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martes, 26 de abril de 2011

Ramón Cabrera Naveiras

Soy un jubilado que escribe por placer. Dejaría de divertirme, sin embargo, si de tanto en tanto no cayera algún premio. Esel riego que mantiene lozana a la flor de la escritura.

SU OBRA :

Segundo premio certamen de relatos Nuevos Caminos 2007 (Consuegra, Toledo)
Finalista certamen literario Verbo Azul 2007 (Alcorcón, Madrid)
Primer premio concurso literario El Molino de la Bella Quiteria 2009 (Munera, Albacete)

Ramón Cabrera Naveiras

Primer premio de relatos cortos Villa de salobreña 2007 (Granada)

Primer accésit certamen de cuentos de Ibercaja 2007 (Zaragoza)


Ramón Cabrera Naveiras


Su obra : 

Premio de relato corto El CHISCÓN 2007 (Madrid)

               EL PODER DE LA PALABRA



    Atravesaban un bosquecillo de carrascas cuando el cabo Cipriano se detuvo. Por encima de las copas de los árboles se erguía, muy a lo lejos, la torre de la iglesia de Gárgoles. En el silencio del mediodía, aguzando el oído, el rumor del Cifuentes saltando hacia el Tajo podía oirse con nitidez. Pero nada de eso interesaba al cabo, molesto por un regusto a agrio que le subía a la boca desde el estómago. Llevaba ya rato maldiciendo a la tabernera de Masegoso por el vino peleón que un par de horas antes les había servido. Eructó con estrépito y fue como si algo se le hubiese desatascado por dentro. Suspiró con alivio. Entonces esbozó una media sonrisa bajo su poblado bigote y preguntó al número que le acompañaba:
    -¿A que hueles,Benítez? 
    A Benítez, que alejaba los efluvios estomacales de su superior abanicándose con el tricornio,  la pregunta le puso en un aprieto.
    -Precisamente a rosas no, mi cabo, pero en fin...
    -Pues a rosas huelo yo, que una buena carne a la parrilla tiene el aroma de las mejores flores del campo. ¿O es que has perdido el olfato, muchacho? -El número arrugó la nariz pero ni así le desapareció el reconcentrado hedor a tinto mal digerido que flotaba en el aire. Cipriano se impacientó-. Ya te he dicho mil veces, Benítez, que los de la Benemérita debemos de ser maestros, entre un sinfín de otras habilidades, en el arte de utilizar los cinco sentidos para descubrir el delito allá donde se encuentre. Y en esta ocasión es el hocico el que no está dando la pista de un desmán que no merece perdón.
    Benítez alargó el cuello en un intento desesperado de no quedar mal ante su cabo y olfatear como él la carne asándose a las brasas.
    -Pues si... –quiso reconocer no demasiado convencido. Pero una columna de humo que se elevaba a la derecha, en un calvero, le hizo afirmar con decisión-: Allí, allí, mi cabo.
    Cipriano se revolvió incómodo.
    -¿Me has de decir tú ahora lo que yo hace rato he descubierto sin necesidad de utilizar la vista?  ¡Y ponte de nuevo el tricornio, coño, que es prenda de mucho respeto para que la uses de abanico como una damisela! Y ahora anda, camina, que a esos delincuentes les va a caer una bien gorda.
    -¿Delincuentes? –Benítez observaba perplejo como su cabo se desmontaba el mosquetón del hombro y avanzaba despacio al abrigo del follaje-. ¿Pero que delincuentes, mi cabo? Esos de ahí deben de ser unos de Gárgoles haciéndose una chuletada.
    A unos pocos pasos Cipriano hincó la rodilla en el suelo. Benítez le imitó. Entre las ramas, a unos cien metros, cuatro hombres charlaban alrededor de unas ascuas. El olor a carne llegaba a los de la Benemérita como una provocación. A Benítez la boca se le hizo agua. Llevaban todo el día de ronda y no habían comido más que un triste bocadillo de mortadela. A Cipriano, en cambio, lo que veía le incendió la cara.
    -Ahí los tienes –bufó cabreado-. Suponía que eran ellos.
    -Pues claro, mi cabo. Dionisio, Desiderio el sacristán, Anastasio el cabrero y ese otro que no recuerdo bien como se llama y que es de Trillo. Gentes de por aquí, todos bien conocidos.
    -En efecto, cuatro delincuentes de cuidado. Les he pillado con las manos en la mesa.
    -Querrá usted decir en la masa, mi cabo.
    La duda de Cipriano no duró ni un segundo. Replicó veloz:
    -¡Tú y tu manía de corregir lo que digo! Si dije en la mesa es en la mesa. ¿No están dispuestos a darse un banquete, avestruz?
    -Claro, claro, mi cabo, perdóneme. Y es por eso que no comprendo de que delito habla usted.
    Cipriano se sentó sobre una piedra.
    -Tan listo que te crees por estudiar en tus horas libres y no eres capaz de entender lo que es claro como el agua. Veamos, hombre, ¿qué día es hoy?
    -¿Hoy? Viernes.
    -Viernes Santo, para ser más exactos –Cogió una ramita del suelo y se hurgó el interior de la oreja derecha. Dejó pasar unos segundos antes de seguir-: No reaccionas. ¿No está prohibido comer carne en Viernes Santo? Pues ahí lo tienes. Ganas tenía yo de pillar a esos cuatro desalmados. Asi que vamos allá, sin hacer ruido. A caer encima de ellos por sorpresa, no sea que nos descubran antes de llegar y se coman en un tris tras toda la carne para hacer desaparecer el cuerpo del delito.
    Y dicho y hecho se puso a reptar al amparo de la arboleda, mosquetón en mano, en dirección al calvero. Benítez, resignado, arrastrándose detrás de él, susurró:
    -Pero por unas pocas chuletas, mi cabo...
    Cipriano apoyó el cuerpo en un codo y se volvió hacia el número:
    -Has de saber, chiquillo, que la gravedad de una falta reside en su intención. Y la esos tipejos es siempre culpable. ¿No ha de esconder mala idea el sacristán? No hay semana que no me gane a los naipes, el cabrón, y eso jugando conmigo huele a chamusquina. ¿Y Dionisio? Cualquier excusa le es buena para trabajar en domingo. Que si se le ha perdido una cabra, que si esa otra va a parir... Mentira siempre. Deseos de tocar los huevos, nada más y nada menos. En cuanto a Anastasio... Ves a su casa, ves. Cuelga de una pared el retrato del Generalísimo y además con dos cirios, como un santo. Mala sangre hay en tanta devoción aparente. No en vano se asegura que por las noches lo pone cabeza abajo. Al otro no lo conozco, pero dime con quien andas y te diré quien eres. Esos cuatro no comen por tener hambre, Benítez, que sería lo normal en estos tiempos, lo hacen por desafío. Y ahora basta de cháchara y a cumplir con nuestro deber. A la carrera y con el mosquetón a punto. ¡Vamos!
    Tomó aire el cabo, sacó pecho y salió de entre los árboles como una exhalación pese a estar sobrado de peso, y lo mismo hizo el número a trancas y barrancas. Cipriano, mientras trotaba a campo través sorteando matorrales, desniveles y pedregales, no paraba de vociferar:
    -¡Alto ahí, con las manos alzadas! ¡Por el Caudillo, que os coso a tiros, coño, si tocais un solo hueso de esa parrilla! ¡Al suelo, al suelo, pecadores sinverguenzas!
