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jueves, 9 de febrero de 2012

Manuel Fernando Estévez Goytre





Su obra :
- La tormenta -


Dicen que la meteorología tiene mucho que ver con el comportamiento de las personas y que algunas, dependiendo del calor o el frío, el viento o la lluvia, ¡cuánta variedad!, reaccionan de forma distinta. Yo, al menos, así lo creía.
Se veía venir. La templanza gradual de los últimos días no era habitual en un sitio como aquél, donde la temperatura subía y bajaba sin atender a más razón que a su propio capricho. La bonanza que había vivido aquella mañana me hizo presagiar que pronto sufriría un nuevo episodio de ira, uno más en la larga trayectoria de desórdenes atmosféricos que desde el comienzo de temporada se venían desatando en casa. Disfrutaba en la cocina de una copa de Oporto y un cigarrillo que acababa de liar cuando sonó el teléfono y me dijo que volvía. ¡Qué extraño! Su trabajo había acabado antes de tiempo y estaría en casa en una hora.
            Sin siquiera saborearlo, bebí de un trago el vino que quedaba y apagué el pitillo. El olor rancio y condensado del cigarro que muere apretado contra el cenicero invadió sin tregua la habitación, lo que me recordó que debía abrir la ventana para ventilar. Fui a mi dormitorio y cogí ropa limpia para segundos después meterme en el cuarto de aseo y abrir el grifo de agua caliente. Me desnudé de cuerpo entero y, cuando el agua hubo alcanzado la mitad de la altura de la bañera, me introduje en ella y me lavé a conciencia. Mientras lo hacía, quise recompensar mi duro trabajo con un rato de pensamientos profundos e íntimos, que parecían encajar con un hermetismo asombroso en uno de los azulejos que, como una pequeña pantalla de televisión, se presentaba frente a mí. Divagué por mi pasado reciente y tuve la osadía de preguntarme si mi vida merecía la pena, cosa que me permití dudar.
            Después de más de media hora de viaje por las profundidades de mi mente, liberé el desagüe del tapón que lo obstruía y dejé que el agua abandonara con prisa el baño. Me incorporé totalmente y me duché para desprenderme de los restos de gel y champú que rebozaban mi cuerpo de espuma. El resto del tiempo hasta completar los sesenta minutos lo dediqué a peinar y secar mi pelo, hasta dejar que se extendiese como una cascada sobre mi espalda recién hidratada. Me vestí. Abrí la puerta del cuarto de baño y, mientras el vaho devoraba con gula la longitud del pasillo, entré en mi dormitorio y me puse unas gotitas de mi mejor perfume. Para él. Al salir me di cuenta de la corriente que había en casa, por lo que entré en el salón con la sana intención de cerrar la ventana. Mientras lo hacía respiré cierta brisa húmeda que me hizo palidecer. Pero…, ¿qué pasa? Me encontré con la figura de Antonio, que me observaba desde fuera con un reflujo de sarcasmo y cinismo que llegó a asustarme. Me apresuré a abrir la puerta y, al mismo tiempo que mi marido entraba en casa, el aire caliente me dio un bofetón que me hizo caer al suelo. Mi esposo me miró de soslayo sin siquiera darme las buenas tardes, su boca cerrada y su ojo derecho totalmente abierto. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas y caminó con tranquilidad hacia el mueble bar. Sus puños se cerraron al mismo tiempo que sus mandíbulas se apretaban y su frente se arrugaba, imitando la de un cardenal encorsetado en la edad media.
            -¿Has acabado con el whisky que me gusta, el de veinticuatro años? –escupió, vocalizando hasta la última sílaba.
            -Sólo quedaba un poco –tartamudeé.
