoro en nº de 100 hombres, los que después de dispersados se continuó la marcha llegando a San Miguel de Nuevitas el mismo día en cuyo punto continuó prestando el servicio de campaña hasta fin de año.

       1896.- En el mismo punto y situación hasta el 2 de Enero que salió a operaciones de Campaña formando parte de la columna al mando del Sr. Teniente Coronel D. Genaro Mira de Miguel habiendo tenido fuego con el enemigo en los puntos siguientes: el 2 en el Embelero, el 6 en San Agustín, el 7 en Caridad de Pimentel donde se hizo prisionero al insurrecto Joaquín Galea Palanco ocupándoseles Caballos y Armamentos y teniendo noticias que en el punto denominado Potrero Mexico se hallaban reconcentradas fuerzas insurrectas en número considerable en unión del gobierno insurrecto, se emprendió la marcha hacia dicho Potrero y al desembarcar en el, se rompió el fuego por más de mil hombres situados en las cejas del monte y alturas que lo dominan estando de ellos montados unos 600 viéndose la columna precisada a formar el cuadro y despues de hora y media de un nutrido fuego se les dispersó con dos brillantes cargas a la bayoneta dejando sobre el Campo Caballos y pertrechos de guerra continuando de operaciones hasta el 9 que regresó a Puerto Príncipe en cuyo punto quedó prestando el servicio de Campaña hasta el 16 que salió a operaciones formando parte de la columna a las ordenes del Excmo. Sr. Gral. de Brigada, D. Emilio Serrano Altamira conduciéndo un Comboy para el poblado de Guaimaro habiendo tenido fuego con el enemigo en los montes siguientes; el 16 en Guanabanillo, el 18 en Nazuza é Ermicas, llegando a dicho poblado el 21 del mismo y el 23 emprendió la marcha para Puerto Príncipe habiendo tenido fuego con el enemigo en las alturas del Palenque el 25 en los Montes del Chuco y la Gloria llegando a Puerto Príncipe el 27 en cuyo punto quedó prestando el servicio de gnon. (¿guarnición?) hasta el 25 de Febrero que salió formando parte de la Columna al mando del Sr. Coronel Jefe Principal del Regtº. D. Vicente Gómez Ruberte conduciendo un Comboy a Contramaestre llegando el mismo día y el 24 salió a hacer un reconocimiento por dicha Zona habiendo tenido un ligero tiroteo en la finca las Catalinas regresando a Puerto Príncipe el 27 del mismo y quedó de gnon. Por R. O: de 12 de Febrero último inserta en el (D. O. nº 35) página 562 y en propuesta ordinaria le fué concedido el empleo de Capitán con antigüedad de 22 de Enero del año marginal continuando prestando el servicio de Campaña hasta fin de Abril que según oficio de la S. I. del Arma nº 425 de 17 del mismo es baja en este Bon. por Pase a “Exploradores de Alfonso XIII”.
       Según  orden de la Plaza de Puerto Príncipe del 19 de Marzo fué destinado a mandar interinamente la 1ª Guerrilla de Exploradores de alfonso 13 de la que se hizo cargo el dia 20 del mismo en dicha Plaza donde permaneció hasta el 26 de Abril que salió a operaciones formando parte de la Columna del E. S. General D. Adolfo Gimenez Castellano con la que asistió a diferentes tiroteos hasta el 11 de Mayo que regresó a Puerto Príncipe donde permaneció hasta el 27 del mismo que se dió la baja por enfermo y de alta el 6 de Junio siguiente continuando en Puerto Príncipe hasta fin de dicho mes que causó baja en la Guerrilla por haber sido destinado en 15 del mismo por el E. S. Capitán General al Primer Bon. del Regtº. Infª de Maria Cristina. Por resolución de E. S. General en Jefe de 30 de Junio se le concede a este Capitán la Cruz de 1ª Clase del M. M. con distintivo rojo por las operaciones practicadas y fuegos sostenidos contra los insurrectos de Sibanien, Maranguan, San Miguel y otros los dias del 26 de Abril al 9 de Mayo por Real Orden de 18 de Mayo último (D. O. nº 109) página 685 se le concede a este Oficial la Cruz de 1ª clase del M. M. con distintivo rojo por el cual contrajo y herida recibida en el Combate sostenido con los insurrectos en el potrero Mexico el dia 7 de Enero del año actual. Procedente de la Guerrilla de Alfonso XIII causó alta en la revista de Julio en este Primer Batallón del Regtº. Infª. Maria Cristina nº 63 é incorporándose oportunamente al mismo en Puerto Principe donde quedó prestando el servicio de la plaza y emboscadas hasta el 13 que con la columna al mando del E. S. General Conte, General de la División D. Adolfo Gimenez Castellano salió a operaciones de Campaña sosteniendo un ligero tiroteo con el enemigo el 15 en la Compañía; formando parte de la columna a las ordenes del E. S. General de Brigada D. Juan Godoy salió el 29 de Puerto Principe y el 31 de Minas escoltando desde este punto un Comboy para Cascorro y Guaimaro hallándose el dia 1º de Agosto en los encuentros tenidos con el enemigo en el río Arenillas y potrero “La Marina” quedando el mismo dia destacado y de Comandante de Arma de Cascorro donde fué hostilizado diversas veces por grupos insurrectos hasta el 22 de Septbre, que iniciado un vivo fuego de Cañón y fusilería por numerosa fuerza rebelde reunidas de Oriente y el banaguey capitaneadas por el titulado Generalísimo Máximo Gómez y otros cabecillas de significación sostuvo valiente y heroicamente la defensa del mencionado poblado contra los repetidos ataques dirigidos al mismo no logrando el enemigo rendirlo, a pesar de las brechas abiertas en los fortines que lo guarnecían resistiendo 219 granadas que durante 18 dias de cerco y asedio disparó la falange insurrecta hasta el 4 de Octubre que la proximidad de una columna al mando del E. S. General de División D. Adolfo Jimenez Castellano obligó a levantar precipitadamente el sitio a los insurgentes continuando en el mismo destacamento, el 26 de Octubre volvió el enemigo a hostilizar con gran insistencia dicho poblado hasta que llegada nuevamente el dia 4 de Novbre. la columna á las ordenes del mismo General auyentó a los reveldes quienes en la noche del dia siguiente dia y validos de la oscuridad atacaron resueltamente siendo rechazados con energía durando este combate nocturno hasta las 3 de la madrugada del 6 en cuyo dia y una vez retirado el destacamento del ya repetido poblado se unió a dicha columna tomando parte en los fuegos sostenidos con el enemigo en el Callejón de San Joaquín potrero Duran y rudo combate en el de El Palmarito en el que al cabo de dos horas de lucha esforzada se les tomó a los insurrectos todas las posiciones atrincheradas haciendoles huir con numerosas bajas y llegando el mismo dia 6 a San Miguel siguió por Baga y Nuevitas a Minas regresando a Puerto Príncipe el 12. Según comon. de la Comandancia General de esta división de 20 del referido mes de Octubre le ha sido concedido a éste Capitán por cablegrama del E. S. Ministro de la guerra fecha 5 del mismo y á virtud de propuesta del E. S. General en Jefe del Ejército de este Distrito, el empleo de Comandante por su heroico comportamiento en la defensa del poblado de Cascorro. Por otra comon. de la S. I. del arma nº 1.971 de 27 del repetido mes se dispone cause alta en su nuevo empleo de Comte. en este Bon. en la revista de Novbre. en concepto de agregado.

       1.897.- Del servicio de Operaciones por la jurisdición de Puerto Príncipe hallándose el 13 de Enero al mando del Batallón en el tiroteo habido con el enemigo en Arroyo Salvaje y el 5 de Febrero y a las ordenes del Excmo. Sr. Comandante General de la División D. Adolfo Jimenez Castellano, en el tenido en las “Caobas” el 13 del mismo y a las del comandante Don Pedro González Sifontes tomo parte en el fuego que tuvo lugar con los insurgentes en las fincas Piedra Juan y La Mascota en cuyo hecho de Armas hubo que lamentar la baja de un soldado muerto y tres heridos con las que regresó a la Capital y dispuesto por la superioridad el traslado del Bon. a Vuelta Abajo el 16 salió con el mismo por ferro-carril a Nuevita embarcando dicho dia en el vapor Maria Herrera con rumbo a la Habana donde llegó el 17 y el 19 siguió marcha por vía férrea a Matanzas en cuya provincia entró en operaciones de Campaña por la 4 Zona quedando de Jefe accidental de ella habiéndose hallado el 5 de Marzo en el tiroteo tenido con el enemigo en la tienda de Carratala haciéndole dos muertos, el 13 en Ojo de Agua y practicado reconocimiento se cogieron tres muertos con 23 capsulas, el 19, 20 y 21 en ligeros tiroteos y el 28 y 29 en la acción que tuvo lugar en Junco Fino el 12 de Abril en el sitio llamado Sierra de San Joaquín “de Pedroso” dejando en n uestro poder 10 muertos y varios armamentos dispersando completamente al enemigo, continuando haciendo reconocimiento hasta el 29 que sostuvo ligeros tiroteos dando muerte al titulado Alferez Luis. El 2 de Mayo hízose cargo de la Sub Zona Norte saliendo seguidamente de operaciones encontrándose el día 3 en el ligero tiroteo (dando muerte al titulado) teniendo en el potrero “La Unión”) y lomas del mismo nombre siendo dominadas aquellas se recogieron dos muertos de color, al fuego acudió el Comandante Sotelo con la guerrilla Maenriges que se encontraba en atrevido quien tomó el mando de las fuerzas montadas y siguiendo el rastro encontrar al enemigo en lomas de Audicio que atrincherado sostuvo el fuego hasta que llegado la fuerza de a pie dominaron la loma dispersando al enemigo, ocupándoseles municiones viandas y quemandoles mas de 100 bahios, teniendo que lamentar en este hecho las bajas de dos guerrilleros heridos gravemente y leves un 2º Teniente y 6 soldados, el 4, 7, 15 y 17 un ligero tiroteo dando muerte en este titulado Capitán y Delegado de Hacienda, Alejandro Pereira y otro que no fué identificado ocupándoles un botiquín bien surtido documentos de la Prefactura de la Unión y Hospital Macio, un rifle, municiones y otros efectos el 28 a un tiroteo dándose muerte a dos insurgentes de Continuas operaciones, practicando reconocimientos y destruyendo viandas durante los meses de Junio y Julio. Según oficio de la S. I. del Arma nº 1.048, ordena se le dé de baja como agregado y alta como efectivo en la revista de Julio. Continuó en dichas operaciones y destruyendo viandas y quemando Campamentos y el 27 de Agosto sostuvo ligero tiroteo dando muerte a un negro, el 14 de Septiembre batió un grupo de insurgentes quedando herido el titulado Capitán Natividad Fiallo el 23 sorprendió un pequeño campamento dando muerte a un moreno recogiendo una tercerola Remigthon machete dos bolsas con municiones, ropas y un juego de herrar, continuando en constantes operaciones hasta el 28 de Octubre que sostuvo tiroteo en Montes de Unión dando muerte a un moreno, siguiendo aquellas hasta el 12 de diciembre que persiguió a un grupo dando muerte a cuatro insurgentes y de continuas operaciones y practicando reconocimientos finó el año.

       1898.- Del anterior servicio de operaciones por indicada Zona habiendo asistido como Jefe de columna a los hechos de armas y acciones tenidas con el enemigo el 7 de Marzo en Montes de Piedras Altas el 19 en lomas de San Pedro tomándole un Campamento; a las ordenes del Teniente Coronel D. León Gaona a la acción de Vista Hermosa el  dia 29 del citado, el 13 de Abril asistió a la toma y destrucción de dos campamentos insurrectos en Santorre cóntinuando aquellas hasta el 15 de Abril que según orden del E. S. General de La División se trasladó por ferro-carril a la Plaza de Matanzas que se hallaba bloqueada por la Escuadra Norte Americana y con el fin de prestar los servicios de vigilancia de las costa habiendo asistido a los reconocimientos practicados por Punta Mayo y Las Carboneras en los momentos de ser cañoneado dicho punto por citada Escuadra cuyo bombardeo causó algunos desperfectos en los fuertes que quedaron reparados en el mismo dia continuando y dedicándose la fuerza a trabajo de fortificación y atrincheramiento. En el D. O. nº 76 pª. 804 de 16 de Febrero se le concede la Cruz  de San Fernando de 1ª Clase con la pensión anual de 375 pesetas en virtud del juicio contradictorio instruido por el mérito contraido en la defensa del poblado de Cascorro (Puerto Príncipe) durante los dias 22 de Sepbre. al 4 de Octubre de 1.896. El 28 de Mayo y en virtud de orden superior salió al mando de 153 hombres y por ferro-carril para Jovellanos con el fin de prestar el servicio de escolta a un tren militar continuando de dicho servicio a las ordenes del General García Aldare hasta el 21 de Junio que se incorporó al Bon. en el Ingenio Socorro de Arenas y el 4 de Julio regresó a Matanzas quedando en dicha plaza prestando los servicios  de vigilancia de las costas y el de guarnición de la misma y en este continuó hasta fin de año.

       1.899.- En Matanzas hasta el 7 de Enero que con motivo de la repatriación embarcó en el puerto de dicha Capital a bordo del vapor alemán “Julda” con rumbo a Cádiz donde llegó el 20 y el 26 del mismo marchó con dos meses de licencia a Santa Marta de los Barros provincia de Badajoz causando baja en el Primer Bon. del Regtº. Infª Maria Cristina nº 63 en 1º de Febrero por resolución del mismo. Según comon. del E. S. Gral. Subinspector de la Región de fecha 4 de Marzo se le destinó a esta Zona de Reclutº. de Zafra nº 15 en concepto de agregado causando alta en 1.º de dicho mes y según R. O. de 25 de Abril (D. O. nº 88) y oficio de la Subinspección del Primer Cuerpo de Ejército de 26 del mismo causó baja en esta Zona por pase a pertenecer a la nómina de reemplazo de la 1ª Región en fin del expresado mes.”

       Del farragoso texto de esta brillantísima Hoja de Servicios podemos nosotros sacar algunas conclusiones sobre los acontecimientos vividos por nuestros soldados en los enfrentamientos del citado lugarejo cubano:

1º) El intensísimo hostigamiento al que los naturales del país tenían sometido diariamente al ejército colonial, no dándole tregua y sabiendo de antemano que sus recursos de defensa eran limitados.

2º) Lo bien pertrechados que se encontraban las fuerzas rebeldes, tanto de armamento de todo tipo y calibre, como de hombres, que si bien no con mucho entrenamiento en temas militares, sí en número, armas y alimentos, pensando nosotros que dicha ayuda militar les venía siendo proporcionada por la cercana nación norteamericana.

3º) La intensidad de los ataques diarios a las tropas españolas allá donde se encontraran, en un afán de debilitamiento de su fortaleza, como el coraje y valentía de nuestros hombres frente a un enemigo, menos técnico en lo militar, pero mucho más numeroso y, por lo tanto, peligroso a la hora de defenderse de sus continuos ataques.

4º) La dispersión de las tropas españolas en tan amplio territorio, así como la falta de previsiones por parte de los mandos militares que iban a remolque de los acontecimientos, teniendo que desplazar continuamente a la tropa en ayuda o avituallamiento de los soldados atrincherados en sus posiciones defensivas, con el consiguiente peligro de emboscadas por parte de un enemigo mejor conocedor de la zona.

Y 5º) El valeroso esfuerzo de unos hombres no profesionales que supieron luchar y morir sin saber muchas veces por qué luchaban, más que ese nebuloso y confuso concepto del “deber por la Patria”. Sirvan estas líneas de homenaje a tantos hombres muertos en actos de servicio o destruidos físicamente por impronunciables enfermedades, que hoy se pudren en perdidos parajes de la selva cubana, olvidados por las mismas autoridades que les enviaron a una muerte segura.

       Si anteriormente hemos señalado que los militares profesionales eran una “casta” privilegiada que se venía cediendo el testigo de los honores y prebendas militares de padres a hijos (cojamos unos cuantos apellidos militares importantes en la historia de los dos últimos siglos de España y veremos que hay una continuidad asombrosa de los mismos hasta en estas últimas fechas), las clases de tropa, por el contrario, eran extraídos de forma forzosa, por las famosas “levas”, entre las clases populares, que no entendían por qué ellos tenían que defender las políticas de unos gobiernos que les ignoraban, ni mucho menos defender los interese económicos de una burguesía que los explotaba, que les tenía condenado a la más horribles de las miserias, cuando no al hambre o a la muerte.

       Mucho se ha escrito sobre la vergonzante manera de hacer estas “levas” entre la población en edad militar, donde no todos los hombres aptos para la guerra eran llamados a ella. Cuando los hijos de la gran o mediana burguesía eran reclutados, bien a través de influencias o por pago de cuotas económicas al gobierno de turno, éstos eran librados de comparecer en sus destacamentos, siendo cubierta su ausencia por otros mozos menos favorecido por la diosa fortuna. La vergüenza de estas libranzas llegó a tal altura, que dichas plazas de jóvenes soldados en el ejército colonial (tanto en África como en América) eran puestas en oferta en los pueblos, con la consiguiente autorización por parte de las autoridades, y ofrecidas a jóvenes campesinos en paro permanente, que veían en estas, para ellos, suculentas cantidades ofrecidas por los familiares, la solución de sus permanentes problemas económicos.

       No crean que lo que estamos relatando es un hecho banal en el desenvolvimiento de los acontecimientos guerrero. Más de una vez el pueblo llano se amotinó contra el gobierno de turno ante la injusticia de ver partir a sus hijos a un matadero seguro, mientras que los hijos de los pudientes y acomodados seguían su vida ordinaria olvidados de estos luctuosos acontecimientos, o viendo cómo las autoridades políticas hacían la “vista gorda” de  sus obligaciones para con quienes se enfrentaban a la muerte por los resultados de sus torpes actuaciones.        

       Mucho se ha escrito sobre estos acontecimientos ocurridos en Cuba; unos para denunciar los incomprensibles hechos bélicos a los que España fue arrastrada, cuando tenía en sus manos los mecanismos de autodefensa necesarios como para que estos hechos no se produjeran después de tantos años de dominio de las colonias; otros para ensalzar a los soldados en sus valerosos actos de defensa, pero muy poco se no ha explicado quiénes fueron los culpables “reales” de tantos desaciertos políticos como se vinieron sucediendo a lo largo de los años de contienda, que llevaron al desastre a la nación y a una muerte innecesaria a tantos jóvenes que fueron arrancados a la fuerza de los campos y los pueblos de España.

       Nosotros, queriendo ser fieles a los hechos narrados, vamos a recuperar, como muestra de la valentía de nuestros soldados, algunos textos oficiales                                                            
que corroboran y confirman el esfuerzo, la entrega hasta la última gota de su sangre y las dificultades pasadas en las jornadas de la defensa del poblado de Cascorro. Es la Memoria que existe en los Archivos del Ejército sobre tales enfrentamientos entre el ejército español y los insurrectos mambises, espoleados por la burguesía cubana, tanto como por los interese económicos americanos:

       “Allá por los días 23 y 24 de Septiembre se presentó á la vista del poblado de Cascorro el generalísimo Máximo Gómez con 3.000 hombres mandados por los cabecillas Avelino Rosas, colombiano, Lope Recio, Maximiliano Ramos y un tal Cabrera, que empezaba á figurar aquellos dias y que decíase perteneció á la pasada guerra de los diez años.
       Además de estas fuerzas enemigas existían en la provincia de Puerto Príncipe 2.000 insurrectos más, al mando de Calixto García, Javier Vega, Calunga y otros cabecillas de menor nombradía, reuniendo en junto un total de 5.000 hombres, que formaban las partidas de Camangüey y algunas de Oriente.
       Al llegar las fuerzas de Máximo Gómez frente al poblado, pusieron inmediatamente cerco a éste, tomando posiciones en sus alrededores, é intimando acto seguido el generalísimo al capitán don Francisco Neila, Jefe de la guarnición de Cascorro, la rendición y entrega de los tres fuertes que defendían el poblado y en los cuales se hallaba distribuida su fuerza.
       La respuesta del heróico oficial á la intimación del jefe rebelde fué la de un militar español: “Todas mis fuerzas están dispuestas á defenderse y á morir, antes de entregar sus armas y faltar á su honor militar”.
       Las partidas rompieron el fuego contra los defensores de Cascorro haciendo uso de la artillería.
       Constituía, como hemos dicho, la guarnición de Cascorro, una compañía del batallón María Cristina, mandada por el Capitán don Francisco Neila y Ciria, los primeros tenientes don Carlos Perier y don N. Rodríguez y el segundo teniente don Luis García Muñoz.
       Serían interminables los detalles de los diferentes ataques de los insurrectos al poblado y á los fuertes y la defensa heróica de la guarnición, en los trece dias que duró el asedio.
       Para condensar la importancia de la resistencia y el valor de los bravos soldados de María Cristina, basta consignar que durante los trece dias de sitio arrojó el enemigo sobre la plaza y sus fuertes 219 granadas, que causaron grandes desperfectos en éstos, especialmente en uno que quedó casi desmantelado.
       Trece dias frente al enemigo, siempre arma al brazo y ojo alerta, sin reposo alguno, parece demasiado para la resistencia humana. Pues ese esfuerzo fué realizado victoriosamente por aquella guarnición de héroes en esos trece dias, hasta la llegada de la columna del general Jiménez Castellanos á aquel poblado.
       El heroísmo del capitán Neila y su fuerza aumentó con una página más de gloria la brillante historia del ejército español y la honrosa lista de valientes que ostentan sobre su pecho la más alta recompensa de la milicia: la codiciada cruz de San Fernando.
       El día 25, es decir el tercero del sitio de Cascorro, recibió el bravo capitán Neila, jefe de aquella guarnición, por medio de un parlamentario, la siguiente misiva:
       “Al comandante del fuerte de Cascorro:
       Vuestro valor y vuestra resistencia y la de la gente á vuestras órdenes me inspiran simpatía y respeto. Basta ya, pues no teneis deber á mayores sacrificios.
       Rendíos como querais, que mi palabra responde á vuestro honor. Ya estais más alto que el general Castellanos.- El General Gómez.- Septiembre 25 de 1.896.”
       A los pocos momentos regresaba el parlamentario insurrecto al campo rebelde, llevando un pliego con la siguiente respuesta:
       (Hay un membrete que dice: “Regimiento de Infantería de María Cristina, núm. 63.- Comandancia de armas de Cascorro.)
       “Al admitir parlamentario, solo fué en la creencia de que desvanecidas vuestras ilusiones y aprovechando la magnanimidad de nuestro gobierno, tratabais de presentaros á indulto.
       En nuestro sacrificio estriba precisamente nuestro deber: en ese concepto tomad el partido que tengáis por conveniente. Rendirnos, jamás.- Francisco Neila.”
       Dos días más continuó el fuego del enemigo contra los fuertes, que procuraban ahorrar todo lo posible sus municiones para no encontrarse indefensos si el cerco se prolongaba algunos días.
       En vista de la tenaz resistencia de la guarnición, los insurrectos enviaron al quinto día de asedio una nueva intimación al capitán Neila, pero esta vez acompañada de una carta, escrita ó fingida, del marqués de Santa Lucía, participando algunos noticiones de bulto, en la creencia de que el valiente comandante de armas de Cascorro se decidiría á la rendición y entrega de la plaza, al verse abandonado.
        Ni el bravo capitán dio crédito á tales noticias, ni la defensa de los fuertes cejó un solo punto, manteniéndose por el contrario invariable en su heróica resolución de no rendirse jamás; en morir, antes de entregarse.
       Al nuevo parlamentario de Máximo Gómez contestó el jefe d ela guarnición de Cascorro en estos términos:
       “Ya conocen nuestros propósitos: es inútil nuevo parlamento.- Cascorro 27 de Septiembre de 1.896.- El capitán-comandante de armas. Francisco Neila.”
       No desesperaron las partidas enemigas en su propósito de hacer rendir la guarnición por medio de intimidaciones. A los pocos días, esto es, el 30, recibió el bizarro capitán de María Cristina esta nueva carta:
       “Al comandante del fuerte de Cascorro:
       El general, que admira su valor, me autoriza á decirle que abandone a Cascorro y puede concentrarse en Guaimaro con sus enfermos y heridos antes que dejarlos morir ó que sufran más, y serán respetados como tienen derecho á que se les respeten los valientes.
       La responsabilidad de temerarios sacrificios y de mayor derramamiento de sangre española, muy bien merece la fría premeditación del responsable antes sus valientes y sufridos subalternos, que usted no tiene derecho á sacrificar por más tiempo ante nuestra generosidad.- El teniente coronel. Alvaro Rodríguez.”
       El pundonoroso capitán Neila no escribió esta vez una sóla línea en contestación á la nueva intimación del enemigo, limitándose a manifestar al parlamentario que en adelante los fuertes harían fuego sobre todo mensajero que se acercase á la plaza.
       El comandante-jefe del destacamento de Cascorro no contaba al decir esto con el nuevo parlamentario que habría de presentársele dos días después. Era éste… una mujer, contra la cual no hubieron de disparar las tropas, permitiéndola acercarse y entregar al jefe la siguiente y última intimación de los sitiadores:
       “Al Comandante del fuerte de Cascorro:
       Vuestra temeraria actitud continuando el sacrificio, indica el desconocimiento absoluto de las circunstancias que le rodean.
       Respetando mi palabra de hacer llegar al general Castellanos carta suya pidiéndole los auxilios que necesita, demostrado queda que la actitud mía está basada solamente en mi deseo de evitar que con planes nuevos haya nuevos y mayores derramamiento de sangre.
       De la carta que me envíe devolveré a usted recibo del general Castellanos.- El general, Gómez.”
       Aunque contra su gusto y quebrantando sus propósitos, el capitán Neila se vió obligado a contestar lo siguiente:
       “Al jefe de las fuerzas enemigas:
       Al contestar su primer parlamento, le expresé mis propósitos, en los que no variaré ni un momento. Auxilios no necesito de ninguna clase, y pedirlos sería mentir, lo que no acostumbro.
       Es la última vez que admito parlamentarios, en la inteligencia de que al que se aproxime lo recibiré a tiros, rogándole no me ponga en la necesidad de matar mujeres.
       Cascorro 2 de Octubre de 1.896.- El capitán, Francisco Neila.”
      
       Copiado del diario de operaciones del generalísimo Gómez, se nos facilitó por uno de nuestros corresponsales en el teatro de la guerra la Nota siguiente:

       “Día 26 (Septiembre) á las 4. m.
       El enemigo no se rinde: en toda la noche no s ele ha dejado tranquilo. Nuestros tiradores se arrastraron hacia sus trincheras y le hacen fuego.
       A la hora marcada en que despacho esta carta, se reanuda el fuego de cañón.
       El enemigo está bastante quebrantado. Si no le llegan los refuerzos tengo esperanzas de rendirlo. Estamos á ocho leguas de Minas, en donde tenemos al general Castellanos con 3.000 hombres, que puede salir de momento, y, aunque previendo el caso, le tengo gente escalona, no tengo seguridad de detenerlo.
       ¡Que el angel de la victoria proteja nuestras armas! – Gómez.” (1)

       Dos días más tarde, los hombres del general Castellanos, después de eliminar los obstáculos y trampas puestas en su camino por el enemigo, llegarían a contactar con las fuerzas militares que defendían el puesto de Cascorro, dispersando a los atacantes mambises y eliminando el peligro de aniquilamiento de la tropa allí atrincherada.

       Decíamos en líneas anteriores, que la Fama elige libremente a sus favorecidos, al margen de los posibles méritos del agraciado. También en este caso la caprichosa dama intervino para trastocar la Historia y dar paso a la
Leyenda, que a la postre es la que alimenta al pueblo llano, reclamando éste para sí los méritos que, en muchas ocasiones, no le corresponden.

        En estos acontecimientos históricos de reconocido derroche de valor por parte de todos los miembros de la guarnición de Cascorro, sin distinción de clases de tropa, y en el transcurso de uno de los numerosos rifirrafes de la contienda armada, se produjo un acto de valentía personal en la figura de un soldado llamado Eloy Gonzalo, que, curiosamente, ha eclipsado los méritos del colectivo y, yo diría que el de los de los mismos oficiales que le mandaban, quienes dieron su aprobación a la acción y que se responsabilizaron del éxito o del fracaso militar del mismo.

       ¿Por qué sucede este curioso fenómeno a la largo de la Historia?, nos preguntamos nosotros. Creemos que los pueblos, así, en general, no sienten como suyo los problemas, por muy importantes que estos sean, hasta que no se les hace partícipe directo de los mismos. La guerra de Cuba, como cualquier otra guerra, era una desgracia para los hombres comunes que veían como sus vidas quedaban marcadas por unos acontecimientos que les eran completamente ajenos y de los que solo sacaban como “provecho”, la ruina para la familia, la enfermedad, la mutilación o la muerte para el soldado. La palabra Patria era un concepto sólo asimilado por las clases políticas o militares, que hacían “carrera” en los conflictos armados, enriqueciéndose a costa de ellos.

       Tenemos un ejemplo demostrativo de lo que venimos diciendo: de la terrible y sangrienta guerra del 2 de mayo, tan desconocida en sus interioridades como comentada a niveles de tertulias públicas, hasta que el pueblo llano español no la hizo suya vertiendo su sangre por la libertad y los derechos reales de  unos reyes que no lo merecían, no podemos decir que ésta existiera. Ni la entrada concertada por el gobierno de fuerzas francesas por la frontera española, ni la cobarde marcha de los reyes, ni la abdicación de éstos en la figura trágica de su hijo Fernando, ni mucho menos la entrega de los derechos reales de este traidor personaje al todopoderoso Napoleón, incitaron a la rebelión de las masas populares contra los intrusos. Fue la violencia de los invasores contra el pueblo de Madrid lo que levantó la ira del mismo, que desde ese momento hizo suya la guerra contra el despotismo, y quien con el derramamiento de su sangre por pueblos y ciudades a la llamada de sus líderes populares consiguieron parar la ofensiva e infligir una severa derrota a los bien organizados y pertrechados ejércitos franceses.