    Todos se giraron, asustados al principio, pero luego asombrados de ver a Cipriano acercándose a ellos a toda marcha entre gritos y aspavientos. Pero era tal la inercia de la loca carrera, agravada por sus muchos kilos, que ni esforzándose en frenar pudo hacerlo, de modo que pasó a su lado con la impetuosidad de un vendaval para, unos metros más allá, meter el pie en un hoyo y caer de bruces a tierra.  Siguieron unos instantes de silencio en los que los cuatro hombres se miraron estupefactos sin saber que hacer.
    -¡Redios! –exclamó Desiderio, ya repuesto de la sorpresa-. ¡Menudo trancazo se ha dado el cabo!
    Iban a correr en su auxilio pero ya estaba el cabo incorporándose buscando con mirada sanguínea el mosquetón y el tricornio que había perdido en la caída. Benítez,  junto a él, intentaba sacudir con las manos el polvo que ensuciaba su uniforme. Cipriano rebrincó con mala leche y lo apartó de un empujón.
    -¿Pero que haces, inútil? ¿de criada? ¡Requisa la mercancía, coño, que yo ya me apaño!
    Corrió el subalterno a la parrilla, donde las brasas crepitaban y la grasa derretida se elevaba en un espiral de humo perfumado. A Benítez, hambriento, la idea de desperdiciar aquella carne crujiente y sabrosa le parecía un disparate, un exceso de celo, pero órdenes son órdenes –mil veces se lo había repetido el cabo- y a nada conducía lamentarse.
    -Se acabó el comer –masculló apesadumbrado, procurando dar a su voz el tono más autoritario posible.
    -¿Y eso? –preguntó Anselmo. Y dirigiéndose a Cipriano, que repuesto del tropezón daba vueltas alrededor del fuego, dijo-: Hay para todos, cabo. Sírvanse, sirvanse. Que no se diga que los de Gárgoles somos tacaños con la autoridad.
    -¿Me vas tú a tentar como tentó el demonio a Cristo, desgraciado? ¿Pero que te crees? En situaciones más difíciles que ésta me he encontrado y siempre he salido ansioso. Así que a recoger todo esto.
    -Dirá airoso, mi cabo –le corrigió Benítez.
    Cipriano fulminó con los ojos al número. Le enrabiaban sus enmiendas.
    -Ya vuelves a meterte donde no te llaman, listillo. He dicho ansioso y ansioso es –Vaciló unos segundos antes de explicarse-: Ansioso, con ganas de hacer lo que no debo pero sin hacerlo. Eso es lo que quise decir. ¿O es que te crees que a mi no me apetece una buena merendola? Pero la ley es la ley, y no hay más cojones. ¡Ni un solo bocado en mi presencia!
    -Pero cabo –se aventuró a preguntar Dionisio-, ¿y eso por qué?
    -Porque es Viernes Santo y está prohibido comer carne. Grave pecado. Asi lo manda la Iglesia, brazo derecho del Estado. Enteraos de una puta vez y para el resto de vuestras impresentables vidas. Como mínimo, aparte de llevarmelo todo, os va a caer una multa de dos duros a cada uno. Si no es que a ti, Dionisio, te vuelven a enviar al Valle a picar piedra para las tumbas de los caidos por la patria –Hubo un breve murmullo de protesta que Cipriano acalló con  un “¡Silencio!”-. Lápiz y papel, Benítez, -ordenó-, que es obligado hacer inventario de lo que nos incautamos. Veamos... –Se inclinó sobre la parrilla y con el cañón del mosquetón fue separando las diversas piezas asadas-. Diez chuletas... –Una salivilla incontrolable le fue humedeciendo los labios-, ...doce de pierna... –Las tripas, vacías, sonaron en su vientre como un terremoto-, ...una cabeza partida en dos, un par de riñones... –Le vinieron a la memoria los que guisaba su mujer al jerez-. Todo eso de cordero. Además tres somarros de cerdo...  ¿Vas apuntando, Benítez?
    -Si, mi cabo, lo último tres somarros de cerdo...
    -¿Todo esto os ibais a comer, capullos? –preguntó con más envidia que reproche. Sus ojos se posaron en una carne que desconocía, roja y apetitosa-. ¿Y esto que es?
    -Gallo, cabo, preparado por la Flora –quiso explicarle Desidero-. Dos días en adobo y...
    -¡Cierra la boca! –Pinchó un trozo con el tronco de una ramita y lo husmeó despacio-. Siempre me ha gustado el adobo... Lástima que sea Viernes Santo, porque esto mañana sólo servirá para los perros.
    -Pura delicia, cabo, un manjar de dioses –continuó Desiderio, zalamero-. No sea asi, hombre, y pruebe un poco... Total, ¿quién se va enterar...?
    -¿Has dicho gallo en adobo? –Lo olfateó de nuevo-. Con gusto lo probaría, no por comerlo, que eso ni hablar, si no para apreciar su sabor y explicarle a mi mujer la receta. ¿Cómo has dicho que se hace?
    -Se trocea y deshuesa bien y se cubre con aceite, romero, pimienta y unos dientes de ajo, como mínimo dos noches a la serena Asi la carne pierde su firmeza y se vuelve tierna, muy jugosa, tanto que ni las brasas la resecan. Ese pedazo que usted tiene es el mejor, se nota enseguida. Buen ojo tiene usted, cabo.
    -¡Bah!, me gusta la buena mesa... Pero no, puñeta, que los de la Benemérita hemos de dar ejemplo. Sigue apuntando, Benítez... Unos, dos, cinco, nueve, once cachos de gallo..., en adobo.... ¡Joder, bien lo dices Desiderio, un plato digno de cardenales!
    -Tomo nota, mi cabo. Once de gallo... –A Benítez se le iluminó el rostro. Conocía las debilidades de su superior: el mus, un cigarro de vez en cuando, hincharse la panza a reventar. Pero también era conocedor de sus escrúpulos. Albergaba la esperanza de haber hallado la forma de vencerlos -. ¿Sabía usted que el gallo también es un pez?
    -No lo sabía –contestó indiferente.
    -Parecido a un lenguado. ¿Ha visto usted lenguados?
    -Si, alguno. ¿Y con eso que me quieres contar?
    -Leí en algún sitio, o me enseñaron, que si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo... De lo que se desprende que en la de gallo está también el pescado. Palabra de Platón, en el Cratilo.
    Cipriano frunció el entrecejo. Así estuvo un buen rato, intentando encontrar el sentido al jeroglífico. Al final llegó a la conclusión de que no había entendido casi nada pero sí lo suficiente.
    -¿De modo que un gallo tanto puede ser carne como pescado?
    -En efecto, mi cabo.
    -O lo que es lo mismo, que según se mire no es una cosa ni otra, ¿verdad? Como un caracol.
    -Podría ser, sí señor. Una estupenda forma de interpretar la cuestión.
    Cipriano se rascó el mentón, dubitativo. Luego miró a Benítez con ternura. “Indudablemente los estudios sirven para algo”, pensó. Y con ademán magnánimo ofreció a su subalterno el trozo de gallo pinchado en el palo.
    -Come, que estás hecho un fideo –le ordenó-. Y vosotros también. Después de mí, claro -Y cogió el pedazo más grande y más hermoso-. Pero ni una sola costilla, ¿eh? Que la ley tiene resquicios para burlarla con honor pero no boquetes por los que pueda pasar un cordero entero.
    Nunca imaginó Cipriano que el poder de la palabra y de los nombres pudiese ser tan grande.  “Mañana deberé comprarme un diccionario”, se dijo. Y tumbado sobre la hierba, ya satisfecho el estómago, se cubrió los ojos con el tricornio para echarse la siesta.