            Cogió la botella que tenía más a mano, la de brandy, y se sirvió una copa, que olfateó con precisión y saboreó antes de tragar, mientras se acercaba a mí con la mirada que guardaba para situaciones de alto riesgo. El viento arreció un poco, y dejé escapar un sonido gutural que me sorprendió a mí misma. Una fracción de segundo después me encontré con el antebrazo apoyado en la pared, mi cabeza descansando sobre él, ebria de incomprensión y unas lágrimas cristalinas fluyendo de mis ojos como un arroyo incontrolado. A sabiendas de que Antonio iba a coger su copa, aproveché el sonido que sus zapatos robaban al suelo de mármol para darme la vuelta, abrir la ventana e intentar respirar aire puro, pero cuando lo hice no tardé en escuchar el rugido del primer trueno y sentí un calor inmenso en mi mejilla. No lo dudé, la tormenta estaba, ¡una vez más!, sobre mi tejado. Me quejé y me tapé los oídos para no oír. Mi marido se bebió el brandy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido, se volvió y dejó la copa sobre la mesa, y yo intenté henchir de nuevo mis pulmones mientras una lluvia fina se colaba por la ventana y, acto seguido, comprobaba que la piel de mi brazo aparecía rasgada y mi alma agujereada por el desconsuelo y la traición. Me asusté. En beneficio de mi propia integridad física, intenté protegerme, aovillándome sobre mi cuerpo, pero el carácter del chaparrón, que empezaba a considerar violento, hizo que cayese de bruces sobre el frío e inhóspito mármol blanco, donde la fuerza de la naturaleza se ensañó conmigo. De nuevo el llanto acudió a mí e intenté incorporarme, y el viento, suave hasta entonces, se convirtió en vendaval. Rodé por el suelo con los brazos enroscados sobre mi cabeza. Las gotas que, sin apenas fuerza, no acababan de humedecer el suelo, se helaron y empezaron a sonar como pelotas de golf. Mi cabeza no aguantaba su peso, y gritaba, y gritaba, y gritaba. ¡Por qué! Por fin me acostumbré a soportar el granizo, que continuó cayendo sobre mí como si tal cosa, pero el aire de mis pulmones me abandonaba y ya no podía sino extraer de ellos el tímido reflejo de un sollozo. Antonio se sirvió otro brandy y se lo bebió de un trago mientras el agua entraba en casa y la inundaba. ¡Dios mío, qué castigo me envías! No me atrevía a sostener su mirada más de una fracción de segundo y aún así me parecía una vida entera. Un peso que no podía soportar. Me ahogaba, al mismo tiempo que la piel de mi cuello se amorataba. Los rayos iluminaban con una tenue luz azulada para segundos después dejarnos en la oscuridad más absoluta, y los truenos despedazaban mis oídos, y mis gritos sordos me quemaban la garganta, y el brandy se desangraba sobre el suelo, y las palabras puntiagudas hacían diana en mi corazón, y los hechos rayanos en la enajenación me molían, y el semblante colérico de mi esposo, y sus puños cerrados, y su bigote empapando el sudor que caía desde su frente hacían que me sintiera pequeña ante el temporal, y Dios mío, acaba con el mal tiempo, y viento, y no puedo más, y granizo, y mi cuerpo derrotado en el sofá, y mi marido se asusta, y se calma, y perdóname, cariño, no volverá a ocurrir, y te quiero, y no me dejes, y me besa, y me acaricia, y ya no, Antonio, ya no puedo más, y llantos, y súplicas, y buenas palabras, y amor…
Como era de esperar, después de la tormenta vino, ¡una vez más!, la calma. Jefatura, informes, consejos… No lo volví a ver. ¡Gracias a Dios! Desde ese mismo instante ventilo el tiempo justo, y nunca cuando llueve, graniza o hace viento.