       Y la leyenda hace su aparición de nuevo sobreponiéndose a la historia real de los hechos. Si hoy día hiciéramos una encuesta a los ciudadanos españoles sobre la guerra de la Independencia, pocos sabrían nombrarnos a sus mandos militares, muchos de ellos excelentes estrategas y convencidos patriotas y sí nos darían pelos y señales de actuaciones más o menos reales llevadas por el pueblo llano, en los que “majas” y “chisperos” son los protagonistas de actuaciones valerosas, recogidas magistralmente por los pinceles del genial Goya en sus “Fusilamientos del 2 de mayo”. Cada pueblo, cada ciudad tuvo su héroe local en esta guerra con los franceses, pero pocos rinden honores a los militares profesionales que también dieron sus vidas por la defensa de su Patria.

       Vamos nosotros ahora a estudiar este fenómeno de héroes populares en la figura del ya mencionado Eloy Gonzalo, que ha pasado a la historia como el verdadero héroe de Cascorro, hasta el punto de ser el único soldado de la misma que ha merecido el honor de ser recordado en una plaza madrileña en la que se levanta una hermosa estatua que conmemora dicho acto de valentía. Y vamos a hacerlo desde los dos campos posibles, uniendo para ello la realidad y la leyenda que es como ha llegado hasta nosotros.

       Para comenzar, el nacimiento de Eloy Gonzalo está rodeado, debido a la pluma de interesados escritores, de todos los recursos necesarios para la fabricación de un héroe popular: la noche del 1 de diciembre de 1868 su madre, Luisa García, después de cubrirle la cara de besos y abrazarle mil veces contra su pecho, se alejó llorando Mesón de Paredes abajo después de tirar del llamador de la puerta de la inclusa madrileña. Entre las ropas que abrigan al niño, Luisa ha dejado una nota rogando a las monjas que, cuando lo cristianen, le pongan de nombre Eloy Gonzalo García.

Primer punto para la leyenda (no queremos nosotros decir con esto que no sean reales los datos): “pobre niño huérfano abandonado en una inclusa”.

Poco tiempo estuvo el pequeño en aquel albergue. Pasados nueve días fue recogido por Braulia Miguel, esposa de Francisco Reyes, un buen hombre de profesión guardia civil. Pasa sus primeros años de vida en la casa-cuartel del puesto de San Bartolomé de Pinares y su adolescencia en Robledo de Chavela y Chapinería, posteriores destinos del cabeza de familia. En diciembre del 89, cumplidos los veintiuno, el mozo es llamado a filas causando alta en el Regimiento de Dragones “Lusitania” número 12. De carácter reservado y muy trabajador, en pocos meses luce en la manga los galones de Cabo. Seguramente influido por el ambiente familiar, decide encauzar su futuro como agente del orden y en 1892 ingresa en el Real Cuerpo de Carabineros, siendo sus primeros destinos las Comandancias de Estepona y Algeciras. Todo parecía transcurrir con normalidad en la vida del joven guardia que, ilusionado, comienza los preparativos para contraer matrimonio. Pero le llegan ciertos rumores que le hacen desconfiar de su novia y, puesto en alerta, descubre que ella le es infiel con un Teniente.
 Segundo punto para la leyenda: buen hijo, hombre trabajador, buena persona, ha encarrilado su vida al servicio del bien de la sociedad, pero es engañado por la novia cuando preparaban el terreno para casarse. ¿Y con quien le engaña? ¡Ah!, desde luego con un superior que abusa de su posición y que no le permitirá defenderse. Muy por el contrario su enfrentamiento con dicho oficial en lo que podíamos llamar un duelo de honor entre jefe y subordinado será penado por un tribunal militar con dura pena de cárcel para el inferior: por enfrentarse a este Oficial es encontrado culpable de un delito de insubordinación y sentenciado a la pena de doce años de reclusión en un presidio militar. En noviembre de 1895, acogiéndose a un Real Decreto que suspende las condenas de aquellos que marchen a la guerra que España sostiene con Cuba, Eloy Gonzalo embarca hacia la isla caribeña. Una vez allí, es encuadrado en el Regimiento de Infantería “María Cristina”, número 63, de guarnición en la Plaza de Puerto Príncipe.

Tercer punto para la leyenda: la justicia solo atiende a la razón de los poderosos. Por el contrario, los humildes, aunque sean poseedores de la misma, por enfrentarse con el poder, siempre serán castigados.

       Vamos a seguir nosotros, ahora de manera real, los acontecimientos vividos por el cabo Gonzalo en la isla de Cuba hasta el momento del hecho histórico que lo convertiría en héroe nacional.

       El ex–preso Eloy Gonzalo llega a la isla en el momento de máxima tensión en los enfrentamientos del ejército español y el pueblo cubano que luchaba denodadamente por su independencia, liderados por Antonio Maceo y Máximo Gómez, a la muerte en mayo de 1895 del verdadero líder e ideólogo de la revolución José Martí. Hemos contado detalladamente cómo los mambises atacaban constantemente a las tropas españolas a lo largo de todo el territorio cubano poniéndolas en verdaderos aprietos a causa de su escaso número y de la falta de medios militares para contener la sublevación, lo que había hecho abandonar el mando de la plaza al general Martínez Campos, siendo éste  sustituido por otro general en 1896, Valeriano Wayler, hombre de gran prestigio, de reconocido valor, pero también de inusitada dureza para con el enemigo, como había demostrado en los hechos de Santo Domingo.

       A partir de su incorporación al Regimiento María Cristina, la vida y los hechos de armas de Eloy Gonzalo podemos seguirlos, si hemos leido las actuaciones del capitán Francisco Neila, capitán-comandante de las fuerzas que actuaban destacadas en Puerto Príncipe.

       Va a ser con el batallón comandado por Neila y en la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 1896, cuando se encontraban defendiendo el puesto de Cascorro, una pequeña e insignificante aldea a poca distancia de Puerto Príncipe, que servía de guarnición y apoyo con sus tres fortificaciones, cuando se desarrollen los hechos heroicos de la guarnición cercada por más de 3.000 insurrectos cubanos. Son 170 hombres al mando del oficial extremeño los que contengan valientemente y durante 13 días el asedio de los hombres de Maceo sin que decaiga el ánimo de los mismos ni, mucho menos, atiendan a las peticiones de rendición que desde el otro lado enemigo se les venían solicitando con la oferta del perdón para sus vidas.

       Las tropas españolas están rodeadas y son tiroteadas contínuamente desde posiciones enemigas amparadas por unas casuchas que les sirven de improvisado y bien guarnecido parapeto. Neila ha contestado a los tiroteos ordenando un contraataque, pero son rechazados haciendo los rebeldes estragos entre los esforzados soldados.

       El 26, la defensa en insostenible y si no se destruyen las casas desde donde se disparan las granadas y las cargas de fusilería, el resto del batallón que queda sucumbirá antes de que lleguen los prometidos refuerzos. El capitán Neila, que ha combatido brillantemente en el cuerpo de  guerrillas, oficial experimentado en acciones de sabotaje y buen estratega, sabe que la única solución, de momento, es destruir las casas y solicita voluntarios para la acción. Eloy Gonzalo, un joven cabo del batallón, también es consciente del peligro que corren y se presenta voluntario para emprender tan arriesgada misión. El capitán le pone al tanto del peligro, pero Gonzalo acepta enfrentarse al mismo convencido de poder realizarla. La noche es oscura, lo cual puede ayudarle en sus maniobras; la humedad se adhiere a la ropa de los soldados y el miedo reseca sus bocas. Son muchas las noches sin dormir y el cansancio embrutece los sentidos. El capitán Neila ha ayudado al soldado a colocarse el fusil a la espalda para que no le estorbe cuando se arrastre en su camino de aproximación, ofreciéndole un bidón de gasolina, mientras que el Sargento furriel le ata una larga cuerda a la cintura. Gonzalo ha pedido expresamente que si le matan, rescaten su cuerpo. Desde las posiciones más alejadas de donde se encuentran y con el fin de distraer al enemigo, el Teniente Perier ordena a sus hombres abrir fuego. Un abrazo de su capitán y el cabo sale serpenteando hacia su objetivo. Pasan los minutos y el silencio se apodera del entorno. La angustia hace presa de los que esperan el resultado de la suicida empresa. De pronto, una humareda sobrepasa los tejados de las casuchas mientras crecen los gritos de los que en ellas se parapetan. Entre la confusión, un hombre salta por entre las piedras y regresa sano y salvo con los suyos mientras que el cielo se ilumina por el furor de las llamas. El objetivo ha sido alcanzado y los enemigos, al encontrarse sin protección, batidos por un fuego ahora directo, se dispersan dejando atrás numerosos muertos y heridos. Al día siguiente, la columna de refuerzo del General Jiménez Castellanos contacta con los hombres de Neila y terminan juntos por apaciguar el terreno y recuperar el armamento abandonado. El puesto de Cascorro ha sido salvado por la acción de unos hombres que no han dudado en dar sus vidas antes que entregarse o rendirse.

Cuarto punto para la leyenda: la acción solitaria de Gonzalo le será reconocida por su superior, siéndole concedida “La Cruz del Mérito Militar” con distintivo rojo. Un mucho de valor y un poco de suerte en un acto realizado por un joven desconocido, hace olvidar el valor colectivo de unos hombres que han estado defendiendo el puesto de Cascorro durante trece días con sus noches, con un hostigamiento brutal por parte de los insurrectos, y en donde se han dejado las vida otros compañeros: la acción de Eloy Gonzalo impactó en la sociedad. Eloy era un soldado, no un oficial y a la gente común le era más fácil identificarse con él, la gente de la calle será la que ensalce más la figura del que será conocido como héroe de Cascorro. La Guerra de Cuba necesita de héroes que dieran confianza al pueblo de que la victoria era posible y subir así la moral de la sociedad, en unos tiempos en que los políticos y la sociedad estaban profundamente divididos por el conflicto.

       Pero esta fama no le llegará en el momento de producirse los hechos narrados. Eloy Gonzalo, como el resto de la tropa, siguió peleando en otros frentes con el mismo valor que el demostrado en Cascorro. “Los dioses quieren a sus elegidos jóvenes y bellos” he leido en alguna parte. Y joven muere Eloy Gonzalo en un hospital de Matanzas un 18 de junio de de 1897 a consecuencia de una hemorragia digestiva. Ni la muerte del valiente soldado ni la de otros muchos jóvenes españoles anónimos sirvió para nada. Maceo había muerto, los rebeldes estaban vencidos y sin armamento. El 5 de febrero del año de su muerte, es decir, 1897, se había decretado la autonomía de Cuba, no aceptada por los insurrectos, que contaban con el apoyo de los norteamericanos y la guerra continuó, esta vez contra un nuevo enemigo que aprovechó la coyuntura para declararle la guerra e España: los EE: UU.

       No es lugar éste para comentar los acontecimientos que siguieron en fechas posteriores. Solamente señalar que en 1898, tras una trampa sabiamente planificada y fabricada por quien tenía muchos interese que ganar, como lo fue la explosión del un buque americano anclado en las dársenas del puerto de la Habana, EE. UU. hizo culpable al gobierno español y declaró le la guerra, venciendo a un ejército que, si bien valeroso, estaba en franca desventaja frente al todopoderoso ejército americano, apoyado desde sus bases cercanas. Cuba, después de tanto esfuerzo y de tanta sangre derramada, pasaría desde esos momentos a ser colonizada por otra potencia, hasta su final independencia muchos años después.

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       ¿Qué memoria queda en la Historia y en la Leyenda de estos dos grandes soldados? En el mismo año de su muerte, 1897, el Ayuntamiento de Madrid, quiso homenajear a este héroe nacido en la ciudad y le dedicó una calle, así como le levantó junto al popular “Rastro madrileño” una estatua esculpida por el segoviano Aniceto Marina, inaugurada por el mismísimo rey Alfonso XIII en el año 1902. Es la estatua que todos los madrileños conocen y en la que reconocen en el soldado a uno de los suyos llevando un fusil en bandolera, un bidón de gasolina y una tea encendida. Poco más tarde, el pueblo que lo había aclamado solicitó y obtuvo que la plaza en que se encontraba la estatua pasara a llamarse oficialmente Plaza de Cascorro. Sus restos, repatriados, reposan en un mausoleo del Cementerio de La Almudena junto a los de otros soldados muertos en Cuba y Filipinas. El héroe de leyenda y la leyenda del héroe se habían consolidado.

       No sucedió lo mismo con el verdadero héroe de la guerra de Cuba y de tantas otras contiendas. Finalizábamos sus apuntes biográficos señalando que una vez cubierta brillantemente su etapa cubana, aunque con la desilusión de ver cómo el esfuerzo y la sangre de tantos hombres no había valido para mantener en manos españolas tan hermosos como queridos territorios, había vuelto el 7 de enero de 1899 a la península, desembarcando en Cádiz, y que durante dos meses volvió a Santa Marta de los Barros con una bien merecida licencia junto a su esposa y familia. Su pueblo de nacimiento lo recibió como a un gran héroe, aun dentro de la modestia del personaje que no gustaba de estos homenajes populares.

       Tampoco terminó aquí su carrera militar y siguió cumpliendo con su deber de soldado al margen de la alta consideración que mereció entre sus mandos y tropa por sus brillantes servicios de armas. Vivió algunos años en Badajoz capital donde alcanzó los grados de Teniente Coronel y Coronel, para, en 1921 y al mando de una Brigada, incorporarse a las misiones militares en tierras africanas.

       Murió sin descendencia en la capital pacense el día 9 de Diciembre de 1923, siendo trasladados sus restos a su pueblo, en donde su esposa Cándida (¿o Concepción?) González Salgado le erigió un sepulcro en su cementerio.

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       Recuerdo que en mi infancia, con la curiosidad lógica de los pocos años, cuando iba con mis familiares al cementerio, siempre que pasaba delante de aquella hermosa sepultura de mármol blanco muy cercana a la de mi padre, muerto en plena juventud, me quedaba mirando la figura esculpida en la lápida frontal del soldado luciendo la Cruz de San Fernando. Los muchachos no sabíamos quién era aquel hombre ni mucho menos sus méritos ganados en desconocidas batallas, ni recuerdo que en la escuela ni en casa nadie nos hablara de él, seguramente porque la cercanía en el tiempo de otra guerra mucho más cruel y despiadada que la de Cuba había borrado, momentáneamente, el recuerdo del general.

       También recuerdo claramente que los muchachos nos asomábamos al gran salón del Casino “de los señores”, llamado en aquellos años como ahora, aunque con diferente concepción de su cometido social, “Circulo Cascorro”, que entonces estaba en los bajos de las Escuelas Nacionales donde yo asistía, y veíamos a los hombres acomodados del pueblo jugando sus partidas de ajedrez o leyendo el periódico (preferentemente el ABC). El salón del vetusto edificio tenía un aire decadente y pueblerino, pero era el punto de reunión y mentidero de la población, por lo que en realidad, en aquellos años sin televisión se convertía en el verdadero centro de las pocas noticias que se producían en el pueblo, o las nacionales, matizadas por las mentes conservadoras que los “señores” se transmitían de boca a boca. Y dentro del salón, entre cornucopias y farolillos decimonónicos, como presidiendo la gran sala, el retrato de un soldado vestido de gala, con casco de acero y un frondoso penacho, atravesado su pecho por una hermosa banda azul en el que colgaban numerosas condecoraciones, entre la que destacaba la Cruz de San Fernando. Si. Era el cuadro del general don Francisco Neila y Ciria, hijo predilecto del pueblo. Y junto al cuadro, llamando aún más nuestra atención, colgaban la espada del general y algún objeto personal del mismo que ahora no recuerdo. Pero aún más llamativo era, que el conjunto de lo descrito estaba presidido por una copia a tamaño pequeño  (supongo que de bronce) de la estatua que le dedicó Madrid a su héroe, Eloy Gonzalo, dando nombre todo ello al Casino: “Círculo Cacorro”. ¿No habría sido más adecuado –me pregunto– que la escultura del círculo fuera la del verdadero héroe de Cascorro, el general Neila? Misterios de una sociedad ingrata que exige sacrificios a sus soldados para luego olvidarlos.

       Tendrían que pasar muchos años, muchas lecturas y mi marcha del pueblo a otras tierras, para saber quién era mi célebre paisano. Tampoco recuerdo que en ningún momento de esta larga ausencia (he vuelto muchas veces a mi tierra de nacimiento) desde instancias culturales o políticas se hayan iniciado ningún acto de reconocimiento al hombre de más mérito nacido en su seno. No se hizo durante el franquismo, con gobiernos con más sensibilidad hacia lo militar, ni mucho menos ahora que en Democracia y con unos gobiernos (también municipales) que sufren de urticaria cuando se les habla de temas militares o patrióticos, vamos a ver cumplido el deseo de un reconocido homenaje a nuestro paisano.
       
Por otra parte, escribíamos más arriba, que cada pueblo tenía su héroe de Cuba… menos Santa Marta. La hermosa tumba del general, si no abandonada, sí está olvidada por su familia y por la gente del pueblo. El 1 de Diciembre de este año de 2010, como vengo haciendo casi todos los años por estas fechas, me acerqué al cementerio de mi pueblo a rendir muestras de cariño y respeto a mis muertos. Todas las tumbas, como es costumbre en Día de difuntos, estaban engalanadas con flores para la fecha. La de Neila, cercada por hermosas rejas metálicas, solo lucía un polvoriento y descolorido ramo de flores artificiales, ya antiguo, haciendo aún más patente y triste su abandono.

Yo, ese día, pensando en lo injusto que son los pueblos con sus mejores hijos, recé una oración ante la tumba del soldado valiente, desconocido y olvidado de Santa Marta… 

BIBLIOGRAFÍA


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G. Calleja, Guillermo.- La voladura del Maine. Revista “Historia 16”, págs. 12 y 18.
Elorza, Antonio y Hernández Sandoica, Elena.- La guerra de Cuba (1895-1898). Alianza Editorial, 1998.
Historia de España.- Tomo 7, págs. 230-252 (La política exterior y el desastre el 98). Club Internacional del Libro. Madrid, 1987.  
Hostos, Adolfo de.- Breve relato de la guerra Hispano Americana en Puerto Rico. Diccionario Histórico Bibliográfico Comentado, 2008.
Moreno Fraginals, Manuel.- Cuba-España, España-Cuba. Historia común. Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995.
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Pérez, Joseph.- Historia de España, 2000.
Reverter Dalmas, Emilio.- La Guerra de Cuba. Reseña histórica de la resurrección (1895 a 1898), tomo II, capítulo XV.
Siracusa, Jordi.- Adiós, Habana, adiós, 2005.
Varona Guerrero, Miguel.- La guerra de independencia de Cuba, 1895-1898. Editorial Lex. La Habana, 1946, tomo II, página 1395.

      Ricardo Hernández Megías

EL MAESTRO




                                                      A don Fernando Pérez Marqués, mi maestro, quien me enseñó amar a los libros y a quien, desde el recuerdo de una lejana –pero nunca olvidada infancia-, le debo el agradecimiento de estas humildes páginas.




            Todas las sociedades están regidas por normas específicas y dirigidas por determinados personajes que son los que, a la postre, hacen que estas agrupaciones se coordinen y marchen al unísono a la búsqueda de un determinado fin común. Da igual que dichas comunidades estén formadas por animales ¿irracionales? (abejas, con su reina, sus obreras y sus zánganos; roedores, con sus avanzadillas de individuos más frágiles que prueban los venenos; aves, con sus elementos más fuertes que las guían en sus migraciones anuales… etc.), o, el mismo hombre, animal racional según él mismo confiesa con discutible orgullo, cuya organización comunal está regida por leyes en las que –según ellos–,  sus más preparados elementos son los encargados de hacerlas cumplir, para alcanzar, con el mayor grado de bienestar, lo que ellos mismos eufóricamente llaman, una sociedad civilizada.

         Mi pueblo, por muy pequeño que sea, no es distinto a cualquier otra agrupación de hombres y mujeres y también está regido por estas inapelables normas de convivencia. Pero yo, ajeno y distante desde mi nueva situación, quisiera hacer una observación que complementa más que disgrega, estas aseveraciones con que me he permitido introducir el presente relato que ahora rememoro: y es que entre la caterva de los que llaman hombres importantes, que pululan por mi pueblo, hay que señalar la diferencia entre hombres imprescindibles y fantoches, estos últimos, sin más utilidad, que el de dar relumbre a los llamados actos sociales.

         Con los segundos, no quisiera perder mi tiempo y, solamente, me atrevo a señalar a los que de una manera u otra, son los principales protagonistas, o guías, de esta comunidad rural a la que en estos momentos rememoro, y que son, según mi humilde entender: el médico, el cura y el maestro.

         Tres pilares fundamentales en cualquier comunidad civilizada, porque son los encargados de mantener, por orden de señalización, la salud física, la salud espiritual y la salud cultural de dicha colectividad.

         Pero es del maestro, en este caso concreto, del que nos vamos a tomar la familiaridad de introducirnos en su vida desde la mirada inocente y de admiración de un niño, cuyo magisterio influyó de manera tan decisiva en su formación de aprendiz de hombre, que ya para siempre quedó unido a él, y en el que permanecerá su grato y ejemplar recuerdo como testimonio de una labor hecha con la entrega y dedicación de un verdadero artesano de la enseñanza.

         Este relato nos debería llevar a pensar a todos el cómo un trabajo, cualquiera que sea el mismo y la ejemplaridad del sujeto que lo realiza, sirve siempre de modelo a futuras generaciones, en cuyo seno prenderá su semilla y enraizará con la fuerza suficiente para hacer de ellos ciudadanos útiles a la comunidad a la que pertenecen.

                                              * * *

         “No debería decirlo, porque de nuevo me tiene castigado sin el ansiado recreo, pero las cosas son como son: mi maestro es un genio que lo sabe todo. Y digo yo: ¿Cómo siendo un hombre pequeño de estatura puede tener una cabeza tan gorda en la que le cabe toda la Enciclopedia Álvarez? Bueno, la Enciclopedia y mucho más, porque hay que ver la cantidad de libros que tiene en esta habitación de su casa en la que me encuentro haciendo los deberes que me ha mandado.

 Dicen, y yo creo que debe ser verdad porque él nunca miente, ¡que se los ha leído todos! ¿Cómo va a caber en una cabeza, por muy gorda que la tenga, tantas letras? Y es que hay gente, que de puro cariño que le tienen dicen unas cosas…

         Me cuesta confesarlo y me podréis llamar tonto, pero en el fondo me encuentro feliz en esta casa tan calentita, donde yo sé, aunque aparenten seriedad conmigo, que me quieren, por muchas regañinas que me metan o por muchos libros que me hagan leer como castigo.

         Bueno, yo a lo mío, que oveja que bala pierde bocao, como me dice el mismo maestro. Esto lo digo, porque hace un rato, don Fernando –así se llama mi maestro–, se ha levantado de su mesa–despacho, ha dejado sus gafas y su pluma sobre el escritorio y con una voz de autoridad que me impresiona –yo creo que lo hace adrede para no aparentar debilidad delante de mí –, le ha dicho a su esposa Isabel: mujer, prepáranos algo de “picar” que hay que saber alimentar por igual al alma que al cuerpo.

         ¡Mira! A mí es que se me salió el alma por los ojos cuando apareció por la puerta tan querida mujer con un enorme bocadillo de chorizo en la mano. Y aquí me tenéis: en mi cómoda mesa de estudio, con un libro que tengo que terminar de leer y de resumir –en dos folios, muchacho, aprende siempre a resumir un libro en dos folios–, y resumiendo, o mejor dicho, consumiendo tan rica pitanza.

         Y ¡claro! Como en mi casa lo estamos pasando tan mal desde la muerte de mi padre, no os extrañe que algunas veces me haga el burro y que me exceda en mis travesuras para ver si el maestro me castiga de nuevo.

Yo sé que no hago bien en engañarlo y que hasta puede ser un pecado, pero ¿cómo le digo que tengo gazuza y que mis tripas cantan más fuerte que el coro de la iglesia en la misa de la patrona?

         Además, aunque mis amigos se rían últimamente de mí y me falten el respeto que merezco como jefe de la pandilla –¡chacho, qué fino te estás volviendo con tanto leer libracos! (me dicen)–, debo confesar nuevamente que cada vez me gusta leer más y que devoro, más que leo, algunos libros de aventura que me presta.

Qué sabrán estos brutos que no piensan más que en pedreas y en robar los higos de la huerta del Chovo. Por ese camino, nunca llegarán a ser hombres de provecho, me  dice el bobo del sacristán.

Bueno, esto último, lo del provecho, la verdad es que no llego a entenderlo del todo, porque aquí, en este pueblo, o vales para jornalero y te pasas el día trabajando de sol a sol por un jornal de risa –¡ciento cincuenta reales me pagaron el otro día por ir a coger algodón; y eso que dicen que soy muy espabilao  para esas faenas!– o, en cuanto tienes edad de trabajar, emigras a las ciudades. ¡Pero si cada vez somos menos en el pueblo y hasta para hacer pandillas tenemos problemas! Así que, ya veis, ni pelearnos con los niños ricos de la plaza vamos a poder a este paso.

         Claro que como nos vayamos todos los pobres del pueblo, no sé qué van a hacer los señoritos. Con esas barrigas tan gordas y los pocos ánimos que ofrecen en las puertas del Casino, a ver quién es el guapo que les manda recoger aceitunas o segar con el hocino sus propios campos.

 Ellos, con beber y asistir a misa de doce los domingos, tienen cumplida la tarea. El Pedrito, el hijo del herrero (dicen que su padre es de la cáscara amarga –la verdad es que esto tampoco lo entiendo–), me ha jurado que todos los males que pasan en el pueblo y el no sé qué de las injusticias entre los hombres, es porque no hay Dios, y que si lo hay, lo tienen secuestrado los ricos.

¡Hombre! Yo creo que exagera  y que dice las mismas burradas que su padre, al que con dos vasos de vino se le calienta la boca y luego tiene que pasar más de una noche en el calabozo del cuartelillo.

Porque, vamos a ver: confieso que a mí no me gustan esos señorones que se pavonean por el pueblo sin tener nada que hacer durante todo el día,  mientras que otros trabajan para ellos, pero decir que a Dios lo tienen secuestrado y que lo mandan a su antojo, es compararle –que Él me perdone–, con el bobalicón del señor alcalde, que ¡ése sí! Ése, bien que les lame el culo a los señoritos mientras que gallea y atemoriza a los pobres, cuando se hace acompañar por los alguaciles.

Como el Pedrito no va a misa, no sabe el muy animal –esto lo digo porque es el mejor de mis amigos y le quiero mucho–, que a Dios lo tiene guardado el señor cura en una cajita de oro en el altar mayor (Sagrario, como mi abuela, dicen que le llaman –qué cosas ¿Verdad?–, y que cuando termina la misa, lo encierra con una llave que luego él se guarda para que nadie lo toque.

Además, que si eso fuera cierto, ¡menuda la que se armaría! ¡Hasta la guardia civil tendría que meter mano, que para esas cosas de la religión son muy serios y no aguantan una broma! ¿No los habéis visto en las procesiones de Semana Santa? ¡Menudo son y la mala leche que se gastan con esos bigotes que parecen cepillos y con los fusiles a la funerala para acojonar a cualquier malnacido que quiera hacerle daño a los santos!

¡Chacho! ¡Pues no me he dormido sobre el libro con este calorcito y me he puesto a pensar en las musarañas! ¿Qué habrán pensado de mí los dueños de la casa si me han visto? ¡Qué vergüenza! La verdad.

Digo yo, que pensarán que no tengo educación. Y eso sí que no ¡eh! Pobre, sí, y mucho; malo… más que un diablo cojo (¡cómo me gusta que me lo digan!); pero educado, también. Que me lo dicen todas las vecinas de la calle cuando me ven pasar con la cartera y el libro en la mano: Antoñito, hijo, a este paso llegarás a Ministro. Ya ves tú si son tontas las mujeres. A Ministro. ¡Casi na lo del ojo y lo llevaba en la mano!

Y es que se creen que yo soy como don Carlitos, el secretario del Ayuntamiento, que mucho presumir de finolis y luego se va tirando cada pedo por la calle, que tiembla el misterio.

Y es que son…

Pero voy a dejar de decir tontunas y a ver si me están esperando los de la panda, que tenemos pendiente la partida de repión de esta mañana. ¡La leche, vaya paliza que me dieron! ¡Pues no me han roto dos de mis mejores peonzas! El muy c… del Gory, tiene una puntería que ni el Guillermo ese de las novelas, que donde ponía el ojo ponía la flecha.

Pero es que con tanto pensar, estoy perdiendo la idea que quería contaros sobre mi maestro. Y es que como dice mi madre: el hambre afila el ingenio y la barriga llena lo embota. Bueno, pues así estoy yo después del bocadillo de chorizo y de la cabezada de sueño: embotao. ¡Ahora sí que comprendo a los ricos!



Ayer viernes hemos estado toda la clase en el campo, porque dice don Fernando que: la mejor escuela que podemos tener es la propia naturaleza.

¡Ya ves tú! A nosotros, que nos pasamos las horas cazando ranas en el arroyo o cogiendo nidos de pardales en los olivares del pueblo. Pero si él lo dice, no voy a ser yo quien lo ponga en duda, porque nos lo ha dicho el cura: Muchachos, dejad al maestro que se explique, aunque sea un burro, que para eso es el maestro. Qué cosas se le ocurren al señor cura. ¡Y encima se ríe!