Ramón Cabrera Naveiras



Segundo premio Concurso nacional de Cartas de Amor Puertollano 2006
Segundo premio Concurso Cartas de Amor de Quiroga (Lugo) 2006
Primer premio Concurso cartas de amor de Gines (Sevilla) 2006
Mención especial Concurso de cartas de amor de Dos Hermanas (Sevilla) 2006
Accésit Concurso de cartas de amor de Roquetas de Mar 2009 (Almería)




AL ALBA



Mi querido:
Separados como estamos, ¿qué sería ahora de mí, vida mía, si entre las muchas cosas buenas que tuviste la paciencia de enseñarme no hubiera aprendido también a leer y escribir? ¿Cómo podría, en estos instantes, si no es a través de la escritura, expresar todo lo que siento, la extraña calma que me invade despues de tantas horas, tantos días, tantas semanas de espantosa incertidumbre? ¿Recuerdas los poemas de Ibn Saud que a escondidas me leías? Hablaban de amor. Verso a verso comenzamos a amarnos en secreto. Verso a verso, con tu ayuda,  fui entendiendo el misterio de los signos impresos en el libro. Con sorpresa, o tal vez con temor, descubrí la vida que escondían. ¡Cuánto debo agradecerte! Guiada por tí, colmada por tus besos y caricias mi alma se abrió a un mundo nuevo que ignoraba. Me adentré en él con parecida intensidad con la que por fin, ya impacientes los cuerpos, se alzó al cielo tu carne y la mía tembló por tu ternura. Pero siempre ocultos, mi amado, como dos ladrones, porque en esta desgraciada tierra que es la nuestra no existe la palabra libertad. Alguien, en nombre de un Dios que no venero, la borró del diccionario. Humillada, sometida como tantas de nosotras, tuve que conocerte para saber de ella y de sus dulces frutos, ahora convertidos en el más amargo de los bienes. Pero no lamentes mi dolor. Un solo minuto contigo compensa la peor de las condenas. Incluso sin estar ahora junto a mí es tu mano, conduciendo la mía como siempre, la que me concede la dicha de escribirte esta carta de amor desesperado.
Hoy es el día. Al alba, acabada la plegaria, cuando la tenue claridad apenas permite distinguir los rostros, seré llevada al lugar de ejecución. Hombres en cuyos semblantes anidan la rabia y el desprecio cavarán para la que acusan de adúltera un hoyo en la arena. Allá seré enterrada por encima de la cintura. Ni una queja, ni el murmullo de un rezo, ni la más debil súplica llegará a oídos de mis verdugos. Por el contrario, orgullosa sostendré sus miradas de odio. Yo voy a morir por amor y por ser digna. Por amor a ti, libre amor elegido. ¿Hay satisfacción mas grande que esa?        
En la larga soledad de mi encierro he querido convencerme a mi misma de la inmensidad del pecado cometido. Justificar la pena y el castigo de algún modo. No me ha sido posible. Si es delito amar, como yo te amo, mil veces, de nacer mil veces, cometería el mismo crimen sin la menor sombra de culpa. Me iré resignada, pues, a los prados verdes y tiernos del paraíso porque este mundo en el que vivo, ya lo sé, no puede ser el mio. No puede serlo si, por ser mujer, he de esconder como una apestada mis rasgos a la luz del día; si pactos de conveniencia, y no de sentimiento, han de atar mi futuro a un hombre que no quiero; si la ignorancia ha de ser mi única cultura y por ser esclava en todo, en todo he de aceptar lo inaceptable. Al alba, amor, enterrada por debajo del pecho, alguien lanzará la primera piedra contra mí. Pido a Dios, si es que Dios existe, que seas tú el que lo haga. Ven, amado, y haz que no sea larga mi agonía. No ha de temblar tu pulso, sé certero para que nadie más mancille la piel que sólo es tuya, esta frente que guarda tus recuerdos, los labios que besaste, estos ojos que van a cerrarse para siempre. Al alba, amor, has de ser tú el que me hiera y que me mate porque fuiste tú quien, ya mujer, mujer de verdad me hiciste. Ya falta poco. Oigo desde aqui como en la mezquita llaman a la oración de la mañana. Pero aún está oscuro. Al alba, amor, al alba. Manos compasivas y piadosas van a hacer que te lleguen estas líneas. No me faltes. Sí, tengo miedo.
                                                              Tuya, Adama
                                                              Kaduna (Norte de Nigeria), abril de 2005