Granada, Noviembre de 2011



- Mi doble -



No la merecía. Me agobiaba, me mataba, lamía mis intestinos carcomidos con lengua de lija y agujereaba mi hígado con pico de águila. Me envenenaba el alma. Sus garras de felino rebotado arañaban mi piel, dejando en ella unas heridas sangrantes que no lograban cicatrizar por más sal que les arrojaba, y pulverizaban la placidez que había conocido en épocas pasadas. No podía soportarlo. ¿Qué hacer? No lo sabía, pero mi espíritu de conservación me indicaba que definitivamente tendría que librarme de ella.
Llevaba tres años enquistado en la agonía, a merced de una racha de mala suerte que ensombrecía descaradamente mis sentimientos, los fustigaba, y hacía que el infortunio y el desasosiego más implacables me siguieran como compañeros de viaje los siete días de la semana. A todas partes. Invadían mi intimidad mañana, tarde y noche. ¡Fieles servidores que tenía que aguantar! Recuerdo como si una sombra perversa y completamente perniciosa me desobedeciese constantemente y, aparte de no separarse de mi cuerpo más que cuando se fundía con la oscuridad de mi dormitorio, me privara de la libertad que todo individuo necesita, obrase con mala intención y después me culpara, como único presente en el momento y el lugar elegidos, de los dispendios, destrozos o agresiones que se sucedían a mi alrededor. ¿Por qué a mí, una persona que se esforzaba en su trabajo, cumplía su horario y satisfacía con creces sus objetivos semanales? ¿Por qué a mí, un tipo afable y atento con el prójimo? Aún hoy, ¡pobre de mí!, no sabría resolver esa cuestión. No estaba preparado para ello. No solamente el jefe se mostraba indispuesto y enojado conmigo, eran también mis familiares, mis amigos, todos mis vecinos y conocidos los que cambiaron el concepto que se habían formado sobre mi persona, excelente en días de gloria, por otro nefasto cuya causa no llegaba a comprender con claridad. Habría puesto la mano en el fuego, aun sin conocer la razón que me inducía a hacerlo, porque el colgante que me había regalado mi chica, Marlenne, hacía cuatro veranos, y que para más detalle llevaba grabado su nombre, tenía mucho que ver en la sucesión de calamidades que se empeñaban en colaborar con toda su energía en malear mi vida y meterme en el saco de los más odiados del barrio. Sin embargo, sabía que aquel castigo tenía un período de caducidad previamente establecido y esperaba con ansiedad su breve desenlace.