Pues fijaos: por una vez le voy a dar la razón al cura en contra de lo que pueda parecer de que yo no quiero al de la sotana –y es que cada vez que me coge me pega cada capón que me tiemblan hasta las orejas–. Os decía, que le doy la razón, porque cuando salíamos hacia la sierra cercana con la merienda en la tartera y muchos botes de cristal con que guardar insectos para nuestra colección de clase, aparece don Fernando con un burro del cabestro, que más que guiarlo, parecía que se venía pegando con él.

¡Qué risa, chacho! Don Fernando, que ¡arre burro! Y el burro, más listo que el hambre, que si quieres coles, Catalina. ¡Vamos, que no andaba!

No veáis el alboroto que se armó hasta que conseguimos que el pobre animal se pusiera en marcha. Cómo sería el penco, que el maestro desistió de montarlo como era su intención. ¡Para que luego nos lea como ejemplo, la historia de un burrito blanco y bueno al que llamaba Platero!

¿Cómo van a ser los burros buenos si les hacen trabajar de sol a sol, les dan de comer mucha paja y poca cebada y encima les pegan como a energúmenos?

¡Menuda mala leche se gastan y las coces que pegan si te descuidas! ¿Y cuándo afilan las orejas? Ni el tío Bodegas es capaz de igualarles en tozudez. ¡Y mira que es animal el tío!

Don Fernando, ya más sereno y con el burro del cabestro, mientras dirigía nuestros pasos hacia la cercana sierra, con una sonrisita muy suya –que parece que nunca ha matado a una mosca–, nos dice entre broma y serio: es el que me faltaba en clase para completar el cupo.

¿Qué habrá querido decir, que va a meter al burro en la escuela? ¡Pues anda! Que yo creo –y lo digo con todo el respeto que mi maestro me merece–, que con el Tomás, el Gory y un servidor, tenemos bastantes orejeras entre los bancos. ¡Qué gracioso se nos ha vuelto el maestro!



Hemos hecho la primera parada en la fuente del berro para poder lavarnos con el agua fresca que nace por entre las rocas. El maestro, ya dueño del “rebaño”, nos ha contado el por qué del nombre de la fuente y que: los berros son plantas medicinales que nada más crecen en aguas limpias y cristalinas y que los naturales de la zona la comen en ensaladas.

La verdad es que uno no se cansa nunca de beber esta agua que se escapa entre juncos y zarzamoras. Cuando nos reúne en corro alrededor de la fuente para darnos la primera lección del día, a mí, os lo aseguro, me llena de gozo:

Dios es el Creador del Universo –nos dice–, de todos los animales y del hombre; de las plantas y de las aguas y todos pueden estar en perfecta armonía sin que ninguno sobre pero sin que ninguno falte. El secreto está en el respeto que la Obra de Dios nos debe merecer a los seres racionales y la salvaguarda a la que nos obliga nuestra condición de seres hechos a la imagen y semejanza del Creador.

¡Es que me entra una cosquilla en la barriga cada vez que oigo hablar así a este hombre! ¡Qué cosas tan bonitas dice! ¡Pues no tengo ganas de llorar!

¡Qué tío! –con perdón– ¡Y lo dice sin ningún papel en la mano! Ya sé lo que quiero ser de mayor: ¡Maestro y sabio! Como don Fernando. ¡Hombre! ¡Claro! Como que dá gusto saber tantas cosas como él sabe y decirlas con ese piquito de oro que Dios le ha dado.

Después hemos jugado al marro, a la pelota y algunos se han atrevido a darse un chapuzón en la charca de la fuente, que está fría como un carámbano en enero, mientras que el maestro, sin perdernos de vista, se ha retirado con un libro en la mano, a la sombra de un chaparro.

A la hora de comer, aquello parece un gallinero cuando huele a la zorra. ¡Qué risa y qué forma de comernos la tortilla o el filete empanado! Hasta el maestro parece que ha cambiado su cara y ríe feliz con nuestras bromas.

Cuando se da cuenta de que algunos andan escasos de condumio –como es mi caso–, saca de las alforjas del burro una bolsa grande de la que, como los conejos del mago en la feria del pueblo, se multiplican los bocadillos y saltan como lampreas entre las manos de los más glotones. ¡Qué hombre, si parece que se ha traído medio guarro de su matanza en las alforjas!

Quiero que comprendáis –dice en la lección de la tarde–, que en este mundo maravilloso en el que vivimos, nada sobra y que todos los seres que lo habitamos somos imprescindibles. Si faltara alguno, sería un eslabón perdido de la Creación y una pérdida irreparable.

Quiero inculcaros un amor profundo por la naturaleza; por las plantas y por los animales, porque aunque os parezca una broma mía, el hombre necesita para su subsistencia de esos insignificantes animalitos que con tanta facilidad matamos.

Una mosca, una araña, una hormiga –por citar a los más comunes–, son verdaderas obras de Arte, como lo somos nosotros, salidos de la mano del Creador y como reflejo de su inmensa sabiduría.

Cada ser tiene en la cadena evolutiva su importancia y su papel irreemplazable, así como cada animal o planta pertenece de forma única e intransferible a un ecosistema determinado por la misma naturaleza.

Una víbora, un escorpión o una libélula –por citar algunos de los que hemos visto en estas horas–, no tienen más peligro que la defensa que su hábitat requiere. Si sabéis respetar estas normas, nunca os harán daño ni os molestarán en vuestros paseos por el campo.

¡Ostras! Ahora mismo le voy a decir al Gúmer que es un animal y que no ha sabido respetar a la naturaleza, porque anda el pobre con un dedo negro como un tizón y pegando saltos, desde que esta mañana le picó un escorpión al levantar una piedra.

Y ¡claro! Si después de estas lecciones no aprendemos, a ver quién es el guapo que se presenta a los exámenes de junio.



Estamos todos en casa muy nerviosos a la espera de la puntuación del examen que hicimos ayer. Mi madre, que es quien mantiene la calma en casa cuando estalla la tormenta familiar, se la ve con los ojos acuosos y bisbiseando calladamente oraciones. No quiero ni pensar lo que habrá prometido al cielo a cambio de mi aprobado.

También don Fernando ha estado esta mañana inaguantable en las horas de clase. ¡Ni que fuera él quien se jugara la posibilidad de ganar una “beca” del Estado! Y es que como es tan bueno el hombre, sabe que será la última oportunidad para algunos de seguir estudiando.



Han pasado muchos años desde que se escribieron aquellos recuerdos infantiles.

¡Naturalmente que aprobamos el Certificado de Estudios Primarios y que nos concedieron la bendita beca que nos permitiría seguir estudiando! No me puedo ni imaginar el desencanto de mi buen maestro si tal cosa llega a ocurrir. Pero además, es que era imposible, dado el grado de preparación que teníamos, cuyo mérito era exclusivamente suyo.

La vida ha seguido su inexorable caminar y los niños que un día ya lejano fuimos, ahora somos hombres, que con mejor o peor fortuna hemos encauzado nuestras vidas por derroteros muchas veces inimaginables desde aquellos ensueños infantiles.

¡Qué cosa es el destino y cuántas sorpresas nos aguardan!

Como tantos jóvenes de mi generación en nuestra querida tierra, por una u otra causa ¡qué más da! fui condenado a marchar de ella, con todo el dolor que tal hecho encierra. ¿Quién nos devolverá la infancia robada?

El hombre, como el árbol o los animales de la lección de don Fernando, pertenecen a la tierra donde nacen y si se le arranca de ella pierden su condición de Ser único y excepcional para pasar a ser sujeto masificado y manipulable en esta horrible sociedad de consumo.

Cuando ya mi vida, desde otras tierras que no son las mías, se inclina inexorablemente hacia esa nada que es la muerte, quiero desde estos relatos nostálgicos por todo aquello que perdí, porque otros me lo negaron, rendir un sentido homenaje al hombre bueno que supo meternos en el alma un rayo de esperanza. 



Querido maestro don Fernando:


Ya  hace muchos años que ocurrieron estas inocentes picardías –algunas reales, otras, invención del que escribe–, de aquel numeroso grupo de alumnos que, por entonces, formábamos su clase.

El tiempo –ese tiempo que viene marcando el viejo reloj de la torre de la iglesia–, ese cruel enemigo de la vida que a todos por igual va señalando con sus manecillas, ha hecho desaparecer del pueblo a muchos de los protagonistas de estos relatos, arrebatados por uno de los fenómenos más crueles de estas últimas décadas: la emigración.

Centenares de hombres y de mujeres jóvenes, que éramos el mayor activo de esa sociedad rural en la que nacimos y en la que estábamos destinados a ser los máximos protagonistas en años futuros, tuvimos que dejar nuestra tierra, con lo que ello conlleva de desarraigo, de dolor ante el mundo perdido, de incertidumbre frente a lo desconocido, sabiendo que ya nunca más volveríamos a recuperar tantas vivencias como encierran los recuerdos: el paisaje de sus calles y de sus campos; los amigos de la infancia con sus juegos y sus fiestas; el respeto y el cariño hacia nuestros muertos.

Seguramente, muchos de los que nos marchamos buscando una vida mejor que la que el pueblo nos podía ofrecer, han triunfado en otros entornos, en otras ciudades. Pero ya no será igual a lo que pudo ser.

Lo triste de la emigración, es la convicción de que aun habiendo conseguido liberarse de la pobreza, desde la lejanía, siempre habrá un sentimiento de nostalgia por todo lo perdido. ¿Quién nos devolverá el dolor de tantos recuerdos acumulados? ¿Quién podrá recuperar lo que pudo ser y que alguien nos robó de nuestras vivencias?

Hoy, quien estos relatos escribe desde la nostalgia, quiere agradecerle a usted la ayuda a aquel niño que fui, como su inestimable amistad y palabras de aliento, cuando ya mozo volvía a mi pueblo en temporada vacacional desde Sevilla o Madrid, buscando siempre y sin saberlo, el miajón de mi existencia.

Cuántas tardes, yo, entonces joven y fuerte como uno de nuestros queridos chaparros, y usted, ya alejado de la enseñanza y con los hijos también estudiando en otras tierras, hemos hablado como dos amigos sobre lo divino y lo humano sólo por el placer de reencontrarnos.

Recuerdo que nos quitábamos la palabra cuando la charla se inclinaba irremisiblemente sobre temas literarios que usted, con ese poder que le otorgaban tantos años de expertas lecturas y yo, con esos aires presuntuosos y altaneros de nuevo lector, sabíamos compaginar mientras paseábamos por las afueras del pueblo, paseo al que usted era tan aficionado, como buscando en su interior tantas preguntas sin respuestas que se hacen los hombres inteligentes.

Viene a mi memoria cómo su figura, menuda y dulce, apoyada en un lindo bastón, se crecía ante aquel insolente alumno que le discutía sin la menor duda, la calidad de tal obra nueva, o la importancia de cualquier autor de moda en aquellos momentos:

-Maestro, tiene usted que leer la nueva literatura que se está haciendo. Hay obras de mucha calidad –yo le provocaba.

- Ya lo hago, hijo. Pero sigo siempre prendado de los “clásicos” a los que te recomiendo vuelvas siempre que te pierdas en tus nuevas lecturas.

Hoy, querido don Fernando, todo es ya recuerdo de un tiempo que pasó. También usted ha pasado a ser un recuerdo en mi vida.

Pero precisamente es lo que he querido llevar a este relato: el recuerdo agradecido de un niño y de un hombre que siempre le recordará con cariño.

Este es mi pequeño homenaje.


 Ricardo Hernández Megías


                  EL DESPERTAR A LA VIDA SEXUAL.

                                     

     Si la vida y la muerte son acontecimientos de primera importancia en el diario quehacer de los pueblos, el amor, con todos sus condicionantes trágicos o cómicos, es el verdadero motor que a éstos los mueve.

    La Historia de los hombres está plagada de reseñas de grandes gestas guerreras movidas por un simple arrebato amoroso; por amor se mata y se muere; por amor se sufre, y el ansia de amor lleva a alcanzar el mayor grado de felicidad de quien ama. En el amor no hay cánones ni normas que lo defina; todos hablamos de amor con suma facilidad pero nadie sabría explicarlo para que otros lo entendieran; no conoce edad ni fronteras y a todos  nos lleva por la calle de la amargura.

    El amor puede ser motivo de alegría o de inmensa tristeza. Los poetas lo ensalzan con sus más arrebatados y dulces versos o lo degradan con sus más funestos agravios; pero del amor todos hablan.

    Quiero contaros una historia de amor –o de amores– en este rincón pueblerino, para afirmar que desde que el mundo es mundo, podrán cambiar las formas, las modas y los modos, pero que el final siempre es el mismo: el mundo se mueve por amor, y ligado a él y siendo uno mismo, el sexo.

                                           * * *
   
    Son las cuatro de la tarde de un caluroso mes de junio. Los terribles rayos del sol asaetean los campos recientemente segados, tornasolando los tonos ocres de los rastrojos o iluminando los verdes esmeralda de los pámpanos de las vides.

    En el pueblo nada se mueve; animales y hombres están aletargados por el calor, a la espera de la suave brisa del atardecer, una vez que están terminadas las faenas del campo. Si miramos hacia la dehesa, podremos alcanzar ver a los rebaños de ovejas amodorradas a la sombra de un chaparro; nada parece que se mueva en el interior del pueblo. Y sin embargo, mi ojo grande y curioso está observando sobre las tapias del caserío a dos niñas de mediana edad en postura de vigilancia sobre el corral vecino.

    Un niño, de aproximadamente su edad, medio desnudo y sabiéndose a resguardo de la mirada materna vagabundea por entre las piedras del gran corral que forman las cercas en las traseras de su casa.

    Todavía no ha alcanzado plena madurez juvenil, pero de su boca se escapa una suspicaz sonrisa cuando con el rabillo del ojo visualiza las melenas de sus vecinas. No tiene más experiencia que los consejos y juegos con niños de más edad que la suya, pero intuye, como joven macho, por donde le viene lo placentero.

    Por eso, en un momento de cínica displicencia y haciéndose la idea de su disimulada soledad, se baja los pantalones y se pone a mear frente a las niñas que se ocultan; un susurro de risas entrecortadas y de frases incipientes le llega como trino de aves locas. No es la primera vez que lo hace, pero sí la primera vez que está asimismo convencido de su proceder.

    Las risas le animan en su gesta y por primera vez, ante tan rendido público, se acaricia siguiendo los consejos de los amigos; tan dulce es la situación, que un cosquilleo le alarma al ver como su miembro le va creciendo entre los dedos. A la sorpresa personal se sobrepone ese inmenso vacío que crece conforme crecen nuestros deseos carnales; mira asustado por ver si las niñas se han marchado y se encuentra con sus ojos de asombro que le estimulan a seguir adelante. En un gesto de provocación que le llena de placer y una vez roto el silencio cómplice, les pide que se asomen para que vean el final de su número; no solamente es atendido en sus ruegos, sino que, incluso, las niñas le piden poder participar en el juego.

    Pero ya no hay tiempo. Una descarga eléctrica recorre su columna vertebral y va a estrellarse contra su miembro. Asustado y sin control se mira sus manos pegajosas, mientras escucha las risas alborozadas de sus admiradoras.

    En un gesto tan común a todos los hombres de todas las edades, después de la eyaculación sobreviene un sentimiento de culpabilidad que le lleva a avergonzarse y a huir acalorado hacia el interior de su casa.
   

    Han pasado varios días, se han visto cientos de veces en las calles del pueblo, en sus casas, y solamente las miradas cómplices las delatan. Unas y otro guardan su secreto sin que nadie más que ellos tres puedan ser partícipes de su aventura. Esto le da al niño seguridad y en las calurosas noches del verano incipiente, su atormentada cabeza maquina repetir la operación sin el mínimo peligro. Recuerda los requerimientos de participación de las muchachas y, a su manera, ha resuelto el problema: un grueso madero al que ha cruzado con cuerdas unos palos, le servirá de improvisada escala para alcanzar su ansiado trofeo.


    La mañana, como tantas otras de verano, es calurosa y no acompaña al deseo de estar en la cama; muy temprano, se va al corral, arrincona el tronco donde no se le pueda ver y espía la salida al campo del padre de las muchachas. Las mujeres es distinto; sus quehaceres domésticos, sus compras en el mercado o el fregado de los cacharros después de la comida, hace que siempre estén entretenidas, mientras saben a sus hijas a salvo jugando en el corral.

    Como la primera vez, a sabiendas de que todo el mundo descansa bajo el frescor de las bóvedas, el niño disimula seguir un juego que él solo conoce. Cuando sale a la resolana de su corral, el corazón le aporrea con fuerza, mientras pide para sus adentros que las niñas le oigan. Les silba a las gallinas que, indiferentes, cruecan sus alas esperando una brisa de aire, o grita como los indios mientras persigue por entre las grandes piedras a algún lagarto aletargado por el calor, que asustado, resuelve meterse en su escondrijo.

    Todo lo tiene preparado de antemano y en su joven arrogancia juvenil espera no desfallecer, ni ser presa de la vergüenza.

    Grande es su alegría cuando, no mucho más tarde, ve asomar sobre la tapia del corral las ondulantes cabelleras de sus curiosas vecinitas.

    En un arranque de osadía y sin cuidarse de las mínimas precauciones, el joven galán sube por la previsora escala y alcanza sin esfuerzo su objetivo soñado en tantas noches de inquietos y placenteros sueños.

    Ahora sí. Ahora, desde esta improvisada atalaya que forman los tapiales de las casas vecinas, observa, primero con inquietud y después con alegría la imposibilidad de ser observados antes de poder ellos darse cuenta del peligro.

    El niño está acobardado; siente su boca seca y en más de una ocasión ha estado a punto de saltar de la pared para ponerse a salvo bajo la protección de su confortable casa. Pero su celo juvenil y sus ansias de aventuras, prendido por las sonrisas cómplices y las miradas asombradas de las niñas, hacen imposible una retirada honrosa.

    El corazón le golpea como un tambor de hojalata, pero ya se ha impuesto a su miedo y al sentimiento de vergüenza que le atenazaba.

- Mirad –dice muy bajito y con una voz ronca que le sale de lo más hondo del estómago, mientras se baja los pantalones y pone al descubierto su miembro viril.

Las niñas están tan asustadas como él. Al ver tan cerca de sus ojos aquello por lo que tanto han soñado y hablado entre sí, han intentado huir en un movimiento defensivo. Pero ya es tarde. Tan tarde, que sus ojos son incapaces de apartarse del niño y como lindas polillas son atraídas fatalmente por el fanal de luz de sus deseos.

Sus caras asustadas y deseosas hacen al niño cada vez más fuerte, más seguro de sus movimientos, mientras suavemente se acaricia.

Muy pronto, son tres fraguas que arden al unísono. Tres cuerpos que se miran, se desean y se dejan arrastrar por una nueva y desconocida, hasta entonces, pendiente de lujuriosas sensaciones.

El niño juega y se estremece a cada embiste, mientras las niñas miran y jadean haciendo que sus juveniles y poco desarrollados pechos se contraigan como diminutos fuelles. Todo ha desaparecido a su alrededor; no sienten el fuerte calor de la tarde, abrasados ellos mismos en otro fuego aún más ardiente.

Y el niño, que ve como su alma se le escapa por entre una nube de ensueño, se ofrece a sus admiradoras:

- Sigue tú –le ordena a la hermana mayor, que obediente e inexperta se atropella en su afán de complacerle.

- Tú también –pide a la más pequeña que sigue el ejemplo de la anterior.

Dos lindas manitas, suaves como la seda, se ejercitan en este nuevo cometido. Dos azucenas blancas, que si en un primer momento se entorpecen entre sí, pronto encuentran el ritmo adecuado, mientras que cómplices las dos, se estimulan con sus miradas y sus risas nerviosas.

Como la vez anterior, un latigazo eléctrico estalla en la cabeza del niño que, como un relámpago, recorre su espina dorsal, paraliza todos sus músculos y se derrama por su bajo vientre.

Las niñas se sorprenden y se sonrojan cuando sienten en sus manos el inesperado fruto de su audacia. Todo ha terminado en ese momento y todos intentan disimular una huída controlada, sin intercambiar comentario ni palabra alguna.

Nuevamente, el sentimiento de culpabilidad renace en sus jóvenes corazones y los hace dudar de la conveniencia de su aventura; son muchos años y muchos consejos preservando su moral los que ahora se yerguen sobre sus inmaduras conciencias.


Ha pasado más de un año y, aparentemente, nada o casi nada ha cambiado en la vida diaria del pueblo ni en la de nuestros protagonistas; pero si observamos con más atención, observaremos que las niñas han crecido más de un palmo; sus pechos se han redondeado y pujan, duros, sobre la suave tela del vestido; sus caderas se han hecho más opulentas, desde donde nacen, bien dibujadas, las altísimas columnas de unas bien torneadas piernas. Al mismo ritmo que han crecido éstas, se ha ido acortando el largo de sus faldas y, en más de una ocasión, sus lindas mejillas han alcanzado el rosa de la emoción al saberse miradas y deseadas por ojos adultos.

También el niño ha sufrido sustanciales cambios: Se ha hecho más retraído conforme su cuerpo de ha desarrollado; un marcado esbozo señalan su bigote y sus patillas, al mismo tiempo que los músculos de su cuerpo se han alargado y endurecido como el acero.

Los tres jóvenes han aprendido el arte del disimulo y del engaño, mientras han seguido con sus juegos amorosos en el corral. Conocen perfectamente cada uno de los movimientos de sus mayores y saben aprovecharse de los múltiples recovecos de pajares y cuadras en algún momento de peligro. Saben que su salvación es estar siempre alerta y han acordado un turno de encuentros, donde la sobrante permanece como vigía de los confiados padres, cuyas voces de atención escuchan de vez en vez, sabedores de su presencia en casa y de tenerlos a salvo.

Conforme han perdido sus miedos han crecido sus audacias; sus juegos se han hecho más íntimos y sus manos han ido reconociendo cada centímetro de sus cuerpos. Juegos pudorosos de los inicios donde se manejaban palabras como “médicos y enfermeras”, han ido abriendo camino a otros términos como “marido y mujer”.

La búsqueda y necesidad de placer es cada vez mayor en sus jóvenes cuerpos, pero las niñas, para desespero del más vehemente galán, saben que hay un tema tabú en estas relaciones, un umbral prohibido que no están dispuestas a traspasar por muchos que sean sus locos deseos de aventurarse.

- Por ahí no –le dijo un día la mayor–, por detrás, pero con cuidado de no hacerme daño.

Y el niño, que al principio no entendió la proposición, se siente transportado a un mundo de sensaciones donde todo le es desconocido, donde el morbo y el sentimiento de pecado hace aún más grato y placentero el encuentro.



Pero la confianza, como ha pasado siempre a lo largo de la historia, les traiciona. “Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”, dice el refrán popular.

Muchas, en muchísimas ocasiones han jugado con el fuego de sus pasiones los tres jovencitos; innumerables y muy variadas experiencias han gozado en estos casi dos años de encuentros prohibidos, a la búsqueda de nuevas sensaciones, sin más límites, que el que las ya expertas niñas imponen para salvar su futura honra.

Pero un día…

Es una tarde de finales de verano. Los niños han estado ayudando al padre de ellas en las faenas de llenar el pajar y los juegos de los infantes alegran el rudo y penoso  trabajo.

Cuando llega el deseado descanso, mientras los hombres regresan a la era y la madre se ha recogido en su cuarto completamente agotada después de la comida, los tres jóvenes han seguido con sus juegos y sus risas en el pajar. El sofoco de la siesta y el suave olor de sus jóvenes pieles irritadas por el tamo, les incita a proseguir por un camino por ellos ya tan conocido.

Las caricias se suceden mientras se atropellan unos a otros en sus incontroladas impaciencias; manos que buscan entre las ligeras ropas; bocas anhelantes que se encuentran, se muerden, en una desenfrenada pirámide de placer, hacen que se olviden de las más mínimas precauciones.

La mayor de las niñas, ahora convertida en una promesa de mujer, solicita y consigue ser penetrada de nuevo por detrás, mientras que la más joven e indecisa de las niñas contempla el espectacular cuadro con ojos absortos y con la respiración alterada, como lo demuestran sus incipientes pero duros pechitos.

Es el mismo cuadro que observa desde hace ya unos minutos la asombrada y aturdida madre, quien llamada por el silencio de los jóvenes se ha colado de rondón por una puerta lateral de la nave.

La dureza de la escena que contempla le produce sentimientos enfrentados: lo inesperado del caso, la visión de sus propias hijas en tan comprometida como excitantes posturas y las risas que el juego erótico les produce, hace que detenga momentáneamente su encolerizada reacción, excitada ella misma, desde su ardiente juventud mal saciada.

Es el descubrimiento de su propia flaqueza lo que la hace saltar de su improvisado escondrijo y gritarles como una loca a los paralizados muchachos que la ven echárseles encima con afán de agredirles.

A la sorpresa del primer momento le ha seguido un sentimiento de pánico colectivo en el que cada uno escapa por donde puede sin ocuparse de los otros.

El niño, aterrorizado por la inesperada presencia de la madre y por el desconcierto de sus gritos, ha huido por el corral, ha saltado por la tapia de sus primeros encuentros amorosos y se ha refugiado en su casa, temeroso, a la espera de los acontecimientos.

Un miedo hondo le va envolviendo en su acobardada soledad. Por primera vez medita, con el corazón palpitándole y a punto de salírsele del pecho, la gravedad de su situación. Teme la reacción de los padres de las muchachas –sobre todo la del padre, traicionado en su complaciente confianza–, y cuál va a ser la postura que tome su propia madre cuando se entere de lo acontecido en estas últimas fechas.

Los días pasan y no sucede nada. Su madre no le ha comentado ni le ha pedido ningún tipo de explicación, volviendo el niño a su quehacer cotidiano, centrados básicamente en sus estudios o en sus juegos.

Pero lo más sorprendente, y que al niño le llena de extrañeza, es que las relaciones de la familia vecina con la suya han seguido sin experimentar ni el más mínimo cambio; la madre de las niñas ha venido a su casa con la misma frecuencia de antes y con la misma confianza de siempre hace tertulia de comadreo con su madre; se ha cruzado personalmente con él y ha recibido los mismo gestos de cariño; se ha cruzado con sus amigas quienes, salvo alguna leve sonrisa cínica y divertida, han mantenido, aunque a distancia, la misma actitud de confianza de siempre.

Todo ello hace que vaya perdiendo su miedo y que recupere su tranquilidad perdida; ha vuelto a recuperar su alegría y sus sueños han dejado de estar plagados de horrores. Ha vuelto a ser feliz.


Una tarde se septiembre, cuando los quehaceres de la vendimia retienen a la mayoría de los brazos útiles del pueblo en las labores del corte de la uva, le ha dicho su madre al niño:

 -  Acércate donde la vecina, que tienes que escribirle una carta.

Y el niño, que ha sentido cómo le brincaba el corazón ante tal anuncio, recapacita y piensa que no hay nada nuevo en tal petición, pues su buena caligrafía y el desconocimiento de la mayoría de los habitantes del pueblo de algo tan fundamental en su generación como es el saber leer y escribir, ha hecho que toda la vecindad solicite su ayuda a cambio de unas pesetas o de unas golosinas.

Sin embargo, en este caso, aunque no pueda negarse a cumplirlo, sabe que no es lo mismo. En su memoria siguen profundamente grabados el momento de su descubrimiento “vergonzante” y los gritos de la hermosa mujer, que se lo reprochaba.

Espera ser recriminado y camina despacio, apesadumbrado hacia la casa vecina. La puerta está entreabierta, cogida por el pestillo interior, como es costumbre en los pueblos, mientras se mantiene abierto el postigo. A la orden de entrada que recibe después de su llamada con la aldaba, levanta el gancho y penetra en la umbría del pasillo.

-      Cierra la puerta –Oye decir a la oculta mujer que le ordena.

El niño obedece y camina hacia una espaciosa sala abovedada en la que, al frescor de la sombra, espera la mujer cómodamente vestida con una ligera bata de estar por casa, que más que tapar su cuerpo, lo ciñe y lo contorna con inquietante firmeza de trazos; cuando sus ojos se fijan en su corpiño, el niño entiende que los botones en la tela son incapaces de sujetar sin enseñar, parte de su turgente y blanco contenido.

Su joven instinto de macho le hace saber que tiene ganad la batalla; aquella mujer que le mira con ojos dulces y ademanes de absoluta complacencia, no puede ser su enemiga. Como también sabe que la carta a escribir ha sido una excusa ante su madre para atraerlo, por mucho que sobresalgan sobre la limpia mesa de la ordenada sala, papel, pluma y tintero.

- Siéntate, hijo –le escucha decir con voz aterciopelada y un punto quebrada por la emoción.

Obediente y atento a cuanto a su alrededor pueda acontecer, decide sentarse frente a los útiles de escritura.

- No. No. Aquí, junto mí. En el sofá. Pero no tengas miedo y estate tranquilo, hombre; quiero que seamos amigos y que podamos hablar como adultos. No voy a reprocharte nada. Yo también he sido joven -¿aún lo soy, no crees?- y he pasado por parecidas experiencias; de modo que confía en mí y déjate de mirarme como a tu enemiga.

El joven, completamente tranquilo por sus palabras se acerca al sofá y se sienta muy cerca de la mujer, que le mira desde la profundidad de sus ojos negros, encendidos por diminutas chispas de fuego.

Un olor tenue, dulce como el almíbar exhala su cuerpo y penetra por sus poros trastocando su aparente tranquilidad y excitando sus dormidos sentidos. La mujer es bella, muy bella; los rasgos de su cara y la línea de su cuerpo vistos desde la penumbra de la cómoda habitación, aparecen como dibujados y caprichosamente difuminados por la mano de un experto pintor.