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Finalista certamen internacional de relatos de Guardo 2010 (Palencia)

Segundo premio certamen de relatos Fuente del Rincón 2010 (Higueruela, Albacete)

Ramón Cabrera Naveiras

LA LUNA DE LOS NIÑOS HUÉRFANOS
    

     Extiendo un plano de España sobre la mesa del comedor.
     -¿Ves? –le digo a mi nieto señándole un lugar-. Nosotros estamos aquí, en Santander, y tus padres están allá –y le indico otro-, que se llama Cadiz. Papá y mamá, que son médicos, tuvieron que ir a un congreso. Pero volverán pronto.
     El chico observa pensativo el mapa y recorre con el dedo la distancia que separa ambas ciudades.
     -Están muy cerca la una de la otra -me dice-. ¿Por que no vamos a verles?
     -¡Oh, no! Sólo lo parece. Se necesita un día entero, o más, para llegar, si vas en coche. ¿Tú has estado en Comillas, verdad? Donde vive tu tio –Afirma con la cabeza-. Pues fíjate, esto es Santander y ese puntito Comillas. ¿Cuánto tardas en recorrer esa distancia los días que vais a visitarle? Casi dos horas entre pitos y flautas, ¿no? Pues compara con Cadiz.
     Suspira resignado.
     -Entonces ir a la Luna está más cerca.
     Le miro sorprendido.
     -¿A la Luna?
     -Si. Dime, abuelo, donde está la Luna en este papel.
     -Aquí no sale. Esto es un mapa de la Tierra, y la Luna no está en la Tierra, si no en el cielo. A la Luna no se puede viajar. Bueno, alguno lo ha hecho, pero en cohete, y nosotros no tenemos de eso. Además, ¿para que ir? Alli no vive nadie, no se puede respirar, y no hay árboles, ni ríos, ni nada de nada. Nos aburriríamos.
     Alza sus ojos hacia mi y me reprocha muy serio:
     -Dices mentiras, abuelo.
     No puedo dejar de sonreir.
     -¿De donde sacas que miento? ¿Acaso has estado tú en la Luna, muchachito, para hacer esta afirmación?
     Aparta el mapa a un lado, decepcionado, como tantas veces le he visto hacer con juguetes que ya le aburren. Permanece así unos instantes hasta que se levanta y se dirige a la ventana. Es una noche de julio, calurosa, y la Luna, por la ventana abierta de par en par, resplandece, redonda y amarilla, sobre el campanario de la iglesia. Mi nieto se queda embobado mirándola. Yo, por detrás, me acerco a él, y le acaricio los cabellos. Enseguida le rodeo con mis brazos, apoyo el mentón en su cabecita y, en silencio, trato de adivinar sus pensamientos. Pero yo soy muy mayor, y el es un niño, y no es probable que nuestras reflexiones coincidan. Hace mucho que, desgraciadamente, prescindí de los sueños y me volví escéptico a las fantasias. Él ahora, en cambio, vive de pleno ese espacio paralelo. Por eso no me asombro cuando asegura:
     -Muchas noches voy alli –y me señala la Luna.
     -¡Ah! ¿De verdad? ¿Y como vas?
     Se vuelve hacia mi y me observa con sus ojos grandes y azules. Luego se encoge de hombros.
     -No lo sé. Pero estoy sentado en una piedra muy grande. Estoy solo al principio, pero enseguida llegan otros niños a hacerme compañía.
     -Que niños. ¿Amiguitos tuyos?
     -No los conozco. Son niños que no tienen papás ni mamás. Se sientan a mi lado.
     -¿Niños huérfanos? ¿Y de que hablais?
     -De nada. Los niños huérfanos hablan poco.
     -Lo comprendo –le digo-. Es muy triste estar sin papás ni mamás.
     -Bueno, hay días en que no paran… Miramos juntos el mundo desde allá arriba. Cuando es la hora nos da pena bajar de la roca y regresar.
     -¿Pena? ¿Y eso? Tú, muchachito, ¿que quieres hacer siempre allá arriba? ¿No te gusta estar aquí?   
     -Si, pero en la Luna más. Hay una flor. Una flor muy bonita a la que hay que cuidar para que no se la coma el cordero. Los niños huérfanos la quieren mucho. ¿No la ves brillar?
     -¿A la flor?
     -Claro.
     Realmente, mi nieto tiene una imaginación prodigiosa. Me fijo en la Luna pero, por supuesto, no soy capaz de distinguir nada más que un circulo dorado, ahora parcialmente cubierto de nubes.
     -¿Dónde? No, no la veo.
     -Abuelo, abuelo, que te estás quedando sin vista. Allí, allí, a la derecha –y extiende el brazo para precisarme con el índice el sitio exacto. Y añade-: El principito nos tiene encargado que la protejamos. Sólo hay esa flor y es muy delicada. Hay que limpiar además la Luna de baobabs para que no crezcan y la dejen a oscuras. La flor necesita mucha luz para vivir. Y también tenemos que vigilar al cordero, que siempre está hambriento...
     -¿Un principe dices? ¿Vive un principe en la Luna?
     Mi nieto me mira asombrado, como si hubiera dicho la mayor estupidez.
     -¿Ya no te acuerdas del principito, abuelo? Una vez me leiste algo sobre él y nos hicimos muy amigos.
     Recapacito y sí, recuerdo que meses atrás le leí algunas páginas del cuento de Saint Exupery.
     -Tienes razón, pero no sabía que viviese en la Luna.