Siempre se ha rumoreado que, por increíble que nos parezca, todos tenemos un doble que podría residir en mundos totalmente distintos, tal vez opuestos, al nuestro. En otras épocas, planetas, dimensiones o, incluso, universos paralelos. ¡Ahí es nada! No sé si por suerte o por desgracia, más bien me decantaría por lo segundo, el mío me había tocado bien cerca. Cada mañana, cuando el sol se desperezaba y me hacía acariciar mis últimos sueños con unos dedos que perdían sensibilidad a medida que mi mente se refrescaba, intentaba controlarlo. ¡Mi viva imagen! Los mismos rasgos marcados, la misma barba de cuatro días, cuando la tenía, los mismos ojos saltones y, cómo no, las mismas expresiones, cansinas algunas veces, voraces otras, pero siempre repetitivas a esas benditas horas. Tenía hasta los mismos tics que yo, las mismas costumbres y los mismos horarios. Todo igual. ¡Virgen Santísima… qué pesadilla! ¿Estaría aún dormido cuando lo veía? Algunas veces me pasaba un tiempo sin cruzármelo, horas enteras quizá, días incluso. Pero, desde luego, no era lo más habitual. La regla general era verlo de buena mañana con los labios caídos por un lado e intentando encontrar una razón para continuar el día por el otro; o por la noche al acostarse, más contento que unas pascuas, porque vivíamos uno junto al otro en unas viviendas cuya diferencia más notable la marcaba la iluminación. Nos separaban unas paredes de ladrillo, muy delgadas, como en la mayor parte de los pisos que se construyen hoy día. No sé quién, supongo que sería obra del propietario o del antiguo inquilino, había instalado una pantalla de televisión en la que podía vigilar sus movimientos. Era consciente de que se trataba de una violación de su intimidad, sí, de una obscenidad si nos ponemos en lo peor, pero la idea me resultaba atractiva y casi me acostumbré a observarlo. Sólo cuando vi ese monitor moderno y ultrasensible me di cuenta de que aquel tipo desaliñado y ojeroso era mi doble.
            No sé en qué invertiría el resto de su tiempo, pero normalmente utilizábamos el baño a la misma hora. La pantalla, mi chivata personal, así me lo indicaba. Se lavaba la boca con las mismas ganas que yo, es decir, ningunas. Hacía sus necesidades con igual cadencia e incluso calzaba mis mismas zapatillas y vestíamos la misma ropa. Con lo que siempre me ha fastidiado que copien mi indumentaria... ¿La compraría también en la misma tienda? ¡Qué obsesión! ¿Acaso carecía de personalidad y le costaba decidirse por las prendas que adquiría? Se apoderaba de mi gusto a la hora de comprar las toallas, porque…, él también debería tener un monitor que le ofreciera imágenes de mi casa para controlarme, igual que yo a él. Tal vez, como a mí, le resultase divertido hacerlo. Hasta nuestras salidas de fiesta coincidían, porque cuando me levantaba con resaca lo encontraba en idénticas condiciones a las mías. No era tonto y me daba cuenta enseguida. Si me encontraba fastidiado por la fiebre o algún constipado desagradable e inoportuno, él también lo padecía. Engordábamos o adelgazábamos siempre en la misma época. Claro, por algo era mi doble… ¡Ay, mi doble! Comprendo. Y qué cerquita lo tenía. Hasta nuestras amantes se parecían…, ¿teníamos el mismo paladar en cuanto a mujeres se refiere?, y la mosca cojonera que revoloteaba por mi casa era la misma que desangraba sus insoportables zumbidos por la suya. Estábamos tan cerca… y sin embargo, ¡qué extraño!, no lo encontré nunca en el rellano de las escaleras, en el ascensor o en la calle. ¡Qué cosas! Siempre en casa.
            El caso es que cuando no se entregaba a la pantalla, ni me acordaba de él. Pasaba las horas en mi trabajo, mirando la tele o leyendo un libro en casa y me alejaba de su recuerdo. Gracias a Dios. Sin embargo, a veces me aburría y acudía a contemplar lo que hacía. Seguía sus pasos hasta donde me permitía el monitor. ¿O él me seguía a mí? ¿Me querrá imitar? ¿Se estará mofando de mí? No es de recibo, ¡no señor!, que haga constantemente lo mismo que yo. Es antinatural. Una ley que se cae por su propio peso. Una cosa es que nuestro parecido físico raye lo surrealista y otra bien distinta que tengamos los mismos movimientos y las mismas necesidades. Las mismas formas de disfrutar. Aunque algunas personas se pasan la vida buscando a su doble sin encontrarlo, la mayoría ni lo intentan, simplemente les da igual. Pero a mí, ¡Dios, qué castigo!, me había tocado junto a mi casa. ¿Habré hecho algo malo en otra vida para que me asignen un vigía de semejantes características? ¿O lo habrá enviado la Providencia para que, al verme reflejado en él, me dé cuenta de mis propios errores? No lo sé, pero había veces que me sentía agobiado y controlado. Vigilado.