- No estoy enfadada contigo –le oye decir–, reconozco que me habéis tomado el pelo y que yo, tonta de mí, debería haberlo previsto, pues nada hay nuevo en este mundo. Pero a cambio quiero que me cuentes personalmente vuestras aventuras. Ya sé por mis hijas todos vuestros pasos, pero quiero oírtelos de su propia voz. ¿Lo harás?  

El joven no sabe qué decir. ¿Cómo va a contarle a aquella mujer, que ahora le tiene atrapado con su mirada, lo que ha estado haciendo con sus propias hijas? Por eso titubea nervioso; tan nervioso que se va descomponiendo en su arrogancia y toda su obsesión es intentar escapar de la trampa en la que se ha metido. Es mucha hembra la mujer que tiene delante y poca su experiencia en estas lides como para poder salir airoso; ha perdido toda su flema y ha vuelto a ser el niño que nunca había dejado de ser.

Y se pone a llorar con lágrimas silenciosas que encienden sus mejillas de vergüenza, y de rabia su orgulloso y joven corazón.

La mujer tampoco esperaba esta reacción de su acompañante, pero dueña de la situación, coge la cabeza del niño y suavemente la reclina sobre su pecho, mientras le susurra:

-      No, mi niño. No, mi vida. No me llores. Si lo que pretendo es todo lo contrario, que te sientas feliz conmigo; que me quieras. Me siento tan sola que te necesito a mi lado.

Sus palabras son un bálsamo para el niño que ha dejado de llorar, mientras que su cara, apoyada sobre el cálido y hermoso pecho de la mujer, se ha ido encendiendo de deseos; cuando es capaz de ordenar sus pensamientos se da cuenta de que, bien por las mimosas caricias o por las expertas manos de la mujer, los botones se han desabrochado y que su piel roza directamente la piel suave y aterciopelada de sus pechos.

Ahora sí. Ahora, sus experiencias anteriores con las niñas y su descaro recuperado le señalan el camino a seguir: sus labios juegan sobre la blanca piel de los duros y erguidos pechos, como queriendo marcar sobre ellos un mapa de fantasías sólo por él conocido. Cuando roza con ellos la flor encendida de sus pezones, un lamento hondo y ronco le brota de su boca entreabierta, que como suave mariposa acaricia los oídos del joven amante.

Ya no hay miedos. Ahora solamente son dos llamas que arden en el mismo fuego. Es nuevamente la mujer la que le habla, muy quedo, desde su agonía:

- Debo de confesarte, que cuando os pillé en el pajar, mi primera reacción fue la de mataros a los tres, por sinvergüenzas; pero tengo que reconocer que al verte tan joven, tan vigoroso y en situación tan comprometida como novedosa con mis hijas, me llenaste de deseos. La vida de una mujer como yo, en un pueblo como este,  tiene pocos alicientes; la rutina nos embrutece y vamos perdiendo nuestra condición de mujer para convertirnos en seres abstractos, perdidos en su soledad. Por eso, al veros tan jóvenes, tan fogosos, tan llenos de imaginación y  sin miedos, he querido recuperar mi juventud perdida. Desde ese momento te he deseado en todas mis noches de ensueños y te he hecho protagonista de mis inalcanzables locuras de mujer solitaria e insatisfecha. Quiero que repitas conmigo el mismo juego que con mis hijas. Hazlo, por favor – exclama mientras aparta sus ropas y queda desnuda frente al joven.

El niño, que no ha oído casi nada de los susurros de su amante, enfrascado él mismo en sus propios y aturdidos deseos, se enfrenta por primera vez en su vida a la contemplación de un desnudo de mujer que se le ofrece; ha entendido cuáles son sus requerimientos y,  sin decir palabra, se apresta a complacerla.

Son dos cuerpos que se entregan sin tregua y sin limitaciones; dos potros jóvenes que cabalgando y cabalgado uno sobre el otro buscan, y alcanzan, el prometido paraíso de la felicidad; dos encendidos volcanes que explosionan y se derraman avivándose en sus fuegos interiores. Un hombre y una mujer que, simplemente, se aman.

- Dios mío, si eres ya todo un hombre –le requiebra la complaciente mujer que le observa  con arrobo– pero ven, quiero regalarte el mayor tesoro que una mujer puede ofrecer a su amante; déjame que yo guíe tus pasos.

La mujer se ha dado la vuelta y se ofrece por entero frente a la joven y urgente pujanza de su compañero que lucha por dominarla.



Cuando mucho tiempo después y con los miembros descuadernados por el cansancio el niño-hombre se viste frente al desnudo roto de la mujer, su cuerpo y su mente han sufrido una transformación, que será la puerta de entrada triunfal de su prometedora vida futura

Ricardo Hernández Megías


                    EL AMANECER DE UNA NUEVA VIDA


     
             

                                                    A mi querido amigo el poeta Francisco Cerro y a su esposa Caty, por su sensibilidad, su amor a Extremadura y porque hacen que los amigos nos sintamos felices en su compañía.





            Siento profunda nostalgia al recordar las calles del pueblo llenas de gente; del bullicio de las fiestas patronales con la plaza a rebosar de un público joven y escandaloso con los ánimos predispuestos a alcanzar, por unas horas, el mayor grado de animación y de regocijo.

         Por el contrario, hoy, desgraciadamente, todo va siendo distinto. Los pueblos se han ido ahogando en su propio abandono y, poco a poco, se han ido despoblando, conforme sus hombres y mujeres más jóvenes y fuertes han preferido emigrar a las ciudades, buscando un futuro que aquí, en su tierra, la necedad y la ambición de unos pocos les negaban.

         El pueblo, ha ido perdiendo con el tiempo sus señas de identidad, y hoy, en las resolanas de sus plazuelas y en el mentidero de su plaza principal, unos hombres viejos desentumecen sus doloridos huesos mientras rememoran unos tiempos ya pasados, irrecuperables, o recuerdan a sus hijos, habitantes de ciudades que ni conocen, mientras esperan dulcemente la llegada de la muerte.

         Por eso, entre tanta añoranza y dolor por lo perdido, quiero esta vez relatar un acontecimiento tan gozoso como es el nacimiento de un niño, porque abre una puerta a la esperanza en este secarral en que se nos están convirtiendo los pueblos como en el que me encuentro.

         Pero mejor que contarlo yo, deseo que sea nuevamente un niño el que nos lo relate, porque su mirada cándida y la redacción de los hechos, desde su inocencia sorprendida, espero que sea más amena y emocionante que el relato sin alma de un pobre y olvidado viejo emigrante.

                                                 * * *

         “Estoy escondido en mi humilde cuarto, pero con los oídos atentos a todos los ruidos del interior de la casa. Y no será porque yo lo haya querido ¡claro que no!, sino porque me han obligado a recogerme en él, en estos momentos de inexplicable nerviosismo como en ella se respira.

         Todo cuanto sucede, que a mí me tiene desde hace muchos meses en permanente tensión y sin llegar a comprender del todo lo que está pasando, es porque según me cuentan, mi madre va a parir. Bueno, dicho en palabras finas de niño de buena familia, según me señalan mis tías, es que mi madre va a dar a luz.

         Y digo yo, con todo el respeto que el caso me merece: ¿Qué tendrá que ver el parir con las bombillas de mi casa?

         La verdad, es que llevo mucho tiempo que no me encuentro; estoy desorientado, perdido en un mar de dudas que me hacen sufrir como a los protagonistas de los seriales de la radio. Lo cierto es, dicho con el cariño que le tengo a mi familia, que las personas mayores son muy raras y pocas veces son sinceras con nosotros los niños. O se creen superiores, o piensan que somos tontos y no nos damos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. Pero, pienso yo, y esto se lo he comentado a mi amigo y vecino Tomasito, que por cierto, él mismo tuvo que pasar por el mismo trance cuando parió su hermana –¡Un hijo del pecado, según las vecinas–, que las cosas son mucho más sencillas de lo que ellos se creen.

         ¡Bueno, no tanto! La verdad es que no entiendo nada y que cada vez que abro la boca para preguntar sobre el tema, siempre hay una voz familiar femenina que me manda callar diciendo: “Niño, esa pregunta no se hace que es pecado”.

         Y ahí, ahí es donde yo me acongojo. Porque: ¿Cómo va a ser pecado lo de parir si mi madre es más santa que la Virgen de la iglesia? Además, tiene que ser mentira porque yo de estas cosas sé mucho y a mí nadie me engaña.

         Pero como quiero ordenar mis ideas y no dejarme llevar por el desconcierto, voy a contaros desde el principio cuanto me ha sucedido desde que hace nueve meses me enteré de la noticia.

         Mi amigo Manolón, un bruto del barrio del Cerro que no tiene más cultura que la que ha aprendido cuidando las ovejas y los guarros de su padre, fue el primero que me lo comunicó: “Chaval, vaya puntazo que le han dado a tu madre. Ya verás como pronto engorda como una vaca. Tu padre la tiene preñada”.

         ¡Mira! Si vierais la rabia que me dio el que aquel animal nombrara de aquella manera a mi madre y la comparara con sus ovejas o con las vacas del tío Genaro. No me pegué con él porque, dicha sea la verdad, le tengo miedo y sé de buena tinta, que aparte de ser muy fuerte, es el mejor del pueblo con el tirachinas y con la honda. ¡Claro que con su oficio! ¡Así cualquiera! Y es que hay gente que tiene suerte desde que nacen.

         Bueno, a lo que iba: que aunque me enfadé mucho no logró engañarme. ¡A mí me iba a engañar ese patán! El no sabía que el Tomás y yo estuvimos viendo un día, escondido entre los zarzales, como montaba un toro enorme, gordo como el sacristán del pueblo, a las dos vacas del Rufino.

         El Tomás, que es más mayor que yo, resoplaba y maullaba como un gato salvaje mientras me iba explicando el tema a su manera. Para mí, y con todo el respeto que me merece mi amigo, es que no sabía mucho más que yo, porque no le entendí absolutamente nada de lo que me estaba diciendo. Y es que las cosas son mucho más sencillas de lo que las hacemos nosotros: el toro se sube sobre la vaca, le muerde el cuello cuando lo alcanza, y: ¡ya está! Ésta se queda preñada. Igualito que los conejos; o como el gallo, que le pica en la cresta a las gallinas y éstas tienen pollitos. ¡Qué manera de complicar las cosas tiene la gente!

         Y ¡claro! Sabiendo lo que yo sabía sobre el tema, cómo viene el tonto del Manolón a decirme que mi padre ha preñado a mi madre. ¡Ni que fueran animales! Además, que yo sabía que mis padres eran muy buenos –mejor mi madre ¡eh!–, y no eran capaces de hacer esas guarradas. ¡Menudo era mi padre! Anda que si llega a enterarse…
        
         Pero la duda ya estaba arañando en mi inseguro ánimo. No podéis ni imaginaros las horas de sueño que la chismosa noticia me robó en noches y noches de dudas. Porque veréis: basta que uno no quiera pensar en una cosa, para que la maldita idea se te cuele, sin tú quererlo, en todo lo que haces a diario.

         Os confieso que desde entonces empecé a espiar a mi madre durante todas las horas del día –mi padre no contaba en este asunto tan importante y creo, Dios me perdone, que él también estaba al margen de la noticia, o, y esto sería peor en un hombre mayor, sabedor de ella, estaba tan confuso como lo estaba yo–. Mañana, tarde y noche, siempre estaba pendiente de sus estados de ánimo para ver si cazaba alguna novedad que me iluminara.

         Pero, chacho, no había forma. Qué raras son las mujeres mayores y qué forma de hablar tan extraña tienen cuando están juntas y de comadreo. –Esto me lo dijo mi padre: nunca en tu vida entenderás a las mujeres–. Él sabrá el porqué me lo dijo. ¡Digo yo!

         Además, que no son serias y se dedican a cotillear sobre las vecinas ausentes: que si la fulana ha dicho, que si la zutana ha hecho, que si tal, que si cual… Y ¡ja, ja, ja! Pero si parece un gallinero cuando huelen a la zorra. (Perdón por la palabrota).

         Fijaros si tengo razón en lo que digo: una tarde entro en el cuarto en que están cosiendo mi madre, tres vecinas y mis dos tías, para pedirle la merienda y por encima de las bromas de éstas hacia mi persona (que qué guapo; que vaya mozo bragao que voy a ser; que si… bueno, vamos a dejarlo que me da vergüenza y me salen los colores), oigo decirles muy seria a mi madre: cuidadito con lo que decís que hay ropa tendida y moja. Yo, que tengo muy buena vista y soy capaz de ver un pardal en lo más tupido de un olivo (¡os lo juro por el Niño Jesús!), fui incapaz de ver dónde estaba la dichosa ropa. Y es que, ya lo he dicho anteriormente: son tan raras las mujeres mayores…

         Así que, entre dudas y asombros, me fui dando cuenta de que la salvajada del Manolón era cierta: mi madre estaba preñada.

         Jopé, chacho, qué vergüenza he pasado estos meses. La verdad es que no hay derecho a que nos avergüencen nuestros padres esa manera. Porque, vamos a ver: ¿Qué diferencia hay entonces entre una mujer (mi madre en este caso) y las vacas del tío Genaro?

         ¿Y las risitas de los compañeros cuando íbamos a misa? Hasta el carácter me ha cambiado. Ya ves tú. Tan raro me he vuelto, que yo, que siempre me he sentido orgulloso de mi madre y nunca me he despegado de sus faldas, ahora, en estas circunstancias en las que se encuentra, no quiero ni acompañarla a la compra en el mercado, renunciando a las golosinas que siempre me daba Blas, el frutero, o el graciosillo del Epifanio, siempre con un chascarrillo verde en su desdentada boca y que ahora se le van los ojos a la cada vez más abultada barriga de mi madre.

         ¡Chacho! Que sudores pasaba. Pues, ¡no me he meado en los calzones ante tanta miradita  y tanta sonrisita cómplice!

         ¿Y los paseos del domingo por la plaza del pueblo? No quiero ni contaros los comentarios de las mujeres ni los cachondeos de los hombres al ver cómo iba creciendo el “bombo” de mi madre. Lo que no comprenderé (vuelvo a jurar por el Niño Jesús), es la actitud de mi padre: o todavía no se había enterado de lo crecido de la barriga de mi madre, o es que le parecía normal la situación. Es más, cuando paseaba, parecía un pavo real y hasta presumía de ver a su mujer en tan comprometida situación. ¡¡Y no le daba vergüenza!! No entiendo a los mayores, la verdad. No los entiendo.
        
         Y aquí me encuentro. Encerrado en mi cuarto, sin sueño y escuchando el ir y venir inquieto de las mujeres que entre cuchicheos se piden unas a otras agua caliente y toallas limpias. ¿Serán capaces de pensar en lavarse a estas horas de la madrugada mientras mi madre grita lastimosamente? ¿Qué estará pasando en la habitación de matrimonio que hasta han echado a mi padre de ella y está el pobre dando paseos por el patio, masticando más que fumando, su tabaco?

         Ni mi hermana, que se dice muy lista y saberlo todo, es capaz de comprender lo que está pasando. Y tengo razones para afirmarlo, porque esta misma tarde, cuando empezaron los primeros avisos de que algo iba a suceder, yo, que siempre he confiado en ella y esperaba una respuesta inteligente de hermana mayor, me dijo: “no te preocupes, es que va a venir la cigüeña”.

         Será tonta la muchacha. ¡La cigüeña! Pero si las cigüeñas son aves torpes que no saben volar de noche. Además: yo que soy más listo que ella, desde que me dijeron que a los niños los traen las cigüeñas, he estado durante meses observándolas en la torre del pueblo y jamás las he visto traer en el pico nada que no sea una culebra o una rana para sus cigüeñinos. ¿Por qué me miente entonces?

         Bueno, que no quiero seguir pensando y que me voy a ir a acostar. Lo que tenga que pasar pasará. Aunque yo esté dormido. Lo único que me molesta es que no confíen en mí y piensen que todavía soy un crío.

         ¡Hombre! Digo yo, que con siete años y con mi experiencia, creo que merezco un respeto. Lo hablaré mañana con mi a migo Tomás. Ya veréis cómo él, que pasó por la experiencia de su hermana (¡qué buena está la tía!), me lo explica mejor que estos ignorantes que tengo por familia. 
        
          Ricardo Hernández Megías





MUERTE PERRA DE UN PERRO.



                                     
Para mi hija Nuria, tan sensible a todo lo que sea defender la naturaleza. Este relato es un canto a la vida; cualquier vida, por muy insignificante que nos parezcan a estos vanidosos animales que nos llamamos humanos.


                  

         Cuando la muerte llega como consecuencia de una violencia injustificada, por la barbarie de unos seres llamados así mismo inteligentes, o por la necedad con que esos mismos seres encubren su propia ignorancia o su maldad, entonces, el cuadro que quiero quede reflejado en estas líneas se presenta con ribetes de verdadera tragedia, tanto para el que muere, como para el que mata por el simple placer de matar.

         Los años y la observación permanente me han enseñado que solamente el hombre es capaz de sentir satisfacción e incluso placer matando. Da lo mismo que la mano asesina se lleve por delante la vida de otro semejante, de otro animal o planta. El hecho mismo de saberse ejecutor de tan deleznable episodio, de sentirse por un momento superior del que tiene enfrente, de poseer la facultad de suprimir a quien le estorba o le molesta, es lo que le hace placentero el hecho de matar.

         Pero es que este repugnante atentado a la norma más esencial de la existencia, como es el respeto a la vida de todo cuanto le rodea, queda agravado por un hecho sin precedente en la misma naturaleza como es la acción de la tortura, con el único fin de atemorizar, reprimir o aniquilar al contrario con el máximo de sufrimiento mediante métodos convincentes desde la propia naturaleza, pero degradantes desde la misma racionalidad del sujeto que la ejerce.

         Si observamos atentamente a nuestro alrededor, podremos ver que los animales no racionales emplean en su depredación comportamientos aparentemente terroríficos (el gato, cuando caza un ratón, nunca lo mata; muy al contrario, hábilmente lo paraliza clavándole su uña en la espina dorsal, comenzando desde ese momento un trágico juego en el que el indefenso animalillo, aterrorizado por su cazador y ante la imposibilidad de escapar de sus garras, segrega tanta adrenalina como para macerar su propia carne. Es el momento en que el gato glotón engulle tan suculento bocado)

         Este esclarecedor ejemplo en animales cazadores podemos también observarlo con un mínimo de atención por nuestra parte, en el reino vegetal: los árboles y las plantas necesitan de un espacio vital para su pleno desarrollo, así como de unos minerales que sustraen de la tierra.

         Cuando ese espacio de luz o de tierra es invadido por otras especies con sus mismas necesidades, se establece una feroz y silenciosa lucha entre ambas, hasta que la más fuerte o la mejor dotada triunfan y aniquilan a sus contrarias, mientras que el resto de las plantas que no amenazan su subsistencia prosiguen sin peligro su plena eclosión.

         He querido reseñar estos dos casos, porque si bien en ambos el final es la muerte para el más débil, ésta llega siempre como un fenómeno natural de subsistencia.

         Sólo el hombre, entre todos los seres de la Creación, ha superado hace ya muchos siglos el instinto de conservación de la especie, así como también ha sobrepasado inteligentemente sus necesidades cazadoras para sobrevivir y ha derivado su instintiva naturaleza violenta hacia otros derroteros menos nobles y mucho más prosaicos.

         El sumun de esta irracional fiereza del primitivo hombre cazador la alcanza, cuando al ejercicio de la violencia con otros seres vivos ajenos a su propio género, éste es capaz de llegar a matar y ensañarse con otros hombres sin que se le revuelva su propia naturaleza racional.

         Hay un refrán muy del gusto de los hombres en el ambiente rural que dice: el hombre es un lobo para el hombre, que yo quiero permitirme la confianza de modificar por el más coherente y acertado de: el hombre es un hombre para el hombre, queriendo salir en defensa de un animal tan denigrado y perseguido por su legendaria como literaria crueldad, como es la del lobo.

         Pero quiero esta vez, que sea uno de esos pobres animales que pueblan las calles y las casas de los pueblos –como este mío–, y que sufren a diario de la crueldad de sus amos, quien nos cuente su desventurada historia, en la que solo él pone el amor, correspondido por el mayor de los desprecios:

* * *

         “Voy a morir. Sé, desde esta mañana, cuando mis dueños se alimentaban junto al dulce calor de la lumbre, que me habían condenado a muerte y que no había salvación. Ni había ni ya yo quería, porque no era tiempo de huída.

         Es verdad que cuando alcancé a comprender en todo su alcance las palabras del amo de la casa y las tenues quejas de su mujer sobre la crueldad de tal acción, se me vino el mundo encima y que mi primer pensamiento fue el de escapar de tan ingrata como querida casa, donde con más o menos suerte he pasado toda mi vida.

         No es menos cierto, que los años y ese tremendo vacío que sentimos los que vivimos sin el calor de una caricia, me han ido restando arrojo y que mis achaques de perro viejo y achacoso, como dice mi amo, me desaconsejan la huída. Pero más que otra cosa, es el amor que siento, sin que se lo merezcan, por esta injusta y desagradecida familia, lo que me obliga a aceptar mi condena a muerte, por el simple hecho de que ya no les soy útil y que no me gano el mendrugo de pan con el que diariamente me alimentan.

         Esa sería mi primera queja en ésta, para mí, desafortunada historia. Y es que denuncio que los hombres son incapaces de amar, no ya a los animales, que eso sería pedir un imposible, sin que por medio intervengan intereses ajenos a dicho sentimiento.

         ¡Qué animal más extraño es el hombre, por mucho que él quiera arrogarse el inmerecido honor de ser el amo de la Creación!

         En su soberbia o estupidez, no sabe el pobre que la naturaleza no hace distingos entre unos seres y otros y que todos somos necesarios y complementarios en esta gigantesca rueda que es la vida.

         Se dice inteligente y por exclusión personal le quita a otros animales el poder de pensar, de sentir y, por consiguiente, de poder evolucionar como él lo ha hecho, cuando tantos ejemplos a lo largo de la historia les hemos dado, a los que tanto nos deben en esa su búsqueda sin horizonte que les llevará irremisiblemente a su propia desaparición, fruto de su misma irracional impotencia.

         El hombre vive completamente ajeno al mundo que le rodea y sólo se fija en él para su propio beneficio. En su obtusa ignorancia todavía no se ha dado cuenta de que de todos los animales que poblamos este maravilloso planeta, él es el menos dotado para la subsistencia y el primero que sufrirá las consecuencias de las agresiones con que diariamente le mortifica.

         Esta esquizofrenia de los hombres les ha hecho sentirse dueños y señores de todo cuanto les rodea y de que no tengan el más mínimo atisbo de culpabilidad a la hora de utilizarlos para su propio beneficio, ni cuando esto signifique la muerte del contrario.

         Ya veis: en cuanto me he enterado de mi suerte, me he venido a mi rincón y me he puesto a filosofar como hacen los hombres cuando se encuentran en mi misma situación.

         Pero no es esto lo que yo pretendo. Yo quisiera en estas últimas horas que me restan de vida, plasmar mis recuerdos y mis vivencias entre los hombres, por si sirvieran de algo a quien tenga un poco de amor hacia nosotros los animales, porque siempre seremos la parte más débil e indefensa frente a la violencia que sobre nosotros se ejerce.

         Mi llegada a este mundo vino ya marcada por la desgracia. Mis nuevos dueños, encaprichados por mi aspecto o por mi condición de hembra, decidieron apartarme de mi madre y de mis hermanos, sin que nunca más supiera de ellos.

         Tengo en mi lejana memoria de cachorra destetada prematuramente, el recuerdo de largas noches de frío y miedo, compensadas a veces por las caricias de unas manos piadosas y de un regazo caliente, mientras me alimentaban entre risas con biberones, junto al fuego de la chimenea.

         La temprana memoria me fue borrando el olor de mi madre y de mis hermanos, conforme me fui acomodando a otros olores y a otras compañías, que por entonces –y quiero ser agradecida–, me cuidaban, me querían y jugaban conmigo como si yo fuera su nuevo juguete.

         Tan sólo la presencia agria y atronadora del amo de la casa y de sus enormes botas de cuero me imponían terror, nada más sentirlas cerca de mi alcance.

         Siempre fue así conmigo y en más de una ocasión me he sentido humillada y maltratada, sin llegar nunca a comprender cuál era el motivo por el que se me castigaba. Si llegaba tambaleante a casa o con la cara encendida por la ira, siempre era yo el objeto de su encono al verme sestear sobre la alfombra: Echad fuera de casa este chucho, que me va a llenar la casa de pulgas, era el comentario menos grave que caía sobre mis huesos.

         Únicamente las manos de la niña de la casa sobre mi cabeza y el tazón de leche con galletas con que me regalaban algunas veces, aliviaba mis penas y hacía huir de mi ánimo esa sensación de terror que me agarrotaba cada vez que me encontraba en su presencia.

         Yo, que nunca he sido cobarde como en tantas ocasiones he demostrado defendiendo la casa y a sus moradores, aprendí en aquellos primeros meses de mi vida a evitarle y a escapar cobardemente en cuanto hacia acto de presencia.
        
         Me apena la poca sensibilidad de los hombres y me duele enormemente el que nos consideren animales inferiores y sin capacidad de sentimientos. Porque esto no es verdad. Nosotros somos capaces de tener sentimientos muchos más intensos y generosos que los humanos.

         Si bien aceptamos libremente el someternos a la autoridad caprichosa de los hombres, cuando por instinto, fuerza e inteligencia, seríamos capaces hasta de matarlos, no por ello anulamos nuestra capacidad de querer y de defender, sin que nadie nos lo pida, todo cuanto amamos.

         Viene esta reflexión a cuento, porque cuando nos enteramos de que el ama iba de nuevo a parir, todo fue cambiando en el ambiente de la casa. Sobre todo para mí, que fui apartada de ella como si fuera una apestada. Ya, ni siquiera era merecedora de tan deseadas carias de las mujeres de la casa, temerosos de que pudiera transmitirle a la preñada algún mal, para mí inexplicable.

         Fue precisamente el nacimiento de la nueva criatura y mis inocentes deseos de defenderlo, lo que propició el primer gran castigo de mi vida, que me tuvo durante muchas semanas con el cuerpo molido y con ganas de morir: cuando después de muchos ajetreos y nerviosismos por parte de todos los de la casa, nació el nuevo niño, yo, que nunca había oído llorar a un recién nacido, creyendo que alguien lo maltrataba, me acerqué a la cuna con el exclusivo ánimo de saciar mi curiosidad, pero también con el propósito de defenderlo si hubiera hecho falta.

         ¡Para qué se me hubiera ocurrido! Nada más traspasar las puertas de la habitación donde el nuevo infante lloraba a todo pulmón, los gritos de la vieja ama, agria y dura como un cardo, me indicaron la inoportunidad de mi acción.

         Lo que para mí no era más que un acto de amor o una comprensible curiosidad de cachorra ante los gritos de aquello desconocido, lo interpretó la maldita vieja como una posible agresión por mi parte, inducida por los celos –según ella.

         Sin darme tiempo a reaccionar y aturdida por los gritos, no me di cuenta de la llegada de la patada del hombre que, furioso, me alzó del suelo más de un palmo, mientras que mi cuerpo se estrellaba contra la pared.

         De aquella experiencia conservo una malquerencia hacia la pobre vieja, a la que a veces –lo confieso con vergüenza–, he procurado molestarla cuanto he podido, aún a sabiendas de que me podía alcanzar con su bastón.

         También la crueldad del hombre quedó en mí profundamente marcada y aunque siempre he procurado obedecerle y hacer bien mi trabajo, no es menos cierto que ya para siempre hubo una pared de incomprensión entre él y yo que jamás  traspasé, ni en los momentos en que quiso, a su manera, agradecerme mi buen quehacer de cazadora.

         ¡Cómo me hacía sufrir este hombre sin que él se diera cuenta!

         Y es que esa es la peor condición de los humanos, hacer daño por el mero hecho de no valorar ni tener en cuenta a quien le acompaña.

         Cuando consideró que ya tenía edad de serle útil y de que aprendiera el arte de la caza, me ataba una cuerda fina al cuello que me cortaba el aliento, me unía con la cuerda al eje interior del carro que él mismo conducía y me obligaba a seguir su marcha entre el estruendo de las peligrosas llantas de hierro de las ruedas y el chisporroteo que sacaban de las piedras del camino los cascos de los animales de tiro, fustigados muchas veces por su tralla.

         ¡Cuánto miedo y cuánto dolor he pasado hasta que aprendí a trotar al paso que el armatoste con ruedas me marcaba!

         ¡Qué injusto ha sido este hombre conmigo! Ni mi propia juventud respetaba.

         Si bien le he oído en más de una ocasión ensalzar mi figura y mis dotes de cazadora infatigable, cuántos palos y castigos he recibido por la única e imperdonable culpa de no tener experiencia y no levantarle la caza como él quería.

         ¿Habéis visto alguna vez la muerte de cerca? Qué sensación de frío y de miedo cuando ante la pérdida de una perdiz o el salto mal señalado de una liebre, los cañones de su escopeta giraban hacia mí, mientras que de sus ojos y de su boca se escapaban insultos atronadores.

         Fue en una de estas batidas y mientras yo correteaba entre las frondosas encinas para acercarles a su puesto a las desdichadas aves, cuando me encontré por primera vez con la imagen imborrable del destino que ahora a mí me espera.

         Obsesionada como estaba con contentar a mi amo y en demostrarle que era la mejor en tan especializada suerte del acarreo, fui ampliando mi campo de trabajo hasta encontrármelo con toda la crueldad y el salvajismo como el que señalaba la espeluznante escena.

         De las ramas de una fuerte encina y colgados por el cuello, ya descompuestos por el tiempo, aparecieron ante mis ojos los cuerpos de tres hermanos galgos, sin que yo pudiera entender el por qué de semejante sacrificio.