     -Es que no vive alli –me responde muy serio.- Nos visita algunos días. Nosotros, durante la espera, regamos y mimamos la flor para que no marchite. Y mantenemos alejado al cordero, no vaya a comérsela. La flor nos lo agradece y nos sonrie. Y los niños huérfanos son felices porque entienden que son responsables de su vida y que ella les corresponde con sus hermosos colores y su aroma. ¡Ünicamente tienen eso, pero es tanto para quien no tiene nada!
     Me conmuevo. Los hombres hemos olvidado que una sola gota de agua puede calmar la sed en el desierto. Necesitamos que nos lo recuerden los niños. Y aun asi procuramos que la memoria sea flaca para llenar sin remordimientos los aljibes de nuestro egoismo. Y me cuestiono si mi nieto no se sentirá solo con las continuas ausencias de sus padres por motivos profesionales, si mi compañía no le es suficiente, al no haber sabido darle el afecto necesario, y que por ello necesita viajar a la Luna con sus amigos huérfanos para que allá, contemplando el mundo con tristeza, el principito les hable de amor y fidelidad.
     Le acuesto esa noche con más ternura de la habitual. Le arropo. Le vigilo hasta que el cansancio le vence. Luego, en mi biblioteca, rescato el libro de Saint Exupery, que abro al azar. “Lo esencial es invisible a los ojos”, le dice el zorro al principito. A los ojos del hombre, me digo, no a los ojos de los niños. Éstos miran con el corazón. Vuelvo a la ventana con el precioso cuento bajo el brazo. La luna se me aparece ahora más misteriosa que nunca. Pero no veo en ella nada más que el satélite que me ha acompañado durante todas las noches de mi vida de adulto: una masa de piedra muerta dando vueltas alrededor de la Tierra. Y me apena haber perdido la mirada de la infancia.
     Me duermo al cabo de mucho rato. Mal y poco porque a primeras horas de la madrugada me desvelo con la sensación de haber tenido un sueño extraño cuyo contenido se me desvanece al instante. Intento recuperarlo sin éxito. Opto por levantarme e ir a la cocina a por un vaso de agua. Camino por el pasillo y al pasar por delante del dormitorio de mi nieto observo que la puerta no está entornada, como la suelo dejar, si no abierta del todo. La luz de la mesita de noche permanece encendida pero la cama aparece revuelta, con la sabana por los suelos. Cuando me acerco compruebo alarmado que mi nieto no está. Le llamo por la casa sin obtener respuesta. Un impulso desconocido me empuja entonces hacia la ventana donde antes estuvimos observando la Luna. Ya no está enfrente, si no algo a la derecha, tal vez más pálida, con el circulo menos perfecto pero todavía muy visible. Y en un rincón, amarrada a la tierra con tenacidad, la flor se yergue bella y solitaria. La adornan un leve celaje de polen plateado y múltiples pétalos con los más variados colores y tonalidades. No me sorprendo. Porque de pronto sé que no me he despertado, sino que sigo dormido. Y que por un milagro he rescatado el sueño y dentro de él regreso a mi niñez olvidada. No descubro por parte alguna a mi nieto y a los muchachitos huérfanos. Se me ocurre pensar entonces que muy probablemente estarán ocupados en encerrar al cordero y en podar los baboabs que amenazan a la flor. ¡Se necesitan tanto los niños y ella! Decido esperarles. Me siento, pues, en una silla, apoyo los brazos cruzados en el alféizar, y sonrío al cielo, tranquilo y satisfecho por ser durante unos instantes un niño como ellos.


Segundo premio


Certamen literario “Villa de Medellín 2005” (Badajoz)


Ramón Cabrera Naveiras




               Le agradezco que mi libro le haya

                                                                inspirado este relato
                                                             (C.J. Cela, Premio Nobel)

 

EL VIAJERO DE LA ALCARRIA

La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la
gana ir” De Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.

 

“Unos niños que están sentados en una cerca miran para el viajero…”

     Esto es lo que escribió el viajero.
     Luce el sol sobre Gárgoles. Andrés, con otros muchachos de su edad, baja corriendo por los pinos, estrechos y mal trazados senderos de la loma, entre tapias de adobe y viejas casas de pueblo. Sudorosos, inquietos por la curiosidad, todos se sientan en silencio a la sombra que ofrece la pared de una cueva. Desde allí pueden ver al desconocido que al otro lado de la calle se afeita, sin prisas, delante de un pequeño espejo que cuelga de un clavo en la puerta misma del parador. Es alto, delgado, de rostro triangular y frente amplia y despejada. Lleva los cabellos hacia atrás y están revueltos, como si a lo sumo se los hubiese peinado con los dedos. Va en camisa y los pantalones, anchos, grises, le cuelgan largos y arrugados.