Una noche cualquiera de un día cualquiera invité a Marlenne a cenar en un restaurante argentino. Buen vino y magníficos asados, excelente ambiente y mejor música. ¿Una copa?, ¿por qué no?, deliciosa… ¿Otra?, está bien… El calor del alcohol nos desinhibió y nos curtió de una capa de sensibilidad y deseo que poco después nos llevaría a bailar un tango. Genial. Pero bebimos más de la cuenta. A la salida, alguien que llevaba la lascivia creciendo en su rostro le soltó un piropo punzante y doloroso a mi chica. Una desfachatez por su parte. Una indecencia. La falta de respeto me hizo perder los papeles y discutí con aquel tipo, que aún saboreaba la impudicia en sus labios. Sus palabras me acuchillaron el alma. Me enfadé mucho y mis nervios, barnizados de combustible, se incendiaron en un pis pas. No llegué a las manos con él porque el portero de la sala relajó el ambiente y bifurcó nuestros caminos en sentidos opuestos, pero faltó poco para que le soltara un puñetazo y le partiera la nariz como a un boxeador vencido. Volví a casa de malhumor, mi novia intentando serenarme con una cohorte de susurros sin precedente en nuestra relación. Subimos, cerramos la puerta y nos servimos una copa. La última –dijo ella, tan comedida como siempre, mientras repartía su ropa por el sofá y se afanaba en desabrochar los botones de mi camisa-. Me besó, la besé, y una cálida caricia llevó a un apretado abrazo que culminó en una sesión de amor sobre las sábanas blancas de mi cama. Cuando hubimos rematado la faena empecé a sentirme indispuesto. Claro, la bebida… Me disculpé ante la muchacha y me fui. Salí al pasillo. Al final, la puerta del baño abierta. La luz, no alcanzo a comprender el motivo, permanecía encendida. Seguí caminando hacia el excusado y lo vi. Mi doble se acercaba a mí con tanta calma como yo a él. Nos miramos sagaces y, como gatos ariscos y escurridizos, recelamos el uno del otro. Los dos hacíamos, como siempre, los mismos gestos. De una manera casi mecánica. Dios mío…, ¿tan parecidos somos? Encendí la luz del corredor y él hizo lo propio en su casa. Al mismo tiempo. Me permití conjeturar por primera vez en mi vida que la cámara de vídeo grababa mis imágenes para ofrecérmelas en el monitor a través de un circuito cerrado. ¿Será ésa la explicación, seré espectador de mis propias actuaciones y aún no lo sé? Es posible que así sea. Los cuatro focos que alumbraban el pasillo fileteaban mi sombra en un claroscuro que variaba según tamaño y distancia. Entré al baño y comencé a orinar. Mientras lo hacía, giré mi cabeza grasienta a la izquierda y me di cuenta de que mi doble hacía lo mismo. ¡Desvergonzado! Me observaba. Lo observaba. Me lavé las manos y me sequé con la toalla. Hasta entonces no me había dado cuenta, seguramente porque el colgante lo utilizaba solamente para ocasiones especiales y lo primero que hacía al llegar era colocarlo en mi mesita de noche, pero cuando tenía a Marlenne entre mis brazos no me lo quitaba hasta que ella me dejaba en casa para irse a la suya. La amaba y era una especie de homenaje que quería brindarle. Muy gratificante para mí. Mi doble apretó la mandíbula y su labio superior se contrajo al ver bailar el trofeo de mi novia en mi cuello. Su mirada se acortó y se concentró en la mía, escueta y trémula, sus puños apretados y su mentón mojado por la baba que caía por la comisura de sus labios gruesos y amoratados. Cerré los ojos, respiré profundamente y me di cuenta de que lo seguía en sus movimientos. Una bocanada de aire me quemó por dentro y sentí la hiel desfigurar mi estómago. Ulcerarlo. Llevó su brazo hacia atrás, cogió impulso y dio un tremendo puñetazo a la pantalla, que como un relámpago se hizo añicos, estalló en decenas de piezas de un puzzle que pulverizaba mi propia figura. Sentí un dolor agudo en la mano. Miré mi puño y lo encontré ensangrentado, como el suyo, y su imagen se desvanecía a medida que los trozos de vidrio caían al suelo. Me volví a lavar las manos y coloqué una tirita en mi herida. Cuando quise observar lo que quedaba de pantalla, vi un retazo de aquel tipo pegajoso. Unos de sus ojos no dejaba de observar el mío. El derecho. Despegué el último trozo de cristal de la madera y me fui. Siete años de mala suerte me esperaban a la salida del baño.

Granada, Noviembre de 2011

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