         Fue tal mi espanto, que al momento perdí mi templanza y me puse a aullar descompuesta, mientras que huía de aquel maldito lugar temblando de miedo y con el rabo entre las patas, para refugiarme entre las piernas de mi sorprendido amo.

-“Cuidado, la perra ha visto una pieza grande. Vamos a por ella” –exclamó el hombre mientras me apartaba de un puntapié y corría hacia el lugar de mi encuentro con su certera escopeta preparada.

El olor nauseabundo y la trágica imagen de los tres perros ahorcados pararon su entusiasmo de cazador, al mismo tiempo que hacía un comentario jocoso a sus acompañantes:

-“Estos han cortado por el camino más corto. Ya se sabe: perro mal cazador no merece un cartucho”. Y dirigiéndose a mí por primera vez en su vida y dando a entender que yo comprendería sus palabras, me dijo: “ya sabes Estrella, o afinas o te cuelgo”.

Y así comprendí, con esa mínima expresión y ante semejante cuadro, cuál era el final de tantos hermanos míos que desaparecían por entre los intrincados bosques de una temporada a otra: era más barato para el hombre la cría de nuevos perros cazadores que perder su valioso tiempo en enseñar a los menos preparados.

Así es la crueldad de este ser que se llama así mismo civilizado.

¡Hasta para parir dependemos de su capricho!

Cuando llegó la hora de mi primer celo, qué susto y cuántos temores ante lo desconocido. Por vez primera me sentí cortejada y deseada por otros machos que incansablemente rondaban la casa, para desespero de la mujer y enfado del hombre: “como me la monte un chucho los mato a los dos” –decía– ¡Ya lo creo que lo hubiera hecho!

Pero cuando consideró que era el momento apropiado a sus intereses, que poco tardó en buscarme un macho de su agrado, sin que yo pudiera oponerme a sus deseos.

¡Qué cosa es el amor y que dulce y extraño es todo cuanto le rodea!

Recuerdo mis miedos de novata ante aquel hermoso pero brutal macho semental que sin preámbulos me poseyó, ayudado por mi propio amo que me mantenía sujeta por la correa.

Mientras yo sufría el dolor de sus embestidas, con qué satisfacción calculaba el valor de la futura camada.

Ni por un momento pensó en mi comodidad ni en mi desamparo de primeriza. Si éste es su comportamiento con su compañera, no me extrañan las desavenencias ni las peleas que últimamente y casi a diario mantiene el matrimonio.

Los meses que duró el embarazo fueron, curiosamente, los únicos en mi vida en que se me prestó atención y se me cuidó desde su extraña y ruin delicadeza, cuidando al máximo que estuviera bien alimentada y que no padeciera excesos. Fueron los meses más felices de mi vida, a la espera de ese milagro siempre renovado como es el de alumbrar nuevas vidas.

Por primera vez me sentía importante en el seno de la familia e, incluso, me permitía ciertas confianzas que siempre me eran perdonadas.

Pero no era ajena del saber que mi importancia se basaba en el número de cachorros que pariera, así como de la pureza de raza de los nuevos alumbrados.

¡Hasta el veterinario del pueblo estuvo presente en mi parto! Tenía un oscuro recuerdo doloroso de su presencia, cuando me llevaron a vacunar, pero reconozco, y tengo aquí que decirlo, que ha sido el más humano de los hombres con los que he tenido trato ¡Qué delicadeza y cuántos mimos hasta ver nacidos a mis hijos!

Sin embargo, ese mismo momento que tenía que haber sido el más feliz de mi vida, se convirtió al instante en uno de los más tristes y crueles de mi existencia.

¡Diez cachorros hermosos como soles me nacieron! Diez espléndidos hijos que mi instinto de madre me señalaba como sanos y fuertes.

Pero nuevamente el hombre decidió por su cuenta, sin darme opción a intervenir: “quiero que se quede con los cuatro machos y una hembra”, sentenció mi amo. Y el veterinario, con mano experta y acostumbrada a tales menesteres, fue apartando al resto de las hembras que formaban mi camada.

Me horroriza recordarlo, y en muchas ocasiones tales recuerdos se han convertido para mí en una obsesión enfermiza que me hace subir la fiebre y temblar de espanto cuando me encuentro a solas.

Nada más ser apartadas de mis ubres mis hermosas cachorrillas, la mano criminal del energúmeno que es mi amo, las cogió sin el más mínimo miramiento y con todas las fuerzas de su robusto brazo, las fue estrellando, una a una, contra el cercón de piedra que guardaba la nave en que nos encontrábamos.

¿Qué madre es capaz de soportar sin rebelarse el sentir el sordo ruido de los cuerpecitos de sus hijos y el leve quejido de sus protestas en el momento del impacto sobre la pared?

Hasta el pobre veterinario alzó su queja ante lo consideraba una salvajada. Pero el mal ya estaba hecho sin que el hombre hiciera caso de sus reproches.

Desde ese momento se la juré, y en más de una ocasión estuve a punto de atacarle hasta destrozarle. Jamás le permití acercarse a mis cachorros vivos, aunque sintiera sobres mis costillares, más de una vez, la caricia de su látigo.

Tampoco los cinco cachorros que me quedaban tuvieron más suerte de la que tuve yo en mi lejana infancia. Uno tras otro fueron desapareciendo de mis cuidados y entregados a otros hombres a cambio de unas monedas. De nada valía mi defensa, pues siempre era engañada, e incluso maltratada, cuando oponía fuerte resistencia al robo de mis hijos.

La soledad cayó sobre mí como una enorme losa fría que paralizaba todos mis movimientos; noches y más noches he trotado por los campos cercanos, con el alma destrozada y los ojos arrasados de lágrimas, buscando inútilmente un rastro que me llevara hasta ellos. Pero todo fue inútil. Ya nunca jamás he vuelto a saber de su existencia.

¿Qué maldita sinrazón nos ata a quien no nos ama? ¿Por qué seguimos unidos a estos monstruos que nos maltratan? Nunca podré darme una respuesta convincente.

Nosotros, los que ellos denominan animales irracionales, estamos capacitados para vivir al margen de la locura de los humanos y, sin embargo, incomprensiblemente, como una maldición, les seguimos amando. Yo no alcanzo a comprenderlo y aquí estoy de nuevo, sufriendo las consecuencias de mis dudas y el desvarío de su innata crueldad.

Ya no quiero seguir lamentándome ni alimentando mis dudas. Mi destino se cierra en unas horas y, podréis creerlo, no siento la mínima esperanza de que a quienes tanto he amado se compadezcan de mi suerte.

Pero sé, que tarde o temprano, mis verdugos de hoy, sufrirán en sus propias carnes la maldición por todo el horror que han ido sembrando durante sus vidas.

El hombre desaparecerá como desaparecen todas las razas malditas y que entonces, este mundo será un verdadero paraíso para los otros animales, más capaces de gozar lo creado y de respetarse mutuamente.

Tan sólo me inquieta la antigua imagen de mis hermanos colgados de las ramas de una encina y pido al Creador que mi agonía sea lenta.

Ricardo Hernández Megías

MUERTE DE UN HOMBRE





          A mi amigo y hermano el poeta José Iglesias Benítez, por tantas tardes de tertulia en los cafés de Madrid, con un buen vino en la mano y quitándonos la palabra de la boca. El sabe de la sinceridad de este relato.



Sobre la torre de la iglesia, un cielo muy alto y lleno de estrellas se desparrama sobre los contornos del pueblo sin llegar a oprimirlo. La luna en todo su esplendor hace que la noche sea menos trágica y pinte a lo lejos la línea azulada de los montes. Todo es silencio en el caserío y solamente se vislumbra alguna pobre luminaria que recorta el perfil de las esquinas del pueblo o hace alargar las barandas de algún balcón principal.

Parece que todos duermen en su merecido descanso a la espera de un nuevo día. Todo parece paz y tranquilidad en el vientre de la noche.

Y sin embargo…

En una de sus casas, alejada del núcleo principal del pueblo, si prestamos atención, oiremos el susurro de una oración repetida al unísono por un coro de mujeres enlutadas. Ayees de dolor se escapan de vez en vez dándole al acontecimiento una pátina de tragedia; dos pobres cirios alumbran el recinto donde sobre la cama, aparece el bulto aun caliente de un cadáver.

Aquí quiero yo callarme y cederle la palabra a aquel niño, hoy ya abuelo, que con ojos asombrados, vivió los acontecimientos sin entender desde su recién estrenada vida lo que era la trágica llegada de la muerte. Nunca, ni ahora que lentamente se acerca él a ella, entendió el niño el por qué del abandono de su padre, como nunca entenderá para qué sirve tanto dolor inútil. Pero dejemos que él nos lo cuente.

“Me cuentan las viejas enlutadas, que como un coro de sombras sin rostros me rodean, que justo a esa hora, a las doce de la noche de un caluroso mes de junio, mi madre había lanzado un grito de pánico ante lo incomprensible, lo impensable unas horas antes, como era la muerte de mi padre.

Yo no lo vi. Horas antes del fatal suceso que habría de cambiar nuestras vidas y sumirnos en un mundo de pobreza y desesperanzas, la familia había decidido trasladarnos a los tres hermanos a la casa de unos amigos para no incordiar el descanso del enfermo.

Ahora, ante el profundo agujero al que nos condenaba la muerte de aquel hombretón admirado desde los ojos de mi niñez, puedo recuperar sin la mínima duda las últimas horas del fatal desenlace.

Mi padre, ya desde el recuerdo, era un hombre grande, fuerte, muy fuerte, moldeado su cuerpo músculo a músculo, en el hercúleo esfuerzo de la fragua del pueblo y en las siempre agotadoras faenas de los campos de labranza.

Pero el drama, nuestro drama, había comenzado unas pocas horas antes.

Sobre las once de la mañana de ese fatídico día, mi padre, acontecimiento extrañísimo en su diario laborar, se había presentado en casa con los ojos turbios, el paso cansino y la cara encendida por los miles de soles que moldean el rostro del campesino extremeño.

- Estoy ardiendo, creo que tengo fiebre. Seguro que he cogido una insolación.- Le dijo mi padre a la asustada mujer que lo contemplaba fuera de sí.

- Es que no os cuidáis nada. Este sol alancea los cuerpos y os derrite los sesos; no os protegéis de sus rayos; sois unos brutos y estas son las consecuencias. Voy a llamar al médico –dijo mi madre.

- Pero mujer, ¿Tú crees que al campo vamos de romería, con sombrero de paja y abanico? Tú sabes que el trabajo de la siega es duro y que de la unión del esfuerzo de los hombres y del rápido trabajo de las máquinas dependen el éxito o el fracaso de todo un año. En el campo no hay descanso; el trabajo es agotador mañana, tarde y noche, pues una tormenta de verano tira por tierra todas las esperanzas de muchas familias. No hay término medio: o le ganamos la batalla al tiempo, o éste nos cubre de hambre y de desconsuelo para toda una campaña. No me riñas y llama al médico; en unas pocas horas estaré nuevamente sobre las trilladoras –se justificó mi padre.

- Insolación –confirmó el médico después de controlarle la temperatura corporal y auscultarle el fornido pecho– Tres antitérmicos y estarás como nuevo –le dijo jovialmente su buen amigo desde la infancia.

Cuenta mi madre, y siempre que lo cuenta se la saltan las lágrimas en un gesto de rabia o de culpabilidad, que al darle la segunda pastilla en un estado febril rayano a la inconsciencia, en un gesto de autodefensa y sabiendo el enfermo que la medicina, más que curarle lo envenenaba, se la sacó de la boca y la arrojó al suelo despreciándola. Mi madre se enfadó con el enfermo y entre riñas y mimos volvió a metérsela en la boca.

Dos niños, ajenos al terrible drama que a pocos metros nuestro se desarrollaba, jugábamos y nos peleábamos sobre una manta tirada en el pasillo, buscando el frescor de la tenue corriente de aire que por él circulaba, desde el portal de la casa hacia el corral, en aquellas calurosas horas de la siesta.

En medio del fragor de los gritos de los muchachos, el hombretón cubre con su enorme estatura y el desmesurado ancho de sus hombros todo el marco de la puerta. Su cuerpo se tambalea, sus manos accionan incontroladamente, sus ojos están encendidos como carbuncos y de su boca silenciosa se escapa una flor de espuma blanca, dándole al conjunto de su persona un aire cómico y estremecedor.

El mayor de los hermanos, quien estas páginas escribe desde el recuerdo, mira a su padre con enorme extrañeza. A su siete años y en un medio rural en el que vive, ha visto muchas veces a hombres borrachos, y aunque muchas veces con temor, siempre le han parecido estos personajes como muñecos desmadejados, más cercanos a la risa cruel del niño travieso que al posible peligro de un hombre descontrolado.

Por eso ahora ríe acobardado viendo a su padre acercarse con no se sabe que intenciones. La presencia de la madre suaviza el tenso momento y retorna el enfermo a su lecho de convaleciente.

A partir de ese momento crece un silencio que se emponzoña, que se pudre en la casa y en la memoria. No tiene el niño más recuerdos de esa horas que la llegada silente de algunos familiares, sobre todo femeninos, que entran y salen cuchicheando y como queriendo trasladarse con las miradas un secreto que se les escapa.

La tarde, calurosa, ardiente, con sus temibles rayos de fuego, ha dado paso a un atardecer abochornado en el que, poco a poco, van apareciendo algunos miembros masculinos de la familia y vecinos en su recogida de las faenas del campo, haciendo con su silencio aun más trágica la escena interior.

El niño, los niños, no saben qué es lo que está pasando, pero intuyen el peligro y silenciosos se recogen en un rincón alejado de la casa. Es el momento en el que algún familiar o amigo caritativo decide la oportunidad de nuestro traslado, a la espera de los acontecimientos venideros.

Lo anormal del nuevo  acontecimiento, lo caluroso del recibimiento en la casa amiga con una comida impensada en aquellos momentos y lo extraordinario de las golosinas que la culminan, han hecho olvidar por un momento la tensión y el miedo vivido momentos anteriores, en unos acontecimientos que se les escapan a sus mentes infantiles.

Cuando el amanecer del nuevo día los encuentra en casa y cama ajena, no deja de ser una curiosa novedad en sus vidas recién comenzadas. El mayor grado de placer lo encuentran cuando sobre un enorme tazón de humeante café con leche y unas calientes rebanadas de pan recién ahornados, se les dispensa el favor de no acudir ese día a la escuela, deber indispensable en casa durante los demás días del año.

A las doce de la mañana, y ante el asombro del niño, doblan a muerto las cercanas campanas de la iglesia. Se asombra, porque nadie le ha llamado en este caso, y él es uno de los dos monaguillos encargado de este menester tan repetido en un pueblo con tan amplia como vieja población.

Pero el niño no recibe respuesta a sus preguntas.

El reloj de la torre marca las seis de la tarde, cuando nuevamente doblan las campanas anunciando el comienzo del funeral desconocido. Tan fuerte es su curiosidad y tan profundo es el silencio que crece a su alrededor, que decide saltar y asomarse sobre las tapias de la casa-prisión buscando una respuesta.

Quien haya escuchado el tañido fúnebre de las campanas de un pueblo en las primeras horas del atardecer, cuando el sol tornasola los campos y tiñe de oro las nobles paredes de las casas del pueblo, habrá rememorado un momento mágico en el vivir cotidiano de sus habitantes. El andar cansino de los familiares y amigos que levantan espesa capa de polvo se acompasa al rumor en sordina de sus voces. Si la muerte es a cualquier edad un acontecimiento trágico, la de un hombre joven y querido, deja en el ánimo del cortejo como un sabor agrio que se pega al paladar y lo araña.

El niño, que ahora se asoma subido a los viejos tapiales, observa con ademán alucinado acercarse la comitiva con ojos de asombro y oyendo galopar su corazón en un pecho angustiado y temeroso frente a lo que contempla.

Decenas de veces en su corta vida ha asistido en primera fila a acontecimientos como el que, poco a poco, ve acercarse y sabe perfectamente discernir y enumerar los diferentes matices que en él se producen. Conoce la costumbre ancestral de los habitantes del pueblo de acompañar a los familiares del finado hasta las puertas de la iglesia y sabe distinguir la importancia o el cariño hacia el muerto, según el número de personas que componen el acompañamiento que camina tras el féretro.

En una primera visión de conjunto, no le extraña ver caras conocidas e incluso familiares; lo que le produce gran asombro es la muchedumbre que lo forma y el trágico silencio que como una burbuja lo cubre y palpita en la ardiente luz del atardecer, impregnando en sus jóvenes pupilas un cuadro de falsa riqueza y esplendor.

Más tarde, cuando el cortejo roza las paredes roídas por el tiempo y pintadas de verdín, su mirada se posa sobre el cura vestido con sus hábitos negros y en los monaguillos que en ese momento le suplantan, ataviados para la ocasión, portando la cruz procesional y el hisopo para los responsos.

La costumbre de la muerte, en su quehacer diario, ha desviado momentáneamente su mirada de los familiares del muerto que caminan abatidos por el dolor a pocos pasos del cura. Siempre es el mismo cuadro con distintos actores.

Sin embargo, esta vez algo le llama la atención. Su mirada sobrepasa el ataúd alanceado por los rayos del sol y van a posarse más detenidamente en las caras de los acompañantes más próximos. El niño es rápido de mente y en pocos segundos se da cuenta de que el fúnebre cuadro le afecta directamente. Su joven memoria retrocede instantáneamente recuperando los acontecimientos acaecidos desde las turbias horas de la siesta del día anterior; recuerda la cara descompuesta de su padre, sus ojos negros brillando en la fragua de la fiebre, el pespunte blanco de la espuma sobre su boca incapaz de pronunciar la menor queja.

El niño siente en su corazón una punzada de dolor que le traspasa; y grita; y se rebela; y embiste contra sus carceleros, que cariñosamente pretenden cortarle el camino; y pasa por la puerta con la premura de un quejido que se escapara de un pecho herido.

El poco trecho que separa las dos casas lo supera fugazmente y cuando alcanza el portal de su casa, contempla asustado el gentío, principalmente femenino, que lo ocupa. Un murmullo de sorpresa y de dolor llega a sus oídos producido por lo inesperado de su presencia. Y un coro de voces lastimeras, recordándole su orfandad, le hacen sentir un estremecimiento de pánico.

El niño, ahora con lágrimas en los ojos, recorre el largo pasillo atestado de sillas bajas de enea y de mujerucas con pañuelos negros, mientras que de sus bocas salen exclamaciones de pena y de lástima hacia el infante desconcertado.

Una bella mujer le espera asustada al final del pasillo. De sus grandes ojos azules se les encapan silenciosas lágrimas de fuego, mientras que con un gesto muy femenino intenta proteger su avanzado embarazo. De su boca no se escapa ningún grito, ningún lamento y con gesto maternal recibe al hijo entre sus brazos. Sólo un susurro al oído: ¡Hijo!!Hijo! ¿Qué va a ser de nosotros?… Y silencio”.

Ricardo Hernández Megías

                                                LA MALDICIÓN

                        
                     A Julia Rodríguez-Moñino, que nacida en     Extremadura no conoce sus leyendas y supersticiones.



            La noche es muy negra. Tan negra, que ni los tenues rayos de luz de las pobres   
luminarias dispersas por el caserío, son capaces de traspasar tanta oscuridad como lo   
envuelve.

            El aire huele a tierra mojada. El ambiente está cargado de electricidad por la última tormenta de la tarde. Dentro de la humilde vivienda se ha dormido poco esta noche y el espacio interior está aun más cargado que el exterior y a punto de estallar.

            A las cuatro de la madrugada, el amo de la casa se ha levantado con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y se ha dirigido con pasos muy lentos, como acobardado, hacia el cuartucho del final del pasillo.

            - Padre, vamos que se nos hace tarde –exclama muy bajito descorriendo la sucia cortina que hace las veces de puerta.

            - Ya estoy listo, hijo. Yo aparejo la burra –le responde un hombre viejo y seco como un sarmiento que se levanta, completamente vestido, del destartalado catre con jergón de dura borra, con su raída chaqueta al hombro.

            Un silencio hondo y negro como la muerte se extiende entre los dos hombres desde ese momento.

            Cuando poco tiempo después salen de la casa llevando el hombre joven la burra del cabestro, el viejo se detiene por un instante y con ojos brillándole con destellos de acero, abarca con su dura mirada el portal ya cerrado de la casa, en la que sólo se escucha la queja del perro, con el que no ha contado nadie para esta nueva jornada.

-  Vamos –más bien le ordena el hijo, que impaciente y como escondido tras el animal, espera.

            La distancia hasta la ciudad es larga, muy larga, y hay que hacerla a pie. No por muy conocida, deja de entrañar cierto desasosiego cuando el camino se adentra por entre los altos riscos que les rodean; los dos hombres son campesinos y llevan en su remota memoria ese miedo ancestral del hombre de campo hacia la noche y hacia la sierra.

También la burra va inquieta y afila sus orejas o se sobresalta cuando al paso de los tres viajeros, el cárabo levanta asustado su vuelo.

El silencio de la noche lo llenan multitud de desconocidos ruidos que bajan desde lo alto de la sierra: una rama que se troncha señala, quizás, el paso de alguna alimaña; la lúgubre llamada del búho; el inquietante y ubicuo llanto del mochuelo; el tañido de algún campano o el tintineo de alguna esquila que señalan la presencia de animales de pasto. Un aullido largo, muy largo y lejano que hace rebrincar a la burra y poner los pelos de punta a los hombres, denuncia la temida presencia del lobo por entre la espesura de los matorrales.

La negrura de la noche se ha ido suavizando hacia Oriente; una claridad lechosa y esperanzadora para el ánimo de los caminantes, va ganando la partida. El amanecer se descuelga desde las altas cimas entumeciendo con su rocío los cansados miembros de los hombres que ahora caminan más deprisa.

La burra, ajena al sentir de los acompañantes, olisquea el frescor de la humedecida hierba e intenta rumiar los tiernos tallos que nacen en las cunetas del camino. Pero no hay tiempo aun para el descanso y el fuerte tirón de las jáquimas le desaconseja de la momentánea parada reconstituyente.

La amanecida es un espectáculo de luces y colores en la reverdecida sierra para unos ojos que sepan admirar tanta belleza. Pero no es este el caso. Los dos hombres caminan en silencio, abstraídos ambos en profundos y doloridos pensamientos, mientras que con sus ojos caídos en el suelo, parecen mirarse las puntas de sus, endurecidos por el tiempo, borceguíes de cuero.

-  Fría mañana –dice entre dientes el más joven.

-  Sí, fría –contesta con desgana el más viejo.

Y durante mucho trecho mantienen el mismo silencio.

Cuando el sol se levanta sobre las cumbres, dueño y señor de los espacios, calentando el aire y sacándole brillo al cuarzo del granito, ha cambiado completamente el paisaje para los viajeros.

La sierra ha suavizado sus laderas que ahora se adornan de jóvenes plantones de olivos, mientras que en la tierra no labrada abundan las perfumadas flores de la jara.

Ya todo es movimiento en su entorno. La luz del sol enciende la vida de todo cuanto les rodea. Bandadas de aves han desentumecido sus alas y vuelan presurosas hacia sus comederos, mientras que, cercanos, se oyen los ladridos de los perros, que obedientes al silbido de los pastores, conducen  los rebaños de ovejas.

¡Qué amanecer tan hermoso si los ánimos estuvieran predispuestos!

Nadie ama tanto al campo como quienes se han dejado durante años el sudor sobre su superficie; ni nadie sabe apreciar con tanto rigor la belleza de sus tonos, como quienes en cientos de amaneceres han estado atentos a los cambios del clima. Quien vive de la tierra, ama intensamente la tierra, porque ella es el sustento y la despensa de su casa. Por ella mata y por ella muere el campesino. Y tanto es su amor por su tierra, que llega a adquirir su piel el mismo color y las mismas arrugas que se contemplan en sus surcos.

Han pasado muchas horas desde que salieron de casa y ya el cansancio se acumula en sus cuerpos. El paso se acorta haciéndose cansino, mientras que los músculos se van endureciendo por el largo caminar. Cuando los rayos del sol se clavan como dardos en sus endurecidas pieles y roba de sus cuerpos el agrio sudor, deciden con sus miradas descansar bajo una frondosa encina.

La burra, ahora sin aparejos, trisca las frescas hierbas que crecen en las cercanías.

Del zurrón, saca el más joven las pobres viandas que les preparó la mujer antes de partir, pero no hay ánimos ni para tomar un bocado.

El hombre joven saca de su raído chaleco la manoseada petaca con tabaco picado y la ofrece sin mirar a su padre, que la toma, y lentamente lía un robusto cigarrillo. Como no tienen nada que decirse, expeliendo por la nariz dos gruesas columnas de humo, el hombre viejo se aleja y va a sentarse sobre una piedra, donde estático y renegrido como un roble alcanzado por el rayo, contempla la lejana línea del horizonte por donde han venido.

Por primera vez, el hijo contempla abatido y pesaroso la querida figura del padre, mientras que de sus endurecidos ojos se escapan dos furtivas lágrimas que, avergonzado, limpia al momento con el sucio y sudado dorso de su mano.

Lentamente, agota hasta ahogarse la última calada de su cigarrillo, se acerca a la venerable estatua de su padre, mientras éste disimula no haber oído sus pasos.

- Padre, no haga usted más duro este momento. Usted sabe que le quiero; que le queremos todos en casa, pero que no había más remedio que dar este paso. No puede ser de otra manera.

- Lo sé. Y nada os reprocho. Yo también os quiero y lo comprendo. No sufras y sigamos el camino. Tenía que ser así y así será.

- Pero es que usted, con su silencio…

- No es lo que tú piensas. Estoy así, porque viene a mi recuerdo, que hace ya treinta años, en un día tan hermoso como éste, en esta misma piedra donde yo ahora estoy sentado, me pidió mi padre descansar cuando lo llevaba camino del asilo. Ya ves, la vida se repite y ahora me toca a mí pasar por este trance. Pero lo asumo sin la más mínima queja.

Un rayo que le hubiera herido; una daga que le hubiera atravesado; una víbora con su mortal veneno, no hubieran hecho más daño en el ánimo del hombre joven, que ahora, descompuesto, se sienta a los pies de su padre mientras rumia para sus adentros el dolor producido por las palabras de éste.

Mucho tiempo pasan así: el uno sentado sobre la piedra; el otro a sus pies. Los dos, en un profundo y respetuoso silencio a la espera de tomar una decisión.

Cuando el hombre joven se levanta, lo hace con presteza, con renovadas energías que le salen de su renegrido rostro. Se acerca a la burra; la vuelve a aparejar; la acerca de las bridas hasta donde su padre espera y le ordena:

-  Suba padre. Tenemos prisa.

El hombre viejo se asienta sobre el lomo del animal que, fustigado por el joven, emprende la marcha.

Pero el equino no ha tomado el camino de la ciudad. Obediente a la voz de su amo, ha emprendido la vuelta a casa.

- Padre  -le escucha decir la burra al hombre joven– hoy quiero terminar con la maldición de esta familia. Volvamos a casa, que Dios nos dará fuerzas con que seguir adelante. No quiero que mis hijos, ni mis nietos, tengan que pasar el sufrimiento que yo he padecido estos días. Ni quiero con los años verme en  el pellejo de usted. Hoy termina esta desgraciada historia.

Y la burra, no sabemos si porque ha entendido las palabras de su amo, o porque añora su cuadra y su pienso, parece que camina más deprisa que cuando salieron.



 Ricardo Hernández Megías


 CUANDO EL LOBO SALE DE CACERÍA



                  
      A mi querido amigo Agustín Sánchez Andrade, que  me pidió pasara a papel lo que eran hechos reales de una España que nunca más volverá a sufrir el dolor de enfrentamientos cainitas.
                                                     



Yo quiero colaborar a que esos momentos de temida crueldad o sadismo, a que esas pequeñas historias de hombres aparentemente sin importancia y que la Gran Historia ha olvidado por irrelevantes, no queden en el anonimato en una sociedad conformista y deseosa de cobardes olvidos.

Mi historia es la de un hombre vulgar, sin nombre; una de las miles tragedias personales en las que el único rastro es una olvidada tumba común en cualquier cruce de caminos o el cualquier perdido cementerio de esta contradictoria España.


                                          *  *  *


La noche, como tantas otras noches de este duro invierno en el que nos encontramos, ha sido terrible para el hombre que acobardado y carente de la debida protección contra las cuchilladas del frío, se acurruca temblando en una oquedad de la oculta cueva serrana.

Hace ya muchos meses que su vida está a la deriva, esperando de un momento a otro ser cazado como una temida alimaña; concretamente, desde que en el pueblo entraron a sangre y fuego los nuevos vencedores y supo que estaba sentenciado a muerte.

Como tantos otros hombres derrotados, huyó a la cercana e impenetrable sierra a la espera de un improbable perdón, a sabiendas de que el bando rebelde, que caminaba con pasos de gigante asolando cuanto encontraba, no había dado prueba alguna de misericordia para el vencido y que un reguero de sangre iba señalando su paso por los pueblos y ciudades por donde pasaba.

Sin embargo, uno se agarra a la estúpida esperanza de que él nada tiene que temer frente al enemigo y que siempre se ha mantenido fiel al gobierno legalmente constituido. En su defensa está la lealtad, nunca la traición y que él sepa, esto no es motivo de castigo, ni mucho menos merecedora de la muerte.

El hombre, de mediana edad, marcándosele sobre la piel los huesos de su desnutrido cuerpo, con los ojos hundidos y la nariz aquilina en los que se reflejan su miedo y su desesperanza en un futuro incierto, ve cómo los primeros rayos de luz van borrando las tupidas sombras de la cueva en la que se van dibujando lentamente los afilados contornos del granito, retornando a convertirse en la madrugada en un seguro refugio.