 

“Por el espejo ve que lo contemplan, de lejos, quince o veinte personas…”

     Esto también lo escribió el viajero a su regreso.
     Lo que hace en realidad -la navaja en la mano, las mejillas, la barba, el cuello, la boca cubiertos de espuma de jabón- es girarse a mirar a sus espaldas. Sus ojos brillan y observan con fijeza, como si estuviese enojado. Pero es que sus pupilas son negras, algo fieras, muy hondas. Luego sigue con lo suyo: moja la navaja en un pequeño recipiente de barro lleno de agua y la hace resbalar por el mentón mientras levanta la cabeza y frunce los labios. Nadie sabe quién es, de donde viene, a donde va, y mucho menos que asuntos le detienen en el pueblo. Gárgoles es un pueblo huertano con unas pocas casas que trepan la costana y una iglesia grande, cuadrada, en cuyo campanario anidan las palomas. Y el río a sus pies. Nada más y nada menos, pero seguramente poca cosa para despertar la atención de los viajeros.
     Mariano, el de Ruguilla, aparece por el zaguán tirando de dos mulas. Saluda al desconocido con un levísimo movimiento de cabeza y, paso a paso, se pierde con las bestias a la vuelta de una esquina. Durante largo rato resuenan los cascos herrados sobre los guijarros de la calle. Andrés, apoyado en el muro, levanta el brazo derecho, extiende el dedo índice, apunta cerrando el ojo izquierdo y hace ademán de disparar contra las golondrinas que entran y salen libremente del parador.
     -¡Bang!
     Los pájaros revolotean asustados salpicando el aire de manchas blanquinegras. Andrés los persigue con el dedo y continúa disparando hasta que en la línea de tiro aparece el viajero, que seca su cara con una toalla de hilo. Es como si lo tocara, como si lo tuviera a su merced, como si pudiera hacer con él lo que le viniera en gana. El dedo es más grande que el hombre, parece más grande, y el hombre más chico, verdaderamente indefenso ante la amenaza de aquel índice tieso y agresivo.
     Andrés no dispara. Nunca lo haría contra el viajero, cuya mirada, presiente, es espejo de lejanos paisajes, de Sevilla por ejemplo, que hace tiempo abandonaron él y sus padres para instalarse en Villa Rosada y de la que añora las risas de los amigos, el bullicio, las travesuras, aquellas carreras por el patio del colegio; quizá también de El Hierro, donde tanto tiempo vivió con su madre y su abuelo, sueño de piedra perdido en el Atlántico, nido de tempestades y calmas que aún parecen animar el ritmo de su corazón. No, Andrés no ha disparado. Disparar hubiese sido lo mismo que atentar contra la posibilidad de compartir con alguien sus mejores recuerdos.
     Detrás de él, sobre el terraplén que conforma la entrada de la cueva, Cipriano, el cabo de la Benemérita, le sonríe. Tiene la cara perlada de sudor y resopla como un buey. Parece que sea su bigote enorme y negro, como un cepillo tapándole la mitad de la boca, el que hable.
    -No le has dado -dice, y su sonrisa se convierte en risotada que convulsiona su panza opulenta. A continuación añade-: Haces bien en no fiarte de los desconocidos. Por aquí andan pocos y los que hay nunca se sabe qué buscan.

 

“Las puertas del parador no se cierran jamás…”

     El cabo Cipriano se lamenta de que la gente sea tan confiada y no cierre puertas y corra los cerrojos.
     -Puerta abierta, mala de guardar -manifiesta, aunque no esté seguro de que el dicho sea así, tan simple y estúpido.
     Andrés, sin embargo, opina que el viajero no es un viajero cualquiera. Considera, muy convencido, aunque no tiene motivos, que debería tener entrada libre en todas las casas, igual que las golondrinas en los desvanes, trasteros y zaguanes, y que al caer la tarde bueno sería invitarle a las cuevas a un vaso de vino y unas chuletas para, alrededor de la lumbre, mientras la noche se extiende sobre Gárgoles, escuchar de sus labios historias viejas, relatos de otros caminos y otros pueblos, secretos escondidos en arcones y baúles.
    -¿Qué tal tu padre, el general?
    El cabo Cipriano, junto a Andrés, apoya su brazo izquierdo sobre los hombros del muchacho. La mano del otro sujeta la correa del mosquetón, que le cuelga a un lado. El cabo Cipriano no espera ninguna respuesta a su pregunta. El general vive recluido en sus habitaciones del tercer piso de Villa Rosada, un caserón restaurado en lo alto del Cerrajón del que nunca se le ha visto salir desde que, hará unos seis meses, se estableció en el pueblo de improviso. Se dice que está enfermo pero, comentarios dichos a media voz y con miedo, que todos se apresuran a olvidar, apuntan razones más oscuras para ese encierro incomprensible. Porque, además, el general no recibe a nadie, o a casi nadie. El párroco de Gárgoles y una monja macilenta del convento de clausura de Cifuentes son las únicas personas que, fuera del círculo familiar, tienen permiso de visita. Son visitas nocturnas, misteriosas, de las que nada trasciende. Para el cabo Cipriano, que conoce todo eso, el padre de Andrés es fuente de innumerables preocupaciones que asume, no obstante, con gusto y disciplina, sin cuestionarse nada, sin sacar conclusiones, no en vano el general es militar de relieve, héroe de la Cruzada y, se rumorea, íntimo amigo del Caudillo. El cabo Cipriano protege y respeta su silencio y su secreto.
     El viajero, que ya se ha afeitado, limpia la navaja y la brocha y las guarda en el morral. Debe de ser más de la una y el sol calienta de lo lindo. Los curiosos, poco a poco, azuzados por el hambre o la calor, se han ido dispersando. Un galgo negro lame el agua jabonosa que el viajero ha vaciado del cuenco de barro, enseña los dientes en una mueca de asco y da media vuelta en busca de frescura entre los muros del parador. El cabo Cipriano, resoplando, se ha acercado al viajero. Su obligación es hacer que los extraños dejen de serlo, y más que nunca ahora que el general vive en Villa Rosada. Le pide la documentación, la examina, se la devuelve, le pregunta algunas cosas, se entera que es escritor aunque no entiende muy bien de qué ni para qué, le saluda y se va. Andrés ve cómo atraviesa la carretera, seguido por su pareja, cruza el río, pasa cerca de Santa Lucía y sube la cuesta del Cerrajón para, cumpliendo uno de sus deberes en la ronda diaria desde Trillo, presentar sus respetos al general.

“El viajero entra en el comedor, una habitación cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas vigas de castaño al aire…”
     Andrés, aunque el viajero no lo mencione, también entra en el comedor y se sienta en una mesa, no muy lejos de la del desconocido. Hasta él llega el olor a ajo de la sopa, de color rojizo por el pimentón. Del plato se eleva una espiral de humo que obliga al viajero a alejar el rostro, a remover el líquido ardiente con la cuchara para enfriarlo, a probar un sorbo con cuidado. La criada sirve un refresco a Andrés, como siempre que el chico se deja caer por el parador, charla con él brevemente, muy seria, y se aleja hacia la cocina. Antes espanta con la mano dos moscas que revolotean alrededor de su nariz.
     -¿Cómo te llamas, niño?
     El viajero ha optado por dejar que la sopa alcance por sí sola la temperatura adecuada. No hay nadie más en el comedor y hace rato que ha sorprendido la persistente atención del muchacho a cada uno de sus gestos.
     -Andrés.
     -¡Ah!
     -Andrés Gil de León.
     El viajero, que es hombre letrado, advierte enseguida que ese apellido no es de la Alcarria. Además le suena de algún lado.
     -¿De donde eres?
     -De Tenerife. Pero mi padre es de Madrid. Mi padre es el general.
     -¿Qué general?
     Andrés se encoge de hombros y repite:
     -Pues eso..., el general.
     -¿Un general de verdad, de los de estrella de cuatro puntas?
     -¡Claro!      
     -¿Y vivís en Gárgoles? ¿También el general?
     El viajero adivina una buena noticia para el libro que quiere escribir. Esperaba, cuando salió de Madrid, cualquier cosa en este viaje menos cruzarse con un general. Un general, como mínimo, ocupará dos páginas, dos páginas que podrían ser jugosas. Un general, ya se sabe, da para mucho.
     -Sí. Con mi madre y Genoveva.
     -¿No tienes hermanos?
     -No.
     -¿Y te gusta este sitio?
     Andrés permanece pensativo.
     -El general -contesta-, dijo un día a mi madre que debíamos mudarnos a Villa Rosada. Villa Rosada es mi casa, la que está ahí arriba -y señala una pared cualquiera.
     Al viajero, que ha aprendido a leer detrás de las palabras, no se le esconde que al muchacho no le agrada demasiado aquella tierra, que en Villa Rosada es el general quien decide y que sus órdenes no admiten discusión. Porque Gil de León, por fin lo recuerda, es un tipo duro y de cuidado.
     -¿Andrés Gil de León, dijiste? ¿Es tu padre el general de Africa? -al viajero no le importa ser curioso, aunque como Merceditas en Brihuega, alguien se le espante. Los libros no son más que un cúmulo de curiosidades de sus autores y él va a escribir uno de sus andanzas por la Alcarria. Pero no parece que a Andrés le importune demasiado el interrogatorio-. ¿Podría charlar con tu padre?

“El galgo negro lo mira con atención y ni se mueve...”
     A Andrés, años después, le hizo gracia leer esa frase impresa. Porque lo cierto es que es él quien mira al viajero con los ojos muy abiertos, sorprendido por la pregunta, sin atreverse a hacer otra cosa que contemplar como aparta el plato de sopa vacío y lo sustituye por otro que contiene una tortilla de escabeche. Finalmente se le escapa un no tímido e indeciso.
     -¿No?
     -El general está enfermo y no recibe.
     -¿A nadie?
     Andrés vacila antes de responder:
     -Únicamente al señor cura y a una monja de Cifuentes. Y a mi madre también. Yo no le veo nunca.
     Al viajero la voz de Andrés le suena triste, como el tañido de una campana abriéndose paso a través de la niebla. Piensa el viajero, sin embargo, que seguramente la tristeza no esté en la voz, o no del todo en ella, si no en el niño que le habla y que le observa. La tristeza de un niño impregna cuanto alcanza. Y, sin saber por qué, lo supone perdido en la Alcarria, perdido en su propia casa, perdido entre los suyos, lo que es, sin duda, la peor de las perdiciones. Al viajero, de pronto, Andrés le produce una pena infinita.
     -Alguna vez sí que le verás, supongo. A los padres siempre les gusta charlar con los hijos.
     -Antes, cuando vivíamos en Sevilla, recuerdo que le veía un poquito. Ahora nunca. Mi madre dice que no le conviene.
     - Bueno, si tu madre lo dice... -admite el viajero sin convicción-. La debes querer mucho, ¿no?
     -¿Ha estado usted en El Hierro?
     Al viajero esta pregunta inesperada le deja en suspenso. Es como tirar de un hilo y averiguar, así de repente, que se ha desprendido de la madeja.
     -Pues no, la verdad. ¿Y tu?
     A Andrés se le escapa un gesto de decepción al creer descubrir que aquel hombre es menos viajero de lo que suponía. Y entonces no le interroga, como también quería hacer, sobre Sevilla, ni le pregunta por su colegio y por los compañeros a los que no sabe cuándo volverá a ver. Sólo le dice, con nostalgia:
     -Sí. Mi madre es de allí. Y mi abuelo también.
     -Bonito lugar, ¿no?
     -Lo pasaba muy bien. Iba a pescar y mamá hacía collares con las conchas que encontrábamos en la playa -Andrés apoya la cabeza entre las manos, observa fijamente al viajero y le pregunta-:  Señor, ¿y el mar? ¿Sabe usted donde está el mar?
     -Muy lejos, muchacho, muy lejos.
     Andrés suspira y calla. En el breve silencio que sigue el viajero se arrepiente de lo que ha dicho. Porque le hubiera sido fácil contentar al niño, poner el mar, todo el mar y la isla entera de El Hierro entre sus manos infantiles y, en cambio, lo único que supo hacer es lo contrario: provocar que en la mirada de Andrés asomen dos minúsculas lágrimas que a duras penas el muchacho es capaz de contener.