Atrás han quedado horas de inquietud con los ojos abiertos y encendidos por la brasa de la fiebre, donde el roce de una rama movida por el cierzo o el chasquido de una piedra al paso de algún animal montaraz, enerva y pone en guardia sus destrozados nervios.

La mañana avanza luminosa y sólo el vapor del rocío cuando el sol hace acto de presencia, pinta con brochazos suaves el profundo y feraz valle donde, desde esta larga distancia, se dibujan sin perfiles los caseríos de los pueblos cercanos.

Es el momento elegido para cambiar de refugio, y al calor de una covacha que ha acondicionado con ramas de romero, permanecer en una duermevela acechante. Él sabe que no está solo en la sierra, pues buen conocedor desde la infancia de todos sus secretos, ha visto en más de un atardecer moverse por entre los riscos sombras de otros hombres tan desafortunados y acobardados como él.

Pero esta misma presencia de otros hombres perseguidos y acorralados por la guardia civil o por partidas de voluntarios falangistas, es lo que hace extremar sus precauciones y actuar como las lobas en sus loberas en época de reproducción: nunca permanece en el mismo lugar y siempre emplea grandes rodeos hasta llegar a la guarida de descanso elegida.

Cuando el tibio calor de la mañana desentumece sus doloridos miembros, se sienta muy cerca de la boca de la cueva y protegido por su sombra observa melancólico y añorante el caserío de su pueblo, donde una hermosa mujer y unos amados hijos, también sufren el desamparo de su necesaria huída.

Muchas, muchísimas veces ha estado a punto de abandonarse a su destino y estrechar entre sus brazos a sus seres amados. Y otras muchas, cuando protegida la cueva con ramas de espino ha sentido muy cercana la presencia del lobo, ha pensado si no le sería igual morir entre las manos de esos otros lobos con presencia humana, que destrozado entre las garras de estos otros que ahora olisquean su temida presencia.

Pero un instinto natural de conservación innata en el hombre de campo que siempre fue y un deseo de aclarar y defender la honradez de su nombre, le impulsan a esperar el momento más oportuno para su entrega al enemigo triunfador.


Muchas horas ha tenido en estos meses de angustiosa espera para hacer balance de su vida y, aunque con desigual resultado, no encuentra otros motivos para esta cacería sobre su persona que su compromiso político con los perdedores de esta guerra.

En sus noches de insomnio, agazapado como un animal acosado por una jauría de perros, han ido pasando por delante de sus cegados ojos imágenes de su lejana juventud donde todo brillaba con luz cegadora; sus años de noviazgo con la hermosa mujer que sería más tarde su esposa; sus largos y complacientes paseos a caballo por todos los caminos del pueblo haciendo cumplir la Ley, que él representaba cuando le nombraron oficialmente Guarda de Campos; los hermosos y robustos hijos que les fueron naciendo acunados en el bienestar que su empleo les garantizaba y que la mujer sabiamente administraba.

Recordó los años inquietantes del final de la monarquía alfonsina, las dictaduras desiguales y contradictorias de los dos espadones que le siguieron, y la prometedora época en la que el pueblo conquistó su libertad y se dio asimismo un gobierno republicano que despertaba el insaciable deseo de tantos campesinos españoles de redimir su pobreza con el esfuerzo de su trabajo en unos campos que ya eran suyos.

Y recordó su compromiso con la causa de los más desfavorecidos, desde un puesto de privilegio como lo fue el de ser nombrado Alcalde de su querido pueblo, intentando y consiguiendo que la Justicia prevaleciera sobre los enconados odios seculares de dos mundos enfrentados por la posesión de la tierra y el dinero, hasta en un núcleo rural tan reducido como era el suyo.

Pero no pudo ser. Nunca la reacción permitiría al pueblo ser el dueño de sus destinos.

Cuando el 17 de julio llegaron a su alcaldía las noticias de una nueva asonada militar, muchos vecinos quisieron tomarse la justicia por su mano y darle un ejemplar escarmiento a los elementos más levantiscos que hicieron de la violencia su tarjeta de presentación. Pero él se mantuvo firme en su autoridad, y tan sólo permitió que la Junta Antifascista que se nombró en el pueblo y que él mismo presidía, arrestara a dichos energúmenos mientras volvían las aguas democráticas a sus antiguos cauces.

Grave error. Lo que en principio parecía una revuelta más de los elementos militares más enfrentados al nuevo sistema democrático, resultó a la postre y ante la blandura de las autoridades civiles de Madrid, el principio de una auténtica tragedia que iba a ensombrecer los pueblos y los campos de España durante cuatro largos años de sangrientos enfrentamientos, y de muchos años más de represión y miseria para los perdedores de la contienda.

El rápido despliegue de unas bien pertrechadas fuerzas militares por los caminos del sur, su durísimo y sanguinario comportamiento eliminando físicamente a una población civil que se había mantenido fiel y había apoyado a la República, alcanzó a su pueblo con los mismos tintes de dramatismo que en otras cientos de poblaciones, en su imparable camino desde Sevilla a Madrid.

Como la leyenda caminaba aun más rápida que los temibles soldados “nacionales”, los pueblos se ensombrecían ante los relatos de los huidos de las sangrientas represalias. Los hombres, que en un principio se aprestaron a defender con las pocas armas a su alcance la legalidad republicana, tuvieron que huir a las sierras cercanas a la espera de unos acontecimientos que les desbordaban por la amplitud de sus consecuencias.

También él se acogió a esta opción, sabedor de que estaba en el punto de mira de muchas pistolas fascistas. Y aquí se encontraba ahora, después de tantos meses de ansiada espera de una solución para tantos hombres que se escondían en las sierras cercanas, sin más delito que el de permanecer fieles a un soñado ideal y que habían esperado infructuosamente que el final de la contienda serenara los odios y hubiera un sentimiento de perdón hacia los vencidos.


El hombre enjuto y hambriento que se oculta entre las grietas de la rocosa sierra mientras repasa, ojo avizor, los campos que le rodean, está observando desde hace muchos minutos un diminuto punto que, como ágil gacela, brinca, desaparece, y da largos rodeos hasta acercarse lentamente hasta el lugar en que él se encuentra.

No es la primera vez que lo hace y esto le da una cierta seguridad a su acción, que el hombre valora en su justa medida y con un punto de orgullo.

Cuando el punto lejano se va concretando, conforme se acerca, una suave cabellera rubia lucha contra el viento que la enreda y una linda figura de mujer emerge por entre el tupido ramaje de madroños, tomillos y cantuesos que se le enredan en sus faldas.

Es su pequeña María, su hija; una valiente mujercita que desafía los miedos de la sierra y que, de tarde en tarde, se acerca a su lobera para traerle ropa limpia y algún regalo para su paladar como lo pueda ser el pan de trigo, o alguna noticia que corra por el pueblo y que afecte a su seguridad.

Cuando se hace presente, la muchacha se asusta al no reconocerle y desde su desamparo y dolor, el hombre la llama:

- ¡Hija! ¡María! ¡Soy yo, tu padre!

- ¡Por Dios, padre! Qué susto me ha dado usted y qué desmejorado le veo. Pero no se preocupe usted; hoy le traigo noticias gratas que le harán feliz, tanto como nos han hecho a nosotros.

- ¡Ya sé! ¡Que tienes novio y que quieres casarte! ¿Es buen mozo? ¡Cuenta, cuenta!

- ¡Padre! Déjese de tonterías y escuche lo que le voy a contar, que es muy importante para todos.

- Perdóname, hija. Esta inhumana soledad me tiene desquiciado y el poder tenerte cerca y estrecharte entre mis brazos me llena de tanta felicidad, que hasta digo tonterías. Cuéntame.

- ¡Padre! Escuche con atención y medítelo todo el tiempo que considere necesario. Pero tome una decisión acertada que borre esta incertidumbre y este miedo que todos arrastramos en el último año.

- Tú dirás…

- Padre: el señor cura ha venido a casa y le ha contado a madre, que el nuevo gobierno ha dictado un decreto en el que señala que todo aquel que haya estado con el otro bando pero que no tenga delitos de sangre, puede entregarse sin miedo a las autoridades locales para cumplir el arresto que la justicia militar determine. ¿Qué le parece, no es maravilloso? ¡Puede usted regresar a casa sin peligro! ¡Nos lo ha afirmado el señor cura!

El hombre, ya de por sí sin color, ha afilado su demacrada cara en la que unos ojos sin vida retoman por un momento su brillo de antaño, mientras que su boca esboza una incipiente mueca de incredulidad.

Cuando se recupera de su sorpresa, retoma su aire reflexivo y sin querer dañar la buena voluntad de la muchacha, le responde:

- ¡No, hija, no! No os hagáis ilusiones. Es una nueva trampa de estos hombres inmisericordes. Han demostrado que no conocen el perdón y no van a cambiar ahora. Lo que pretenden en arañar en vuestras voluntades y que delatéis a tantos hombres como poblamos estos malditos montes.

                  El cura es uno de sus servidores y nada le importa nuestro sufrimiento. No le hagáis caso. Es el mayor enemigo de los republicanos y nos hará pagar caro nuestro enfrentamiento con lo que él defiende. No le hagáis caso. Negadle la entrada en casa. Es un delator que nos traicionará.

- ¡Padre! La sierra le está a usted transformando y se está convirtiendo en un intransigente como ellos. No es el señor cura el que se ha inventado esta historia. Sólo ha venido a decirnos que leamos lo que en papel firmado y sellado por las nuevas autoridades, han colgado en la puerta del Ayuntamiento y hasta en las mismas puertas de la iglesia. ¡Tenga! Esta copia se la ha dado a madre para que se la hagamos llegar a usted. Léala y obre en consecuencia.

El hombre, con manos temblorosas por una emoción que intenta controlar, recoge la misiva que le tienden las lindas manos de su hija y con los ojos heridos por el largo período de encierro, recorre lentamente los limpios y ordenados renglones del religioso:
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………

Una lágrima de emoción surca sus curtidas mejillas y va, muy lentamente, a mojar la comisura de su boca que, al momento, saborea el salado líquido elemento con un placer hace mucho tiempo olvidado.

- ¡Por fin, Dios mío, por fin se nos hace justicia a tantos desgraciados! ¡Tiene que ser verdad! ¡Tiene que serlo! ¡Tanto sufrimiento inútil no puede caer en Tu olvido!

Cuando el maltratado hombre recupera la calma, mira con sus profundos ojos la arrebolada cara de su querida hija que espera impaciente a que su padre decida  sobre su futuro.

- ¡Vete y dile a tu madre que tomaré una decisión en cuanto lo tenga claro! ¡Márchate ya! No hagas más penosa mi situación. Y dile a madre que la quiero. Díselo así de fuerte: que la quiero como sólo se puede querer desde la desesperación de quien no tiene futuro. Y dile a tus hermanos que los tengo siempre presente en mis oraciones y en mis miedos; que el amor es más y más grande, desde el dolor de la ausencia y que añoro poder, un día no lejano, abrazaros a todos al calor del fuego de la cocina. ¡Dios mío! Cuántos recuerdos se agolpan en mi mente y cuántas horas perdidas en este infierno. ¡Vete! ¡Vete cuanto antes y dile a madre que estaremos pronto juntos! Pero abrázame fuerte. Quiero que el olor de tu cuerpo purifique tanta miseria como arrastro.

Han pasado varias fechas  y nada parece que haya cambiado en la sierra para el hombre que sigue sepultado en vida en las innumerables cuevas y grietas que en ella se abren.

Sin embargo, él ya tiene tomada una decisión: esta será la última noche que duerma entre lobos; esta noche rezará sus oraciones pidiendo a Dios aplaque los odios de sus enemigos y le permitan vivir entre los suyos con la dignidad que todo ser humano merece.

Cuando los primeros rayos del nuevo día borran las sombras de la sierra, un hombre cansado por la larga noche de vigilia sigue el camino opuesto a los rebaños de ovejas y cabras que triscan o ramonean los frescos tallos de las hierbas montaneras, mientras que sus perros guardianes olisquean su presencia y llaman la atención de los pastores.

El camino hasta el pueblo no es largo; tan sólo lo intrincado de la sierra y el agotamiento por tantos meses de malnutrición, hacen que sea penoso su caminar por caminos por él tan conocidos.

A corta distancia del pueblo y de su casa, se cruza con un grupo de labradores que caminan hacia los campos de labor. Es un momento de máxima tensión por su parte, puesto que conoce a cada uno de ellos e intenta aproximárseles para saludarles. Pero los hombres, cabizbajos y taciturnos prosiguen su camino sin reconocerle y creyéndole uno de los innumerables pordioseros que se arrastran de pueblo en pueblo a la búsqueda de una migajas de pan con las que engañar sus estómagos.

¡No han reconocido a su vecino y Alcalde!

Cuando llega a su calle, más de una comadre está barriendo su puerta y lo miran con desconfianza. Apenado por su experiencia anterior, camina por el medio de la calzada, sin saludar, con el único deseo de llegar a su amada casa,  cuya blancura en sus paredes enjalbegadas de cal y su recia estructura de casa labriega, le están señalando el final del camino.

Un olor a leña de encina quemada le llega como el más apetecido de los perfumes, mientras que el humo de la chimenea recién encendida se inclina por el empuje de la suave brisa de la mañana, como queriéndole dar la bienvenida.

El postigo está abierto y su mano segura descorre despacio el cerrojo de la puerta, mientras que mimoso y asustado llama a su esposa:

-  ¡Concha, soy yo, no te asustes! ¡Soy tu marido! ¡Soy Juan!

Del fondo del empedrado y oscuro pasillo, un rumor de ropas femeninas y un grito de sorpresa, hace que salten de las camas los asustados muchachos.

- ¡Juan! ¡Juan! ¡Mi Juan! ¡Dios mío qué cambiado estás! ¡Pero qué felicidad tenerte de nuevo entre nosotros! ¡Gracias Señor, gracias por traédmelo de nuevo a casa!  

No han pasado ni dos horas  desde que llegara a casa y abrazara con pasión a su mujer y a sus hijos, cuando unos fuertes y rotundos golpes resuenan en la puerta de la calle.

-  ¡Abran! ¡Abran en nombre de la Ley! ¡Abran o echamos abajo las puertas!

Un rostro lívido se levanta desde la palangana de descascarillada mica donde el hombre se está afeitando y camina lentamente hacia la puerta de su casa. En su cara no hay sorpresa ni dolor; tan sólo, nuevamente, el profundo cansancio del ser acorralado que no espera misericordia de sus enemigos.

Cuando con sus propias manos abre la pesada puerta, ve a dos desconocidos uniformados, quienes mosquetones prestos a ser usados, le conminan a entregarse.

-  Soy Juan Megías, Alcalde de este pueblo. –Dice con firmeza.

Una terrible y vergonzante bofetada se estrella contra su rostro, mientras que entre risotadas, el más fuerte de los guardias civiles le escupe a la cara:

- ¡Imbécil! ¡Aquí no hay más autoridad que la nuestra! ¡Estaría bueno que después de tantos tiros vinierais a reclamar justicia! ¡Andando hacia el cuartel, que allí te daremos el bastón de mando!

                  Todo era como el hombre había pensado. Ni respeto a su cargo refrendado por las urnas, ni caridad a sus muchos meses de sufrimiento en la sierra.

                  Entre gritos de clemencia de su esposa y los múltiples lloros de sus hijos, el cautivo camina entre mosquetones y befas camino de un final incierto.

                  Tan profunda es su pena y tan firme su convicción de que todo ha terminado para él, que inconscientemente sus ojos se elevan hacia la espadaña de la iglesia parroquial, que atesora tantos recuerdos de su vida.

                  El resto de esta parte de su penosa historia, sólo él la sabe y no quiere recordarla.

                  Han pasado cuatro años. ¡Cuatro años!, y un hombre viejo camina entre cientos de presos por el patio de la cárcel de la capital de la provincia a donde fue conducido desde su pueblo.

                  Cuatro años de incierta espera, siempre con el miedo metido en el cuerpo, cuando en las lúgubres madrugadas, el seco sonido de un cerrojo que abre las celdas-panales y el monótono recitado de los nombres de otros presos que ya no volverán, le mantienen en un sufrimiento constante e inhumano.

                   Todos saben cuál es el destino de los desdichados “agraciados” de esta singular lotería en la que nadie sabe de qué se les acusa ni quién es el dueño de sus destinos. Tan sólo, agradecer al Creador el que esta noche no hayan sido nombrados y la esperanza de un nuevo día –como el que hoy disfruta nuestro avejentado hombre–, les permite disfrutar de un rayo de esperanza.

                  ¡Cuatro años de prisión sin acusación que la justifique! ¡Cuatro años sin el consuelo de su esposa y de sus hijos a quienes se les niega el cristiano favor de visitarle! ¡Cuatro años de una muerte lenta e inmisericorde!

- ¡Señor! ¿Tan grande es mi pecado de pensar o defender ideales distintos a los de mis verdugos? ¡Ten piedad de mí, Señor!

En su largo y aislado cautiverio, el hombre viejo que arrastra sus endurecidos pies por el lodo del encharcado patio, sabe que al otro lado de la alta tapia coronada de alambres de espino, su hija María le ha seguido en su penoso cautiverio y que semanalmente recibe la pobre ofrenda que le roba a su trabajo. No es poco, en estas tristes circunstancias. El sabe que no está solo y que junto a su oración hay otros labios que, cercanos, rezan por su salvación.

¡Cuatro años!, dice la hermosa mujer que, con la confianza que le da la cotidianidad de un acto repetido decenas de veces, se acerca a la puerta de la prisión a donde ha seguido a su amado progenitor, desde que manos crueles le arrancaran de su hogar.

Cuatro años de incomprensión; sin saber de qué se le acusaba; pero sin que hubiera en este largo tiempo la más mínima esperanza de liberación para el preso.

Cuatro años de fatigoso trabajo sirviendo en casas ajenas con tal de no abandonar a su padre; cuatro años de soledad y sufrimiento también para la generosa mujer que está dispuesta a sacrificar cuanto haga falta para que su padre no esté abandonado a su suerte. Cuatro largos años de inmerecida cautividad para su explosiva juventud que encauza y aprisiona en su amor sin medidas. ¡Cuatro años de insostenible esperanza!

Cuando con su fresca y lozana juventud se acerca con su cesta hasta las recias y frías cancelas de hierro de la entrada de la prisión, va pensando lo contento que se pondrá su padre con el regalo de cumpleaños que le ha preparado: un dulce y crujiente pastel de manzana que hará las delicias del goloso prisionero.

Pero nada será como ella ha pensado para tan “venturoso día”. El carcelero, hombre de mediana edad que intenta aparentar una crueldad de la que carece, se apiada de la hermosa joven que con tanto amor y tanta constancia cuida de su progenitor.

Con una voz que aparenta tranquilidad y sin que le señale el más mínimo peligro, le dice a la mujer que se le acerca confiada:

- Hija, tengo que darte una noticia que no sé si podrá alegrarte. Tu padre será trasladado mañana de prisión, sin que sepamos a dónde le llevan. Confía en Dios y ya verás que pronto se resuelve su caso favorablemente. No le traigas más comida, que ya no la necesitará en este lugar.

La mujer que ha escuchado en silencio esta humana sentencia, con lágrimas en los ojos que intenta ocultar al carcelero, ha girado sobre sus pasos y se oculta sollozando entre los sucios y abandonados parterres del desvencijado jardín.

Son ¡cuatro años! de espera y muchas las caras que ha ido perdiendo de vista, conforme iban escuchando palabras parecidas a la que hoy a ella le han asaeteado. Cuatro años de fervorosas oraciones a los pies de la patrona de la ciudad a su vuelta al trabajo, sin que sepamos qué ha ofrecido a cambio de la vida de su padre. Cuatro años de amarga esperanza…



La mujer no ha vuelto a su casa y espera escondida entre las ruinas del castillo a que amanezca. Ni el frío de la noche, ni el pulular de las ratas, ni el hociqueo de los hambrientos perros callejeros que se acercan a su cubil, la desaniman en su larga espera.

A las seis de la mañana, cuando los primeros albores de la madrugada tiñen de un tenue rosa los recios muros de las torres albarranas  de la fortaleza árabe, un fuerte ruido de cerrojos y unas contundentes órdenes de los carceleros nocturnos, le avisan de que la tragedia está a punto de comenzar.

Por el portón recién abierto, una destartalada y vieja carreta tirada por dos jamelgos arrastra una desventurada carga de cuatro hombres atados entre sí con recias cuerdas. Cuatro hombres que en un sepulcral silencio, son conducidos por sus guardianes camino del no lejano cementerio.

Todos saben cuál será su destino final, y los cuatro, con la vista al frente, estarán pensando en unas familias que no volverán a ver.

La mujer, cansada por tantas horas de angustiosa espera, observa con detenimiento a los cuatro hombres que componen la trágica carga, sin que en un primer momento pueda distinguir a su padre: tres hombres jóvenes y robustos y un cuarto hombre viejo, forman el esperpéntico cuadro.

Es su instinto animal el que hace que reconozca a su padre en aquel viejo desastrado. Es la llamada de la sangre, en ella tan presente durante estos años, la que la hace gritar quedamente en su escondrijo:

-  ¡Padre! ¡Padre! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ten piedad, Señor!

Pero el carro, ha seguido su marcado camino ajeno a los ruegos de la mujer y seguramente a los rezos de los condenados.

El hombre viejo, que se mantiene en pie en un alarde de orgullo, ve desfilar lentamente el paisaje ribereño en el que bandadas de gritonas avecillas se aprestan a gozar el nuevo día que a él se le niega. Su olfato de campesino traga con fruición los olores de la tierra recién despertada por la nueva luz de la madrugada.

Camina absorto en sus pensamientos, y la última imagen de su mujer y de sus hijos le acompaña en este viaje sin vuelta.

De pronto, sus ojos acostumbrados al campo, han visto moverse por un sendero colindante al que ellos llevan, una ligera figura que se oculta entre juncos y cañaverales, que junto a los carrizos, crecen junto a los abandonados campos cercanos al río.

Si primeramente ha pensado que es un sueño de su calenturienta cabeza, una nueva visión de la figura le confirma que alguien muy acostumbrado al campo les acompaña es este dantesco vodevil siniestro.

Es María. Su hija. Así lo ha entendido el hombre que, gozoso y apenado a la vez, valora en su justa medida la arriesgada maniobra de la muchacha. Hasta el final será su apoyo. Ya no morirá solo ni será enterrado en una olvidada y perdida tumba sin nombre. Su hija velará para que sus cenizas descansen entre los suyos. ¡Gracias Señor!

La mujer, que se oculta de los temidos guardianes, con ágiles zancadas de sus jóvenes piernas, ha sobrepasado a la carreta y con el corazón anhelante ha alcanzado los tapiales del cementerio, cuando el pesado vehículo hace su entrada por una de sus puertas laterales.

No sabe que hace allí ni le importa. Quiere estar junto a su padre y rezar junto a su cuerpo la última oración en desagravio por tanto sufrimiento injustificado.

No alcanza a ver lo que está pasando dentro de las tapias y tan sólo le llega al sordo ruido de las azadas cuando golpean el suelo, mientras que entre órdenes y risas, los carceleros les conminan a trabajar más deprisa.

Son las ocho de la mañana de un hermoso día de primavera cuando la mujer escucha los estampidos secos de los disparos. Un quejido sordo y un aletear de tórtolas asustadas que duermen en los altos cipreses del camposanto, es lo último que escucha la valiente mujer, que ahora reza despacio y entre bisbiseos mientras camina de regreso a su prestado hogar.

-  ¡Señor, ten piedad! ¡Señor, acógelos en Tu seno!

                                                 * * *
                  

El calendario marcaba la fecha de doce de julio de mil novecientos cuarenta y uno.

¡¡Dos años después de terminada la fratricida contienda!!

El tiempo no podrá jamás borrar tanta gratuita violencia y los fantasmas del pasado nos están pidiendo le hagamos justicia. Así lo hacemos.

Ricardo Hernández Megías

                                     

LA PANTARUJA

                              
                                                                                                                                         Para mi amigo conquense Arturo Culebras Mayordomo, quien sabe mucho de historias y miedos ancestrales de su tierra y nos las regala en sus espléndidos libros. 


Son las dos de la mañana de una fría noche de invierno; el aire arrastra agujas de hielo que van a clavarse sobre la escuálida piel del chucho que olisquea entre las basuras en uno de los callejones más humildes en las afueras del pueblo. El pobre animal camina hambriento mientras que su cuerpo tiembla, no sabemos si por el frío, o como consecuencia del miedo que desde hace mucho tiempo le produce acercarse a lugar habitado por el hombre, de quien se ha declarado enemigo irreconciliable, después de muchos palos y maltratos.

         Por ello, cuando en su lunático deambular por los arrabales del pueblo y a la escasa luz de una luna invernal se tropieza con la sombra del hombre que tambaleándose se le cruza en su camino, no encuentra otra salida a su miedo que el de pegarse literalmente a los tapiales más alejados, inclinar su cabeza hasta rozar el suelo y, con el rabo entre las piernas, poner la mayor distancia posible del enemigo.

         Pero el hombre, ni le ha visto, ni está en condiciones para un posible enfrentamiento con el pobre animal. Su única obsesión, como en otras tantas noches de borrachera, es llegar a su casa y descargar sus pesados huesos sobre el viejo jergón de lana.

         Es Dimas, “el molinero”, un hombre aún joven ya totalmente acabado, que ahoga sus frustraciones en el fondo de una botella de fuerte vinazo, completamente vencido por la vida y con el cansancio de un desavenido y frustrante matrimonio.

         Atrás, en el recuerdo, ha quedado una prometedora juventud tristemente desaprovechada, un reconfortante y bien remunerado trabajo junto a las piedras del viejo molino familiar y, muy lejano, el recuerdo de una hermosa mujer a la que quiso con todo su ser. Por el contrario, el hombre ya viejo que camina a trompicones sobre el mal empedrado suelo de una sucia calle, hace ya mucho tiempo que dejó de tener futuro y solamente el embrutecedor presente frente a la mesa de una taberna, es capaz de hacerle olvidar su infortunio.

         Los vapores del alcohol lo llevan en una nebulosa de algodón, en el que sólo su instinto animal y la rutina del diario recorrido, son capaces de guiarle en el camino hasta su casa.

         De pronto, el hombre resbala y cae sobre el sucio empedrado haciéndose daño en sus rodillas; el dolor le impide levantarse y se refugia al cobijo de un portalón a la espera de retomar fuerzas con las que continuar su camino.

         En esta espera dolorida, con los miembros de su cuerpo entumecidos por el frío de la dura noche de invierno, cuando sus ojos están humedecidos por el fuerte dolor y el descontrol de su borrachera, va a presenciar el hombre un hecho de una importancia sobrenatural en su nada edificante vida: desde las tapias frente a donde se encuentra refugiado, en un silencio total, ve descolgarse una sombra, que como extraño murciélago se pega al corroído muro y cae en el callejón sin producir el más mínimo ruido. Lo sobrecogedor de la informe figura que se desliza como un fantasma, es que la envuelve un difuso y tenue resplandor, haciendo terrorífica su presencia a estas horas de la madrugada y en lugar tan apartado e inhóspito como son estos parajes.

         Por lo menos, esa es la sensación que siente el petrificado hombre que la observa encogido desde su rincón bajo el portal de la corrala. Al primer sentimiento de alucinación que puede haberle producido su estado de embriaguez o el efecto de su caída, se sobrepone, conforme se va despejando su mente, la certeza de que la visión, por muy sobrecogedora que sea o por muy afectados que estén sus sentidos, no deja de ser real.

         La sensación de pánico que le va invadiendo ante la presencia de lo que él considera la misma muerte o el enviado de ella, el diablo, hace que se levante y que con el impulso de sus últimas fuerzas, salga huyendo del lugar infernal y alcance, temblando pero totalmente recuperado de su borrachera, las puertas de su casa.

         Lo que no sabe el hombre, es que lo inesperado de su presencia y el ruido de su escapada, han sorprendido inesperadamente a la fantasmal aparición, que ha emprendido también rápida huída en el sentido contrario.

         Otras noches, el hombre que ha entrado en su casa aterrorizado y descompuesto, no se hubiera atrevido a despertar a su mujer, que duerme desde hace mucho tiempo en habitación propia; pero en esta ocasión, teme más a la aparición que a los gritos de su compañera.

         En efecto: la mujer, que ha sentido violada la intimidad de su alcoba por el hombre al que ya no quiere y al que considera nuevamente borracho, como en tantas y tantas noches de angustiosa espera, se defiende con el dardo envenenado de sus insultos, mientras que sus gritos sobrepasan los gruesos muros del molino.

         Sin embargo, algo hay de nuevo en la cara del hombre que llama su atención y la aplaca; aunque la sola presencia de su compañero en un estado físico lamentable sería más que suficiente para su rechazo, el miedo y la angustia reflejados en sus ojos la hace, por esta vez, ser condescendiente y escuchar, a estas horas de la madrugada, su deslavazada e incongruente explicación.

         Conforme la mujer va siendo capaz de comprender la historia que de una forma desordenada, rota a veces por la congoja que del pecho del hombre escapa, va ésta inquietándose y asumiendo los miedos de su marido. Podrá ser un desastre como pareja, un ser perdido ya para siempre en ese pozo hondo de la miseria humana a la que arrastra el alcohol, pero lo que no ha sido nunca es un cobarde que se arredre frente a nadie. Por ello, conforme se va haciendo cargo de la situación, van viniendo a su memoria las viejas historias que desde siempre se han contado en los pueblos sobre apariciones del diablo, o de la misma muerte, uno para señalar y la otra en su silenciosa cosecha de sus infortunadas víctimas.

         En todos los pueblos de la España rural, formando parte de la superstición de sus habitantes, se cuentan, muy bajito y al calor de la lumbre, terribles historias en la que algún conocido o antepasado han tenido un encuentro con estos espectros que les han señalado el momento de su muerte, y muy pocos son los que dudan de la veracidad de estos relatos.

         La mujer, que no es ajena a estas influencias religiosas en donde predomina la superstición sobre cualquier razonamiento lógico, ha creído completamente la historia del hombre y ha hecho suyo el miedo que éste arrastra. Nuevamente la grita su desesperación, pero no contra su borrachera o su abandono, sino como sujeto merecedor de castigo que inconscientemente lleva dentro de sí y que introduce hasta su alcoba.

         De un salto atranca la puerta y entre lloros y plegarias enciende la olvidada lamparilla que flota en un sucio vaso con aceite junto a la escondida imagen de una Virgen irreconocible. Toda la noche será una permanente vigilia entre rezos y lágrimas, atentos, entre el bisbiseo de las oraciones, a los múltiples y desconocidos ruidos que en esta ocasión se multiplican y estallan en sus tímpanos como si de truenos se trataran.

         La noche ha sido para el matrimonio seguramente la más larga en su accidentada vida en común. Cuando el amanecer brota por entre la enramada de las viejas encinas y barre los miedos de sus abatidos ánimos, vuelve la paz y el sosiego entre los gruesos muros del molino; el agua cantarina del caz y los trinos de los pájaros completan, nuevamente, el cuadro idílico de tan bello como querido lugar.

         Cuando la noticia se conoce en el pueblo, un rumor en sordina va creciendo y desfigurándose conforme las comadres que barren sus puertas se comentan entre sí los detalles. Pocos días más tarde, ha rodado como canto de río por toda la comarca y cada vecino cuenta la historia con ribetes cada cual más espeluznantes y trágicos; si la noticia empezó con el encuentro de Dimas “el molinero”, ahora son varias las apariciones y muchos los hombres que dicen haberlas padecido; la forma abstracta coronada de tenue luz ha dado paso a horribles figuras con ojos de fuego y echando humo por la boca que dejan tras de sí un rastro de azufre. Incluso, se comenta, ha habido animales atacados y muertos por la terrible fiera, a la que se le llega a dar figura concreta de un ser con cuernos y rabo: es el mismo demonio que se ha adueñado del pueblo.

         Si durante el día tienen lugar estos chismes que a todos –o a casi todos– estremecen, cuando desaparece el sol y las sombras vuelven a hacerse dueñas de los ánimos de los habitantes del pueblo, un silencio recorre sus calles en el que solamente el humo de sus chimeneas denuncia el refugio de las familias. Pocos, muy pocos, son los que se atreven a aventurarse en la noche, permaneciendo las tabernas vacías para desespero de los taberneros y alegría de las esposas.

         También la noticia de las apariciones hace mucho tiempo que ha llegado a conocimiento de las autoridades, que entre bromas la comentan, pero sin ningún ánimo de intervenir: la aparición del demonio es la mayor garantía de tranquilidad para el pueblo en las duras noches de invierno, dicen que ha comentado el alcalde al cabo de la guardia civil.

         No piensa lo mismo el señor cura: de tanto predicar los infinitos castigos que el pecado merece y la permanente acechanza del demonio frente a la debilidad de los hombres, él mismo se siente débil en esta lucha desigual frente al maligno y gime bajo el peso de su responsabilidad de mal pastor que no ha sabido cuidar de sus ovejas; vienen a su memoria la frágil convicción religiosa de sus feligreses o la pobre asistencia a los actos de culto, en los que predomina la asistencia de las mismas beatas viejucas de siempre. En muchas ocasiones ha recapacitado sobre su fracaso pastoral y ha pedido a Dios en sus diarias oraciones la conversión de este pueblo tan alejado de su doctrina, puesto que salvo en raras ocasiones –bautizo, comunión, boda y entierro–, prefieren la taberna o el mentidero de la plaza a los reclinatorios de la iglesia.

         Los infundios que corren entre vecinos los ha creído firmemente y su ánimo constreñido por la pena, le hace sentirse tan culpable como el resto de sus perdidos feligreses; por eso, cada tarde y al toque del “ángelus” se arrodilla frente al sagrario pidiendo perdón para todos y solicitando al Altísimo que le ilumine en esta difícil situación. De estos profundos combates entre el bien y el mal, sale la decisión de combatir al segundo empleando los argumentos que le regala el Libro Santo: la Palabra de Dios está desde siempre entre sus páginas y entre ellas se encontrará el dulce bálsamo que alivie las penas y los tormentos de los pecadores arrepentidos (ésta es mi Iglesia y las fuerzas del Infierno no prevalecerán contra ella…).

         El buen pastor ha confeccionado con estos argumentos irrevocables una severa homilía para la misa del domingo. Así como la presencia del demonio ha pasado de boca en boca, la decisión de hacerle frente y vencerlo desde el púlpito, conforme se conoce, va haciendo que la población vaya tomando conciencia del problema y haciendo causa común con su párroco.

         La misa festiva de ese domingo se convierte en un acontecimiento inusual, por la amplia respuesta de los vecinos; la nave central, el crucero y las capillas laterales de la iglesia parroquial se encuentran abarrotadas de un público silencioso y expectante a la espera de una respuesta divina; hasta la resolana frente a la puerta principal está concurrida por un público heterogéneo y plural que no ha visitado en muchos años el interior del templo. Crédulos e incrédulos esperan la palabra del buen sacerdote, mientras que las autoridades, en el primer banco y con caras de circunstancias, intentan recomponer una imagen de seriedad.

         Cuando el sacerdote, revestido  con sus hábitos más ostentosos se acerca y escala lentamente el púlpito, un silencio enfermizo cargado de una tensión que se palpa en la masa, recorre el espacio interior paralizando a los oyentes. La palabra, brillante y estremecedora, con continuas cita de la Biblia y de los Santos Padres de la Iglesia, va poniendo tenso el ánimo de los hombres y lágrimas en los ojos de las mujeres.

         Un sentimiento de culpabilidad hace presa en todos los presentes que, poco a poco, van elevando una plegaria y una súplica de perdón por sus innumerables pecados mientras que en su interior, un firme propósito de enmienda se afianza como el más firme escudo frente a las asechanzas del enemigo que recorre sus calles.

         La salida de la iglesia después de la misa se realiza en un profundo silencio, en el que únicamente se escucha el gemido de alguna beata que reza entrecortado algún padrenuestro. De no se sabe dónde, una voz temblorosa alza hacia los cielos la primera estrofa del “Salve Regina”, inmediatamente coreado por el resto de los feligreses en su ordenada salida del templo.

         Un tenue olor agrio, de descomposición, ha dejado la gran masa que se encamina hacia sus casas, en el interior de la gran nave. Posiblemente, todo cuando se ha sentido en estos momentos de calculada y dirigida excitación, será olvidada poco más tarde, al resguardo del propio techo. Pero la semilla ya está sembrada.

         Eso piensa un hombre joven y fuerte que ha permanecido sentado en uno de los últimos bancos de la iglesia; su actitud de recogimiento con la cabeza entre sus manos y los codos apoyados en sus rodillas parece indicar que sigue rezando después del tremebundo sermón: su nombre es Luis y es el maestro del pueblo.

         Pese a lo que parece por su postura, el maestro, que ha escuchado atentamente las palabras del sacerdote, no está rezando; por el contrario, de su interior se le escapa una rabia sorda e incontrolable ante lo que considera una burda manipulación que hace las delicias de los apostados en los primeros bancos de la iglesia. Su enfado se ve acrecentado por la estúpida bondad del sacerdote que hace de caldo de cultivo para tanta ignorancia como desde el altar se vierte.

         Y sentado en el último banco desde donde se ha dado pie a semejante patraña, ha decidido firmemente poner punto final a tanta mentira. Frente a la sinrazón que crece junto a la ignorancia está la razón que se fundamenta en la cultura; nadie mejor que él sabe que a la superstición se le vence con la única arma de la verdad. Y él está decidido a desmontar con su verdad los frágiles argumentos que se han vertido desde el púlpito.
        
         Si durante el día prosigue su diario quehacer de intentar “cepillar” a sus alumnos y formarlos desde la conquista de su propia libertad a través de la cultura, muchas noches la emplea, sin que nadie lo sepa, a la caza del escurridizo diablo, que según dicen los vecinos se señorea por el pueblo.

         Su mala suerte no le desanima; solamente el cansancio de tantas noches de espera hace mella en su ánimo, pero tiene la certeza que aunque el diablo parece no querer tener un encuentro con su cazador, más tarde o más temprano tendrán que enfrentarse junto a las tapias de algún lejano corralón.

         El joven maestro ha preparado minuciosamente el futuro encuentro y sabe que la mejor fórmula para exorcizar al temible enemigo no es la respetada cruz ni las consabidas oraciones de siempre: una verde y firme vara de avellano es la mejor acompañante en esta aparente desigual lucha.

         La noche, como tantas otras de frío invierno y dentro de la más absoluta oscuridad del callejón, ha encontrado a nuestro protagonista al acecho bajo el alero de un viejo portalón. Si en otras noches de decepcionante espera ha pensado sobre su ridículo proceder y ha estado a punto de arrojar la toalla, su firme convicción después de lo escuchado en el sermón y su magisterio sagrado desde las aulas de la escuela, le hacen perseverar en esta espera.

         Sus ateridos miembros le están pidiendo un descanso mientras que sus dientes castañean con un escándalo difícilmente reprimible; su cansancio se va haciendo agotador conforme pasan las horas y sólo algún gato vagabundo o alguna rata envalentonada en lo que considera su territorio, pasan rozando su achicada presencia. Cuando está a punto de regresar al calor de su cama, el ruido de un canto desplazado hace que retorne a su vigilancia. Nada parece suceder después y cuando nuevamente va a bajar la guardia, un leve resplandor parece descolgarse de una de las paredes de enfrente.

         El maestro contiene su emoción al saberse tan cerca de tan buscado encuentro; no todas las noches tiene uno la suerte de encontrarse y saludar familiarmente al diablo. Es cierto que la aparición, a estas horas de la madrugada, se presenta con su más terrorífica escenificación y comprende el miedo de sus vecinos ante la informe figura, rigurosamente de negro, caprichosamente enmarcada en su titubeante deambular por una incomprensible luz interior que se le escapa por los ojos y por la boca.

         Pero el miedo es una palabra que no conoce el maestro; su infancia y parte de su juventud han estado marcadas por la soledad en la sierra cuidando el ajeno rebaño de ovejas, sin más compañía que la de sus perros y los extraños y temidos ruidos de la noche. Esta cura de sus miedos le ha hecho fuerte y sabe que no hay más temor que la mismísima ignorancia; esta fue la mejor asignatura que le llevó a las aulas de la Universidad y la que pretende inculcar a sus alumnos.

         Cuando la terrible aparición pasa despreocupadamente a su lado, el maestro, con la vara de avellano presta en sus manos se le enfrenta cortándole el paso. Es el mismo diablo el que esta vez, aterrorizado ante lo inesperado del encuentro está paralizado frente a su enemigo, quien aprovecha la ocasión para descargarle los primeros palos que hacen que el príncipe de las sombras caiga y se revuelque entre los excrementos del callejón, dando infernales aullidos de pánico.

         La poca edificante figura que se arrastra intentando escapar del callejón, está muy lejos de la soberbia con que la pintaban desde el púlpito y mueve más a la piedad del hombre joven que se le enfrenta, que a la continuación del castigo.

         Cuando el maestro se vuelve hacia su casa por entre la oscuridad del solitario callejón, atrás deja un lamento de animal herido que se revuelca entre su dolor y sus lágrimas.

         La mañana siguiente a este encuentro se despierta tranquilo, como otra mañana cualquiera; con las primeras luces del amanecer el pueblo se despereza y comienzan a aparecer las primeras columnas de humo sobre los viejos tejados, señalando el comienzo de una nueva jornada de labor en los campos y las calles del pueblo.

         Un poco más tarde, los niños, bien abrigados y con su cartera al hombro irán entrando perezosamente en la escuela. El joven maestro, con cara de sueño, les está esperando con la mejor de sus sonrisas; con el dedo índice les va señalando el encerado en el que con tiza blanca y en grandes titulares está escrito: SÓLO LA CULTURA OS HARÁ LIBRES.

         En una casa principal del pueblo, un señorito putero, con todo el cuerpo lleno de moratones, a los que se les están aplicando paños de aceite y vinagre, se lo pensará dos veces antes de querer engañar a su pueblo con la patraña de los fantasmas, cuando salga a la caza de amores prohibidos.

Ricardo Hernández Megías


LA PLAGA DE LANGOSTAS




Para mi amigo Antonio Dávila, hombre emprendedor y enamorado de Extremadura, a la que vuelve a roturar, mancando los caminos de regreso al eterno Santuario de nuestra Fe: Guadalupe.



Muchos son los recuerdos que regresan a mi mente desde la distancia que me separan de mi infancia, pero no por ello dejo de percibirlos con la misma fidelidad de los momentos en que transcurrieron.

A veces, sin saber por qué, como si de una película en blanco y negro se tratase, en noches de insomnio o en momentos de soledad, saltan desde mi memoria hechos y personas que me acompañaron en mi infancia y soy capaz de fijarlos con todo tipo de detalles que, en muchos casos, punzan mi alma y la envuelven en un halo de tristeza recordando otros tiempos rodeado de padres y abuelos, que tanto amor derramaban sobre nuestras vidas.

Así ocurrió no hace muchos días, cuando viendo una película de los años cincuenta del pasado siglo en la que se relataba los daños que una plaga de langosta producía en unos campos de labranza, los recuerdos me retrotrajeron a mi infancia y a una experiencia parecida en la que yo fui protagonista directo de la misma.

Mi padre no era labrador aunque trabajara y viviera muy directamente del campo, pero ello no era obstáculo, seguramente para mitigar la añoranza por la tierra de mi abuelo, para que tuviera en propiedad unas cuantas fanegas de tierra de labranza y una era con su humilde casita de campo, que mi madre se encargaba de blanquear con cal todas las primaveras, con su pozo de agua fresca en el que mi padre, mi madre y mi abuelo, muy orgullosos de él, refrescaban el vino, los melones y sandías, metiéndolos en un cubo de cinc y bajándolos a nivel del agua mediante una polea, y en donde en tiempos de trilla, toda la familia pasábamos parte del día y fines de semana con sus respectivas noches, hasta dar por finalizadas las tareas de recogida del grano, que serviría, una vez vendido, como importante apoyo para la menguada economía de la familia.

Era mediados de mayo y ya los campos de trigo y cebada iban tornándose de color dorado conforme las plantas se encañaban, dando paso a un mar de espigas de diferentes tonalidades que la suave brisa del viento ondulaba y daba vida, pareciendo a nuestros ojos como un inmenso mar de ligero oleaje al paso de la familia, al declinar la tarde, desde el pueblo a la cercana propiedad, una vez que cada uno había cumplido con sus respectivas obligaciones diarias. El motivo de estas estancias de tardes y noches era acompañar a los hombres que, dadas las fechas, preparaban el terreno, limpiándolo de hierbajos y allanándolo con los rodillos de granito, para el tiempo de la trilla y del oreo del grano. Naturalmente, los muchachos de la casa, quitando a mi hermana mayor que le daban miedo los morgaños (arañas caseras) y a mi madre, quien no las tenía todas consigo con los saltamontes, nos sentíamos contentos y alborozados por tanta libertad como se nos daba por los campos cercanos, soñando con inagotable aventuras en la que cada uno era el protagonista de fabulosas gestas guerreras.

La casa era de razonables dimensiones para una familia compuesta por siete personas: padre, madre, abuelo y cuatro hermanos, pues disponía de dos grandes habitaciones, amplio salón con chimenea y sofá de esparto, cómodo retrete y cocina, si tenemos en cuenta que para esas fechas de la estación del año, los hombres mayores preferían dormir bajo el amplio porche que se le había añadido no hacía muchos años. No disponía de agua corriente, pero tampoco se le echaba de menos teniéndola tan cercana y abundante. En las traseras de la casa, protegida por frondosos árboles frutales que eran nuestra delicia, el abuelo había construido una cabaña de ramas de jara y retama en la que se cobijaban media docena de gallinas coloradas, buenas ponedoras, y dos altivos gallos que se encargaban, junto con los estorninos y los escandalosos gorriones que habitaban el tejado de la casa, de despertarnos con los primeros rayos del sol de la amanecida. Naturalmente, los animales vivían de lo que espulgaban en el campo, y se encargaban de descubrir los almacenes de grano que pacientemente guardaban las hormigas de un año para otro, cuando no, de hacer desaparecer los mismos hormigueros o de correr a los saltamontes si el hambre apretaba; eran un verdadero ejemplo de equilibrio de la naturaleza y una estimable ayuda en el mantenimiento de la parcela. Más alejada de la casa, en una cuadrícula de terreno convenientemente abonado y cuidadosamente cuidado, el huerto daba lo suficiente como para no acordarse del mercado del pueblo.

Mi madre, muy coqueta y siempre cuidadosa, enjalbegaba primorosamente las paredes de la casa, que al reverbero del sol parecía desde lejos un blanco nido de palomas, dejando escapar por la chimenea una tenue nuevecilla de algodón. Dos perros disparejos, Luna y Kinto, completaban el total familiar de la dichosa vivienda campera, sin contar con Capitán, un conejo blanco que andaba suelto por todas partes, sin tenerle miedo ni a los perros ni a los muchachos, que muchas veces le atosigábamos con nuestros juegos.

La vida se presentaba plácida y sencilla en las tardes y noches que dormíamos todos juntos en la confortable vivienda, en la que no faltaba nunca ni el vino, que tomaban los hombres en botellas con cañas, ni la chacina casera, producto de la matanza de invierno, ni la petaca de liar el caldo de gallina del abuelo, al que más de una vez mi hermano y yo le pellizcábamos algunas hebras de tabaco que nos íbamos a fumar, entre toses y escupitajos, a la sombra de las carrascas de la finca vecina.

Por otra parte, no estábamos solos en el campo, pues este trabajo de limpiar las eras por las fechas de mayo, era costumbre habitual entre los campesinos del pueblo que tenían, como nosotros, su finquita en las cercanías y que muchas noches se acercaban a “pegar la hebra”, a tomarse un buen trago de vino, o a ofrecer sus servicios de buen vecino si hiciera falta, aunque eran las mujeres las que más fácilmente se reunían, siempre ellas solas, para contarse sus cotilleos.

Parecía, a mí ahora con la distancia de los años me lo parece, un pequeño paraíso con que Dios nos hubiera premiado en compensación de tantas amarguras y tantos esfuerzos realizados por los mayores en los llamados “años del hambre”, de los que en casa estaba prohibido hablar, mucho menos en presencia de los niños, que a nosotros nos parecían cuentos y fábulas de mayores, por lo que nunca llegaban a llamar plenamente nuestra atención.

Así transcurrían los días de una humilde familia extremeña y así nos criábamos los muchachos de fuertes y sanos, corriendo y gritando por entre los canchales y arroyuelos de la zona, sin más vigilancia que la que ejercían, desde la distancia, las mujeres de las distintas casitas de labranza.

Pero un día todo cambió de improviso.

Era sábado y finales de mayo. Lo recuerdo con toda nitidez, aún después de tanto tiempo, dado que ese día, no sé si porque celebrábamos algún cumpleaños o porque el tiempo de descanso daba a su fin, según nos indicaban la madurez de los cereales, se habían acercado mis tíos y primos desde el pueblo con la sana intención de comer todos junto una rica caldereta extremeña, a la que mi padre había aportado un cordero ya despiezado. A nadie se le ocurriría en esos casos tomar el mando del guiso estando presente el abuelo, poseedor del auténtico secreto de la caldereta, como nos lo había demostrado a lo largo de los años.

Serían sobre las doce de la mañana cuando se empezaron con los preparativos. Uno de mis tíos encendió un fuego bajo de olorosos sarmientos porque, decía, que era la mejor leña para la carne, mientras que los otros familiares cortaban a trozos las piezas del cordero. Las mujeres, que no estaban tan conformes con que el abuelo fuera el protagonista de la comida, junto a la gran perola de hierro, le preparaban y vigilaban los ajos, el aceite, la sal y los condimentos, dándole consejos de expertas, mientras que éste, con su caldo de gallina entre los labios y su boina calada en plena canícula, hacía oídos sordos a tales consejos. Las botellas de vino volaban de mano en mano de los hombres sin darle tiempo a calentarse, picando de la sabrosa chacina o del muy apreciado bacalao seco, que como una aparición salió de la cocina sin saber nadie su procedencia.

Mientras las primas más mayores hacían pujos de muchachas en edad de merecer, los muchachos jugábamos en la era con la pelota de cuero, apartándonos sabiamente de los quehaceres domésticos o de los posibles “recados” al pozo para trasegar más vino.

De pronto, sin que nada aparente indicara el motivo, el campo se fue silenciando quedamente; los pájaros, siempre impertinentes y tenaces a la caza de las migas de pan, ahora habían desaparecido; los dos perros, tan ladradores detrás de los juegos de la pelota, se habían cobijado bajo el porche y miraban a los presentes con ojos inquietos y asustados. Las gallinas, sabias como siempre, habían emprendido el regreso hacia su chamizo, sin que aparentemente nada les amenazase. También los muchachos nos dimos cuentas de que algo extraño y fuera de nuestro conocimiento estaba pasando, confirmado al ver a los mayores en la misma actitud de asombro. Cuando miramos a las otras casas de campo vecinas, vimos a sus dueños en la misma posición de perplejidad, mirando hacia un cielo limpio y radiante a esas horas del día.

-         ¿Qué está pasando Ramón? –preguntó mi madre.

-         No lo sé, mujer, nunca he visto cosa igual. No te asustes.

Fue nuevamente el abuelo, desde sus años de experiencia el primero que dio la voz de alarma:

-         ¡Rápido! ¡Recoged toda la comida y entrad en la casa!

-         ¿Por qué padre? ¿Qué está pasando?


-         Creo que tenemos un gran problema y que este llegará por los aires. Seguro. Esto ya lo he vivido yo en otras ocasiones.

-         ¿Pero que es lo que pasa, padre? No nos meta usted miedo.

-         ¡La langosta! Este silencio es por la langosta. Encerrad y atrancad a las gallinas en el gallinero y recoged en casa a los perros. Veremos la gravedad que se nos echa encima.

-         ¡Pero si el cielo está limpio y no hay señales de nada!, le dijo otro de sus hijos.

-         ¡No importa, todos a casa y que Dios nos proteja! ¡Rápido!

Quien no haya vivido y sufrido nunca una plaga de langosta, no puede, por mucho que se les explique, comprender el extraordinario y terrible expectáculo que ello supone, sobre todo para los agricultores, que ven, con una bola de sangre en los estómagos, como el trabajo y el esfuerzo de meses es devorado en pocos minutos.

Con las mujeres y los niños dentro de la casa, solamente los hombres se quedaron fuera a la espera de los acontecimientos. Yo no quise entrar y junto con mis primos mayores, con el consentimiento de nuestros padres, esperábamos en el fresco y amplio porche, donde lucían en todo su esplendor las numerosas macetas floridas que amorosamente cuidaba mi madre.

Al poco tiempo, todos los presentes empezamos a escuchar un extraño y tenue ruido que no fuimos capaces de clasificar; era como si miles de uñas arañaran una superficie rugosa, como si papeles de lijas se frotaran unas contra otras; era… eran las alas de los malditos insectos que a miles, a millones, fueron entrando en el espacio de cielo que divisábamos, hasta hacer desparecer la nítida y clara luz solar de una mañana de mayo. Fue el momento en que los perros del vecindario se pusieron a aullar lúgubremente, mientras que las gallinas cloqueaban asustadas. También los hombres se sintieron inquietos sin saber qué determinación tomar. Estaban desbordados sin poder entrar en acción.

Como una lengua de fuego (de crujientes bocas) la nube de langosta se fue adentrando en el espacio que ocupaban las eras sin determinarse a bajar a tierra. Fueron unos minutos muy largos, muy tensos a la espera de ver cómo se desarrollaran los acontecimientos. Más de pronto, como si hubieran recibido una señal de ataque, se lanzaron sobre los trigales cercanos y vimos cómo iban cayendo las hermosas espigas, pareciendo al espectador que una enorme guadaña fuera manejada por las manos de un experto y fornido segador.

Cuando terminaron y arruinaron el hermoso campo de trigo a punto de ser cosechados, la nube levantó un corto y pesado vuelo hacia otros campos sembrados, esta vez muy cercanos a nuestras posiciones. Fue el momento en que nuevamente el abuelo tomó las riendas del asunto:

-         Hay que quemar los campos de trigo donde están las langosta, ¡rápido! (dirigiéndose a los hombre mayores), ¡prended fuego a los trigales ahora que están saciadas y no pueden emprender el vuelo con rapidez! Vosotros, muchachos, reunid a todos los hombres y mujeres de la vecindad y que vengan armados con palas y azadones; el tiempo juega contra nosotros. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Todos! ¡Hombres y mujeres! Hay que matar todas las que podamos. Cada langosta muerta es un una espiga salvada.

La lucha fue titánica contra un enemigo mucho más poderoso y hambriento, pero dio buenos resultados. Cuando las llamas fueron devorando los contaminados trigales y el humo se apoderó de los cielos limpios y claros, las campanas del pueblo comenzaron a repicar llamando a arrebato. Era la consabida señal de peligro que llamaba a la gente útil del pueblo. Una compacta masa de hombres y mujeres armadas con toda clase de utensilios, entre ellos escobones, se incorporaron entusiastas a la labor de matar a los dañinos insectos que caían a ciento bajo los golpes de los envalentonados enemigos. Otros hombres fueron abriendo grandes zanjas a donde eran barridos y arrastrados a millares los saciados cuerpos de los insectos a los que rápidamente se les rociaba de petróleo o de gasolina y se le prendía fuego, sin que pudieran escapar de una muerte segura.

Recuerdo mi repugnancia cada vez que con mis escasas fuerzas machacaba cuanto se me ponía a mano y mis borceguíes de cuero, que hora antes jugaban a la pelota, supuraban un líquido verdoso y maloliente como consecuencia de aplastarlos con rabia.

Pronto la noche se nos vino encima, pero mucha gente del pueblo prefirió quedarse en las eras para seguir ayudando a sus vecinos. Fue una noche larga, penosa, donde los brazos no respondían debido al cansancio de la jornada, pero valió la pena. Por acá y por allá, el espacio estaba lleno de rescoldos del fuego y un olor denso y profundo a petróleo quemado llenaba el ambiente. No pudimos vencer completamente a la gran masa de insectos que se nos vino encima; no pudimos proteger muchos campos de cereales cuya destrucción, de una u otra manera, significarían la ruina para muchas familias, pero a la mañana siguiente, seguramente como consecuencia del cambio de los vientos, los que no fueron aniquilados, emprendieron el vuelo buscando mejores condiciones para su destructiva misión.

Cuando fuimos regresando a nuestras casas todo había cambiado. Ni la parra del porche, ni las macetas de mi madre, ni los frondosos frutales, ni la ubérrima huerta eran lo que fueron unas pocas horas antes. Todo estaba arruinado y comido por las langostas, algunas de las ellas y a causa de estar ahítas de comer, aún se mantenían pegadas a los roídos troncos. Dos gallinas jóvenes se veían muertas junto a la puerta abierta del gallinero, comidas literalmente por los bichos, mientras que el resto cacareaba asustadas en lo alto de los ponederos. Miraras para donde miraras, el hermoso y florecido campo de primavera estaba ahora desolado y falto de cualquier color que no fuera el de la tristeza.

Era tiempo de hacer balance del desastre. Ya no hacía falta esperar para la siega; todo estaba consumido y muchas familias pasarían hambre el próximo invierno. Las mujeres lloraban y los hombres se miraban entre sí con rabia contenida. Malos tiempos nos esperan, pensaban.

El abuelo fue el último en llegar a la casa. Estaba verdaderamente cansado, pero sus ojos, profundamente hundidos por el esfuerzo, tenían un brillo especial de victoria. Seguramente sería su última batalla contra los malditos insectos, pero esta vez se habían llevado una buena lección. Era tiempo de mirar hacia adelante. Todo el mundo esperaba sus sabios comentarios; por eso, cuando se quitó la eterna boina,  encendió su cigarrillo y tomó asiento en su patriarcal asiento, todos nos apresuramos a escuchar sus palabras:

-         Bueno, muchachos  –dijo– aquí vinimos a comernos una buena caldereta y, que yo sepa, la langosta no la ha devorado, de modo que todavía estamos a tiempo de guisarla. ¡Vamos, coño! que el mundo no se termina porque unos bichos se empeñen e jodernos la existencia. Un agujero más en el cinturón y a seguir para adelante. ¿Comemos?   

 Ricardo Hernández Megías                  

    

   LA CUEVA DELA HIGUERITA” Y EL MAQUIS



Para mi joven amigo Juan Felipe Pérez Turrión, eterno enamorado de la literatura, a la que se acerca con mucha frecuencia y con espléndidos resultados, en agradecimientos por inestimable ayuda.



En todos los pueblos cercanos a la sierras, también en determinadas ciudades, existen lugares y nombres que todo el mundo ha escuchado alguna vez, pero que nadie sabe realmente si pertenecen a la realidad o son parte de las numerosas leyendas que desde siempre se han contado en la zona, como lo puedan ser las historias y aventuras de los maquis, las apariciones de la pantaruja, el tío sacamantecas, o cuentos alucinantes de encuentros con lobos asesinos, etc.

Mi pueblo, asentado cercano a las faldas de las últimas estribaciones de Sierra Morena, cercano a la frontera portuguesa y con una rica producción minera en tiempos pasados, está lleno de cuevas y de desconocidas galerías que han hecho aflorar numerosas leyendas de aparecidos y fantasmas, también conserva las suyas, aunque la despoblación y el cambio de usos y costumbres hayan hecho desaparecer muchas de ellas y solamente los más viejos del lugar las conservan en su memoria, pero que ya no cuentas a sus nietos porque la televisión ha roto para siempre las hermosas veladas al calor de la lumbre del fuego de las chimeneas, o porque ya no hay cocinas como las de antaño, donde se reunía toda la familia a platicar, habiendo sido sustituidas por cómodas viviendas con calefacción, aparte de que hoy en día la juventud prefiere engancharse a internet o jugar con juegos individuales con sofisticadas máquinas electrónicas, sin escuchar a los abuelos que hoy no son más que un aceptado estorbo con el que nunca se cuenta para nada.

Nosotros vamos a recuperar otros tiempos y otros modos de jugar de los muchachos, mucho más asociativos y en continuo contacto con la naturaleza que nos envolvía por doquier y que nos enriquecía de una manera que en estos tiempos se desconocen.

Una de las fiestas más celebradas por las pandillas de jóvenes que por aquellos años llenábamos los pueblos extremeños, eran las candelas, en homenaje a la Virgen de la Candelaria, que se celebraba –y se celebra– cada año el día dos de febrero, como fecha de cierre de las fiestas navideñas, en recuerdo de la purificación de la Virgen y presentación del Niño Jesús en el Templo. Muchas fechas antes, los jóvenes veníamos recogiendo toda la numerosa leña seca que nos encontrábamos por los caminos y campos cercanos al pueblo, que amontonábamos en lugares seguros para que los otros grupos no nos la robaran y que en dicha fecha, al atardecer, junto con los trastos viejos que se sacaban de las casas por inservibles, como sillas, muebles, etc., servían para hacer una gran hoguera de purificación, que rivalizaba con las numerosas que se hacían en los distintos barrios del pueblo, en donde las mujeres cantaban y bailaban las danzas populares, mientras los hombres se pasaban incansables las botas o las botellas con cañas del vino de la última cosecha. Era un gran día de regocijo y fiesta popular de la que los muchachos nos sentíamos los verdaderos protagonistas.

Cuando la leña escaseaba, como consecuencia de la recogida para el fuego de invierno de las propias casas, los muchachos nos acercábamos hasta la cercana sierra de La Calera y, aunque con más esfuerzo de lo normal, recogíamos durante semanas o meses lo necesario para “nuestra” fiesta de las candelas.

La sierra, con todos sus misterios y miedos para una sociedad campesina y atávica, era lugar muy frecuentado por nosotros, en interminables aventuras por entre sus riscos y espesuras, o bien como suministradora de inagotable fuente de alimentos silvestres, cuando la comida escaseaba en casa y los estómagos nos solicitaban ayuda. De su seno cortábamos espárragos, tagarninas, sabrosos madroños, dulces bellotas, higos bravos, etc., o nos dedicábamos a la caza de las, por entonces, numerosas aves, que una vez desplumadas servían de ayuda a la comida familiar, o para la venta en los bares de la plaza, y así sacarnos unas pesetillas, que el grupo, solidariamente siempre, se encargaba de gastar en la compra de productos para nosotros inalcanzables por aquellos años. En los humedales de los escasos arroyos de la zona, si había suerte y el tiempo había sido lluvioso, buscábamos ansiosos las puestas de huevos de los patos migratorios que hacían un descanso en sus largos recorridos hacia tierras más cálidas, y que muchos de ellos, con una habilidad fuera de lo común por parte de algunos de los componentes del grupo, terminaban en las ollas caseras, como también le sucedía a infinidad de animales que tuvieran la desgracia de ponerse en nuestro camino, ya fueran palomas torcaces o lagartos, sabrosas viandas para unos estómagos siempre necesitados.

No hay contradicción de lo que en estos momentos estoy relatando y mis actuales y más sociales hábitos en defensa de la naturaleza. Por otra parte, estas prácticas no estaban perseguidas en aquellos años, y eran los mismos gobiernos (nacionales o municipales) los que premiaban económicamente el aniquilamiento de estos animales considerados “alimañas”, entre los que podemos enumerar a las numerosas rapaces, los zorros y lobos que seguían a las piaras trashumantes de merinas, así como a cualquier ave que cruzara los espacios, por el solo hecho, denunciaban, de que menguaban las cosechas de cereales.

Era sábado y los muchachos del barrio del Pilar (por el abrevadero para el ganado) no teníamos ninguna obligación más que divertirnos y quitarnos del medio de nuestras agobiadas familias, por lo que decidimos acercarnos hasta el Risco de la Atalaya, un alto y peligroso promontorio de piedra de pizarra, que como su nombre indica, seguramente albergó en tiempos pretéritos algún puesto de vigilancia, según indican los pocos restos que de ella quedan y lugar privilegiado desde donde divisábamos muchos pueblos de la comarca de Los Barros, entre ellos, la misma torre del homenaje del castillo de los antiguos señores feudales de la zona, los duques de Feria, lugar sagrado para la distintas pandillas del pueblo, en donde podíamos casi rozar el vuelo de las asustadas águilas que tenían sus nidos entre sus grietas, lugares para nosotros inaccesibles.

Fue un pastor, Paco “El Renco”, familiar de uno de los componentes del grupo, que esos momentos pastoreaba una punta de ganado merino, el que llamó nuestra atención por lo peligroso de la aventura y la poca edad de la mayoría de los componentes. Su charla amena y el aburrimiento de tantas horas de bucólicos paseos por los campos, nos mantuvo enganchados a su conversación durante bastante tiempo, en el que el hombre intentaba sabiamente ponernos en conocimiento de los peligros existentes en la zona por donde transitábamos inconscientemente.

Fue la primera vez que de manera fiable y directa escuché hablar de la cueva de “la higuerita”, hasta esos momentos lugar de habladurías y de leyendas caseras, siempre asociada a los maquis en tiempos de la guerra civil, pero que nadie sabía si dicha cueva existía realmente o era parte de fábulas inconsistentes, tan numerosas por otra parte, en los pueblos aledaños a la sierra.

El pastor, en un momento de su perorata sobre los conocidos peligros de la zona, y queriendo quedar bien con nosotros, nos conminó a no acercarnos a la boca de la cueva, dado que él había perdido en más de una ocasión alguna cabeza de ganado despeñada en la misma, siendo mayor su superstición y miedo a los bulos que corrían sobre el lugar, que la más encomiable tarea de rescatar, aunque solo fuera por el egoísmo de recuperar la carne, en aquellos tiempos de hambres, del cuerpo del pobre animal perdido más allá de la boca de la cueva.

Ni que decir tiene, que fueron sus mismas palabras de peligro las que encendieron nuestra imaginación y el deseo de conocer, aunque fuera desde la distancia, la entrada del misterioso y perdido lugar. No estaba lejos y, el pastor, seguramente no queriendo perder nuestra compañía, careó a los perros con sus silbidos, haciendo que los numerosos animales enfilaran el camino señalado por sus guías.

En la ladera de un alto risco de rocas graníticas, a poca altura del suelo, rodeada por exuberantes plantas autóctonas, se divisaba una semioculta grieta que poco tenía, a primera vista,  de particular y en nada destacaba sobre los abruptos canchales pizarrosos del contorno. Tampoco se divisaba la higuera que le daba nombre, aunque el pastor, contestando a nuestras preguntas, nos indicó un viejo y roído muñón que sobresalía de la tierra, y los restos de un viejo tronco, hoy semienterrado en el suelo, restos de lo que pudieron ser en otros tiempos, parte de una hermosa higuera de la que comerían sus sabrosos higos los animales de la sierra.

Al ver nuestra decepción, el pastor, con una sonrisa displicente, nos fue explicando que hoy la entrada, de forma natural y debido, tal vez, a un derrumbe, había sido cegada por la, para nosotros, enorme roca que casi cerraba su entrada, pero que en tiempos de la guerra había sido refugio de los maquis, quienes la habitaron hasta su desaparición, o aniquilación, sinque nunca fueran sorprendidos por las patrullas de la guardia civil, suponiendo que la cueva tenía distintas salidas que servían para huir en caso de peligro. La chispa de nuestra encendida imaginación estaba encendida.

Cuando regresábamos para el pueblo, nuestras conversaciones giraban indefectiblemente sobre los aparentes misterios de la dichosa cueva y la necesidad de volver al lugar para reconocerla mejor y tomar la decisión de visitarla, costara lo que costara. Algunos de la pandilla nos estremecimos, yo entre ellos, ante la idea de meternos en tan desconocido como temerario lugar, del que solamente conocíamos por el momento, que era sitio inaccesible y en el que se habían despeñado algunas ovejas, sin que los perros o el pastor hubieran accedido, por miedo o por superstición a sus entrañas.

Claro que la pandilla era dispar y entre sus miembros había muchachos que se habían criado en las majadas, otros habían sido pastores de ovejas o de ganado vacuno en las solitarias sierras cercanas, o desconocían la palabra miedo pronunciada por nuestro ocasional guía, del que ahora hacían burla por su falta de arrojo. “El Gory”, un muchacho larguirucho al que la muerte de su padre había condenado a buscarse la vida de mil maneras; Félix “el corito”, mozo ayudante en una de las numerosas fraguas que funcionaban en el pueblo; Vicente “el Vaca”, un verdadero gigantón de fuerte musculatura que había pasado su niñez al cuidado del ganado de la familia y al que nada ni nadie se le ponía por medio; Celedonio, hijo de un hortelano, que se pasaba media vida con el azadón en la mano y que cuando se quitaba la camisa se le podía ver su cuerpo renegrido por mil soles y sus bien proporcionados músculos de acero; y un par de sujetos más, que como yo, éramos comparsas del grupo, si no fuera porque lo que nos faltaba de fuerzas, debido a nuestra aún corta edad, lo suplíamos con la astucia de nuestras bien maliciadas inteligencias, como habíamos demostrado en más de una ocasión, reconocida y respetada por el grupo.

No tardamos mucho en poner en práctica nuestros propósitos. El herrero fabricó palancas y hierro acerado; el hortelano consiguió robustas sogas de esparto que nos servirían muy bien para nuestros propósitos. Yo, que ejercía de  monaguillo, me encargué de arramplar con todos los cabos de velas de cera que las beatas ponían semanalmente a sus santos y que, casualmente, desaparecían de los candelabros antes de haberse consumidos, sin que esta desaparición llamara la atención de los fieles ni del cura, siempre atento a sus negocios con la cera. “El Gory”, ahora mozo de un ultramarino, se presentó con dos bacalaos salados y unos chorizos, que junto con el vino que conseguimos, era suficiente para alargar la aventura, dado los días eran largos y podíamos trabajar con tranquilidad, teniendo mucho cuidado de no toparnos con la siempre peligrosa pareja de la guardia civil que fiscalizaría todos nuestros movimientos.

Me atrevo a aventurar que esa mañana, todos los componentes del grupo dirían a sus padres lo mismo que yo argumenté a mi ocupada madre: que era sábado, que habíamos quedado en acercarnos a la sierra para presionar la llegada de las bandadas de patos y que no había peligro porque íbamos un nutrido grupo de amigos, todos conocidos de la familia.

La primera precaución que tomamos, fue la llevar hasta cuatro perros cazadores, bien acostumbrados al rastreo de piezas camperas, o señalar la presencia de las mismas en las condiciones más adversas. Cuando el grupo llegó a la entrada de la cueva, lo primero que hicimos fue jalear a los perros para acotar el terreno con todas las seguridades necesarias para comenzar la pesada faena de remover la roca que cerraba la entrada. No fue equivocada la idea, puesto que los perros, nada más llegar a la boca, comenzaron a ladrar e indicar que algún animal ocupaba el espacio de entrada. Vicente, “el Vaca”, dueño y conocedor de los procedimientos del perro, se puso en guardia hasta ver qué es lo que señalaban las muestras del animal y metiendo una larga vara de avellano por una de las aperturas de la boca, vió salir una más que respetable culebra a la que de un certero golpe dio muerte y apartó con la idea de comérsela una vez finalizadas las tareas de desescombro. La actitud defensiva del animal, para un hombre acostumbrado al campo señalaba que en el interior tenía su nido y que no estaba sola, como pudimos comprobar en cuanto empezamos a mover la enorme piedra. Una a una, con la impasibilidad de un hombre acostumbrado a tales menesteres, Vicente fue matando a las culebras que formaban el nido, sin que se le moviera un músculo de la cara.

Pero la labor emprendida era desproporcionada para nuestras fuerzas, que después de mucho meditarlo, los mayores, decidieron descansar y dejarlo todo para una próxima jornada. Era el momento del trabajo de los más jóvenes y descansados componente del grupo, que al miso tiempo que vigilábamos los caminos, habíamos estado cortando retamas y ramas bajas de los chaparros, con los que tapamos todo indicio de movimiento de tierras.

Las dos semanas de tardamos en volver a comenzar la penosa tarea de remover la piedra, las empleamos en estudiar detenidamente cómo meterle mano a la misma, toda vez que, si bien de buenas proporciones, la misma piedra de pizarra, como consecuencia de los hielos y de la lluvia de tantos años, habíamos constatado que se encontraba resquebrajada por varias partes, por lo que sería cuestión de inteligencia el dar con la mejor forma de descomponerla y desmontar los trozos parte a parte. La solución salió de la mente práctica de “el Gory”. Todos los muchachos habíamos jugado más de una vez a hacer “bombas” de carburo, producto que se utilizaba, junto al petróleo, para alumbrar los más humilde hogares y de fácil adquisición en los economatos, para lo cual, hacíamos un hoyo en el suelo, poníamos agua en el mismo junto a unas piedras de dicho producto, colocábamos al revés, cubriéndolas, una lata de conserva de tomates, en cuyo “culo” habíamos perforado un pequeño agujero, que al acercar una llama con una larga caña (para evitar que nos hiriera), hacía explotar los gases acumulados en el bote y ocasionar la explosión, que en más de una ocasión había puesto en aprieto o herido al valiente “dinamitero”.

Habíamos pensado, además de que la distancia al pueblo era lo suficientemente larga para que el ruido llegara con la suficiente fuerza como para llamar la atención de algún vecino, colocar entre los huecos naturales de la piedra una lata grande llena piedras de carburo, hacer un mortero con paja lo suficientemente compacto como para que el daño de la explosión fuera interior y, para que no hubiera el mínimo peligro para nosotros, ponerle una larga mecha encerada de la que se vendían para hacer “lamparillas” para las “vírgenes” y esperar a ver si la suerte nos acompañaba, antes de comenzar nuevamente con los trabajos de quitar la tierra a los pies de la roca, como anteriormente veníamos haciendo.

Nuevamente salimos del pueblo en una aparente y rutinaria excursión de muchachos a la busca de diversión, pero esta vez recogiendo por el camino los pertrechos que hábilmente habíamos estado escondiendo en el tiempo de descanso. La mañana, como tantas mañanas extremeñas de primavera era hermosa, ya con un sol que alanceaba nuestras pieles y con un cielo limpio y azul, por donde volaban parejas de milanos en su cortejo amoroso o a la búsqueda del diario sustento de roedores.

Como siempre hacíamos, los más pequeños subían a lo alto de los riscos cercanos con el fin de vigilar la inmensa llanura y no ser sorprendidos por visitantes extraños que se acercaran a las estribaciones de la sierra ya fueran pastores con el ganado o la temida pareja andante de la guardia civil, o recogíamos más ramas de los alrededores, con la finalidad de no dejar rastros de nuestros trabajos o, en este caso, juntar la mayor cantidad posible de rastrojos para hacer el mortero. Los encargados de la misión de buscar el mejor escondrijo para el carburo entre la roca, naturalmente, corrió a cargo de los tres mayores: “el Gory”, Félix, “el Corito” y Vicente “el Vaca”, a los que se había unido esta vez Martín “el Cigüeño”, alto y duro como un roble, otro querido amigo siempre presto a cualquier aventura que conllevara riesgos.

Más de dos horas les llevó preparar la discutida carga, sin que nada ni nadie inquietara la tranquilidad de aquellos parajes solitarios. Todo lo tenían previsto y en el momento en el que “el Vaca” tendió la mecha a la que había impregnado con la pólvora de un par de cartuchos de caza, hubo una llamada de atención a las más jóvenes para que prestaran más atención a su misión de vigilancia, como así se hizo, aunque atentos todos al momento culminante de nuestra aventura, como era la más que dudosa voladura de parte de la roca. Cuando “el Corito” prendió con su mechero de yesca la punta de del cabo encerado que servía de mecha y fue siguiendo su quema, nuestros corazones infantiles cabalgaban a una velocidad de vértigo.

Fueron largos momentos de angustia en los que no sabíamos si la llama alcanzaría su objetivo. Los cuatro muchachos mayores se miraban inquietos, a la espera de la explosión y nos conminaban a los pequeños a seguir vigilando, pues ya no había marcha atrás. Cuando todos estábamos desconsolados antes la tardanza, una fuerte explosión sacudió el espacio y una nube gris se escapó de la cueva manchando el limpio azul del cielo. Todos esperamos sobrecogidos el resultado de la deflagración y nuestra alegría fue inmensa cuando pudimos ver que, si bien no se había movido la roca de su sitio, se había abierto un gran hueco en la parte superior de la misma, que ahora nos dejaría entrar sin muchas dificultades.

El trabajo estaba hecho y no había que tentar a la suerte, por lo que, todos a una, tapamos con ramas la brecha abierta y nos ocupamos en dejar el suelo de alrededor sin muchas pistas de nuestros trabajos. Alegres y contentos regresamos al pueblo con las manos llenas de espárragos y tagarninas con las que justificar nuestras horas de asueto en la sierra. Todo iba conforme lo previsto y nada nos impediría continuar hasta conseguir nuestro objetivo de visitar, si era posible, la famosa y perdida cueva de “la higuerita”.

Pero nuestra primera intentona fue un fracaso, dado que la cueva presentaba en su entrada más dificultades de las que suponíamos. A las numerosas zarzas y ramas múltiples que se señoreaban próximas a la boca, había que sortear los numerosos escombros, así como huesos de animales caídos en la trampa de su difícil visibilidad, entre ellos los de ovejas, tal como nos señaló en su momento “el Renco”. Yo no era muy valiente, lo confieso con cierta vergüenza, y tenía mis precauciones a la hora de saltar sobre el brocal de la cueva, mucho más desde que ví como salieron las culebras que Vicente “el Vaca” se había despachado sin alterar su figura. Siempre me han dado cierto asco estos animales, aunque sabíamos que no eran peligrosos y solamente las víboras en los humedales podían ponernos en aprieto en caso de mordedura. Pero la ley de los más fuertes se impuso y la segunda vez que lo intentamos, en los que Félix “el Corito” había preparado unas chapas aceradas a modo de machetes y nos habíamos provisto de afilados hocinos de segar y guantes de herreros para podar las espinosas zarzas, pasé la tenebrosa boca cuando ya los mayores habían hecho la mayor parte del trabajo.

Como el perro de “El Vaca”, valiente como su amo, ladraba y quería seguirlo en su aventura, consideramos prudente favorecer sus requerimientos y meterlo dentro de la misma, cosa que nos favoreció mucho, porque los animales se dan rápidamente cuenta de la falta de oxígeno y éste campaba a sus anchas por el camino ya expedito. La verdad es que, aparte de las dificultades de la entrada y todavía con la luz que la radiante mañana que se introducía por la boca, pudimos observar que la cueva estaba bastante limpia, sin que nada llamara nuestra atención, más que el oscilar continuo de las llamas de las velas que portábamos todos, lo que indicaba que había corrientes de aire en su interior, o lo que es lo mismo, posibles entradas o salidas por otras partes de la sierra.

La cueva, en nuestro lento y previsor caminar, se fue ensanchando poco a poco, hasta alcanzar, unos metros más adelante, un amplio y acogedor habitáculo abovedado en el que no distinguía más que dos nuevas bocas divergentes y, en un rincón, los restos de un cántaro de barro de Salvatierra, junto a los restos casi imperceptibles de lo que fue una pobre hoguera. Era el perro el que daba muestras de inquietud en sus rápidas galopadas por la cueva, moviendo continuamente la cola y ladrándole a su dueño, pero sin atreverse a penetrar solo en las bocas que frente a nosotros se abrían misteriosas. Fue “el Gory” el que nos devolvió a la realidad, llamando nuestra atención sobre la necesidad de salir y buscar, en otro momento, mejores puntos de luz, toda vez que las velas, aparte de su pobreza, se consumían con mucha velocidad y podíamos quedarnos a oscuras. Yo respiré con fuerza al oir la responsable petición y volvimos a salir a reencontrarnos con el resto de los amigos, que impacientes esperaban los acontecimientos.

Ya en el pueblo, a la espera de otro día de aventuras con mejores medios, fuimos haciendo un resumen de lo vivido día anteriores, sacando la conclusión de que la cueva estaba en muy buenas condiciones y que, en principio no había peligros a la vista que nos impidiera terminar de explorarla, hasta donde fuera posible, sin que ninguno de nosotros tuviera un incidente peligroso para nuestra seguridad.

La temporada de lluvias primaverales y el mal estado de los caminos que conducían hasta la sierra, nos llevó a retrasar una nueva aproximación, entre otras cosas, porque no queríamos levantar sospechas en nuestros padres, que verían con extrañeza tanta perseverancia al campo en tiempos tan revueltos e inapropiados. Cuando las condiciones climatológicas cambiaron y los campos se orearon, nuevamente emprendimos la aventura, esta vez provistos de luces de carburo, mucho más seguro y duradero que las velas requisadas a la iglesia y a las beatas.

Y de nuevo nos encontramos, yo ahora un poco más seguro pero siempre caminando junto a los muchachos fuertes, en la amplia sala a la que habíamos llegado en la anterior ocasión, y desde la que teníamos que continuar explorando a través de las bocas abiertas frente a nosotros. El saber que la cueva había sido habitada en otros tiempos no tan lejanos y la firmeza de las paredes por donde pasábamos, nos daba una cierta seguridad en nuestro avance, así como no haber encontrado absolutamente nada que nos hiciera temer algún peligro. Nuevamente, el perrillo de “el Vaca” nos marcó el camino a seguir, siempre inquieto y ladrador, como si se sintiera el dueño de la situación y conocedor de los misterios del lugar. Éramos cinco los que caminábamos por el interior de la amplia cueva y eran cinco los puntos de acerada y fría luz del carburo los que iluminaban ampliamente su interior. De pronto, el perro se quedó parado frente a lo que pudieramos llamar una puerta que daba paso a un pequeño cubículo. Todos nos quedamos tensos y en nuestras manos aparecieron las herramientas afiladas que nos habían servido para desbrozar las temidas zarzas de la entrada de la cueva. Fue el momento en que “el Vaca” se erigió como el líder del grupo, asumiendo la responsabilidad de dar respuesta a las inquietudes de su perro y entró sin miedo en el espacio desconocido. Yo, la verdad, más que miedo sentí una punzada de pánico y me puse a temblar sin motivo alguno aparente, más que mi alocada imaginación. Fueron escasos segundos los que permaneció solo el amigo, pero suficientes como para ver reflejados en los rostros de mis acompañantes, si no mi mismo grado de descomposición, sí suficiente preocupación antes lo desconocido. La aparición del gigantón nuevamente por la puerta, nos hizo dar un salto hacia atrás, pues el bueno del amigo, junto a su perro ladrador,  apareció con una calavera en la mano y una sonrisa de satisfación en su amplio rostro que nos desconcertó a todos los presentes.

Volvimos asustados a la sala, y con la cabeza del muerto junto a nosotros, discutimos qué hacer a continuación: si salir al exterior o continuar investigando. La autoridad del descubridor se hizo patente y nos señaló la otra parte del misterio descubierto; y era, que junto a los restos óseos ya desechos del posible maquis, estaban sus humildes pertenencias, un mosquetón y una caja de municiones, lo que demostraba que el valiente guerrillero había preferido morir defendiéndose que entregarse a las autoridades y ser fusilado, como había ocurrido en la mayoría de los casos. También los restos de comida y los platos que los contenían, demostraban que el muerto no era forastero y que había tenido ayuda hasta poco antes de su muerte.

El resto que la incursión por la cueva careció de interés y, ayudados por el perro, que fue nuestro mejor y más seguro guía, conseguimos completar el resto del recorrido sin encontrar más sorpresas que algunos camastros desvencijados, lo que nos hizo pensar que no estuvo solo el infortunado maquis durante parte de su encierro.

Nuestras dudas, a estas alturas y sin haber salido de la explorada cueva, era qué hacer con los restos del muerto, con el fusil y con la caja de municiones encontradas. Éramos conscientes de que no podíamos denunciar el hallazgo sin que nos viéramos comprometidos en un hecho que las autoridades civiles y militares, todavía la guerra civil estaba muy vigente en nuestra sociedad y más de uno de los presentes, era mi caso, habíamos tenido algún familiar represaliado o fusilado durante la misma, podían considerar como un delito de ocultación y meter a nuestras familias en graves aprietos.

Decidimos juramentarnos en no denunciar los hechos hasta que las condiciones fueran propicias, cosa que hicimos con gran seriedad, pero nuestras mentes juveniles, abrasadas por miles de lecturas aventureras, decidieron tener un recuerdo de tan maravillosa aventura y acordamos repartirnos las valas del Máuser, sin hacer en el pueblo ostentación de las mismas.

A estas alturas del relato y con muchos años en la distancia de los hechos, nadie sabe quién fue el culpable de que la guardia civil tomara cartas en el asunto. Solo recuerdo que uno por uno, los componentes del grupo, acompañados por nuestros padres, fuimos desfilando por el cuartelillo y que se nos pidiera cuentas de los hechos. Creo que fue el padre de Vicente “el Vaca”, hombre terrible y con muy “malas pulgas”, el que paró las posibles represalias sobre nuestras personas. Valiente como su hijo, agresivo y sin miedo a los uniformes agresivos guardias civiles con un amplio historial de violencias sobre los ciudadanos humildes del pueblo, no consintió en ningún momento que a los menores se nos aplicara ningún correctivo. La entrada de la opinión de otras autoridades en el problema, considerando como una travesura lo acaecido, fue poniendo en sordina la aplicación de medidas correctoras hacia los asustados muchachos que no comprendían tantos espavientos. Eso sí, descubrieron nuestras aventuras en la cueva de “la higuerita”, descifraron la personalidad del muerto (un terrible anarquista, en palabras de los poco queridos civiles) y recuperaron el fusil que habíamos dejado en la cueva. Mi madre y mi familia, después de los acontecimientos sufridos en la guerra civil con el fusilamiento de mi abuelo, pasaron momentos de verdadera angustia y, creo, fueron los principales motivos para nuestra marcha del pueblo unos meses después. No me riñó ni me castigó y solo me hizo cargo de las consecuencias que una malhadada aventura juvenil había trastocado nuestras vidas.

He vuelto muchas veces a mi pueblo a lo largo de tantos años desde que marché y siempre me he sentido a gusto entre sus calles y sus gentes. Mis amigos, como yo, fueron marchándose a otras ciudades buscando un mejor medio de vida que en él se nos negaba. No he vuelto a saber de ellos ni me los he encontrado jamás, aún a sabiendas de que algunos viven en Madrid, Bilbao o Barcelona. He añorado muchas veces su recuerdo y he maldecido la suerte que nos tocó vivir en una sociedad tan encorsetada y pacata. Pero ya no tiene remedio. Quisiera, con estos recuerdos que hoy vierto en el papel, hacerles un homenaje de amistad a quienes tantas horas de ensueños compartieron conmigo.
Y he vuelto, no hace muchos años, a buscar la boca de la cueva de “la higuerita”, donde ahora nuestras aventuras se entremezclan con otras historias o leyendas que se siguen contando en el pueblo. Pero no he sido capaz de encontrarla. Es verdad que son muchos años los transcurridos desde aquellos acontecimientos que hemos narrado, pero es que la civilización también ha llegado a aquellos parajes solitarios y hoy infinidad de viviendas unifamiliares y de recreo se levantan en lo que en otros tiempos era silencio y naturaleza salvaje.

Pero mientras tengamos vida, allá donde nos encontremos, la cueva seguirá viva en nuestro  recuerdo, como una parte muy importante de nuestras vivencias juveniles. Yo así lo deseo.

                        Ricardo Hernández Megías                  

5 comentarios:

  1. Bienvenido a este rincón de las letras.Me es grato tener tus relatos en este blog que desde hoy pasas a ser uno más de todos aquellos que nos place este arte de escribir.
    Gracias por estos relatos tan maravillosos
    Un saludo

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  2. magnifica todas las obras escritas por este escritor extemeño que jamas olvido esa tierra que lo vio nacer,me ha encantado la descripcion que hace a traves de sus escritos sobre la familia y su hogar,aplica mucha ternura a la hora de hablar de sus raices.

    felicidades para este escritor que hoy nos visita y dejo un fuerte abrazo para todos y que pasen un maravilloso dia!!!!!!

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  3. Una hermosa manera de recoger la memoria de un pueblo, y de un tiempo que parece no regresar, podemos a través de sus ricas notas recoger eso de hermoso que quedó en el pasado y conmemorarlo. Gracias y bendiciones mil. Saludos cordiales.

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  4. Bienvenido Ricardo a este grato espacio amigo compartiendo buenas letras con otros escritores de alrededor.
    Es importante en la vida del ser humano no olvidar las raíces de nuestros antepasados y hacer buenas letras de ello, recordando la tierra de donde procedemos siendo fieles a ella.
    Abrazos fraternales de MA.

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  5. Amistad y gratitud, nos devuelve su cálida prosa, qué bueno tener esas joyas tan llenas de vida en la memoria. Felicidades por tan bellas líneas, universales en su sentir y decir. Saludos, amigo Hernández Megía,desde Panamá.

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