“El viajero, después de comer, se suelta las botas, pone el morral por almohada, se emboza con su manta y se echa a dormir en el suelo...”
     Así está escrito, pero así no fue como ocurrió. El viajero no duerme, medita acerca de la soledad en el claroscuro silencioso del zaguán del parador, cuando ya el mediodía se inclina hacia la tarde y el pueblo se ha amadrigado bajo el sopor de la siesta. La soledad de los niños, se dice, es una vergüenza en la conciencia de los mayores, es la alegría amordazada. El viajero imagina a Andrés, el niño, detrás de alguna de las ventanas del caserón que se levanta sobre la colina, en la otra vertiente del valle: lo ve con la nariz y la frente pegadas a los cristales y la mirada triste muy abierta hacia una tierra extraña que alimenta en su corazón la amarga semilla de la añoranza. Las nubes pasan delante suyo, tal vez también un pájaro que emigra; el viento, siempre peregrino, va y viene entre los árboles mientras el río, en la hondonada, se persigue incansable a sí mismo; por la carretera el destartalado autobús de Floravilla desaparece en una curva. En Villa Rosada, sin embargo, el tiempo y el espacio se han detenido porque desde ella no hay caminos que conduzcan a parte alguna. Villa Rosada es una jaula de piedra en la que Andrés desgrana minutos que le saben a desesperanza. Pero la culpa no es de la tierra, nunca lo es, se dice el viajero, si no de los seres que la habitan. Y ante sus ojos, que el cansancio y el calor mantienen en una relajante lasitud, semicerrados, se le aparece la figura del general, autoritario, distante, frío y silencioso, y la de la madre de Andrés, una sombra confusa y sometida. De alguna manera, por algún motivo, han abierto un foso que los separa y distancia de su hijo.

“Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo...”
     La carretera pasa justo por debajo del Cerrajón. Muy arriba, encima de la colina, Villa Rosada se perfila contra un cielo azul y claro. El viajero, apartándose un poco de su ruta, decide acercarse hasta la casa. Por el camino, que es duro y difícil, se cruza con un hombre que carga un saco a sus espaldas.
     -Hace calor, ¿eh?
     -Lo hace, sí señor.
     Ambos se detienen y se miran. El viajero se seca el sudor de la frente con el brazo. Pregunta, señalando la casa:
     -¿Vive alguien ahi?         
     El hombre deja el saco en el suelo y se sienta encima.
     -Se nota que es usted forastero -responde con suspicacia-. Y de lejos. Si fuese de por aquí sabría que es la residencia del general. Todos lo saben.
     El viajero simula haberlo olvidado.
     -¡Ah, claro! El padre de Andrés, ¿no?
     -Sí señor, el padre de Andrés.
     -Buen chico. Le conocí en el parador. ¿Me podría usted decir...?
     -Depende.

“La gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás algunos un poco huraños...”
     Escasa información ha conseguido el viajero del hombre que ahora baja la cuesta y que de vez en cuando se gira para observarle. Que las actuales campanas de la iglesia son un regalo del general; que él no le ha visto nunca pero sabe de sus méritos; que si está enfermo es por España, por las penalidades de la guerra, por su vida de sacrificios para salvar a la patria; que a lo mejor se cuentan cosas pero que él duda de todas y que prefiere, como Santo Tomás, Dios le perdone, no creer en nada que sus sentidos no hayan comprobado.
     -Además -ha añadido para terminar, mosqueado por la insistencia del viajero y echando a caminar-, aunque yo sea de tierra adentro he oído decir que por la boca muere el pez.
     El viajero presiente que la hosquedad de los naturales de Gárgoles no es innata, sino impuesta. El general es una losa bajo la que ha quedado sepultado todo el pueblo. Pero en su cuaderno de notas apunta huraños, sin explicar causas ni motivos. Ésa es la palabra que pondrá en el libro. Ni quiere perjudicar ni meterse en líos. Otros vendrán, tal vez, con la verdad por delante.  
     El sendero, que sigue subiendo, se bifurca a la izquierda. Como no va a entrar en Villa Rosada, aunque se encuentra a dos pasos, duda entre tomar ese desvío o regresar a Gárgoles y seguir la carretera hasta Trillo. Opta por lo primero y para hacer más agradable el trayecto se agacha, arranca de la tierra seca unas ramitas de espliego que acerca a su nariz, huele y luego coloca con cuidado sobre su oreja derecha. En ese momento oye que le llaman:
     -¡Señor! ¡Señor!
     Es Andrés, asomado al murete de piedra que cierra de un extremo a otro el porche de Villa Rosada. La tarde es limpia, de una serenidad agobiante, y la voz del niño llega hasta el viajero con absoluta claridad. Tiene los brazos alzados y los mueve en un espontáneo ademán de amistosa despedida. El viajero sonríe y le devuelve el saludo. Andrés pregunta:
     -¿Me diría usted su nombre?
     -¡Faltaría más! Camilo, me llamo Camilo.
     -Yo, Andrés.
     -Lo sé, me lo dijiste antes -y se le ocurre añadir-: ¿Sabes? Sí que he estado en El Hierro. Lo había olvidado.
     -¡Oh! ¿Volverá usted alguna vez?
     El viajero no acierta con la respuesta. Y es el muchacho quien asegura:
     -Yo seré escritor. Usted lo es, ¿verdad?
     -Bueno, más o menos.
     -Cuando sea mayor escribiré un libro sobre mi padre. Un libro de muchas hojas.
     El viajero, mientras se aleja de Villa Rosada, piensa que a lo mejor el oficio de escritor no es el más adecuado, que para encontrar la felicidad, el sentido de la vida, no son muchas las palabras necesarias. A menudo basta con una o dos. El general, seguro, es dueño de las pocas que a Andrés le hacen falta. Entonces detiene el paso, se gira y alza la vista hacia la casa. Y grita:
     -¿Ves el río que corre por el valle? Síguelo un día, sin apartarte de su curso. El te llevará al mar. Y en el mar siempre habrá un amigo que te espere.
     El viajero aguarda unos segundos. Andrés, bajo el porche de Villa Rosada, no se mueve. Quizá no le haya oído. O quizá sí, y sonría feliz por vez primera en mucho tiempo. El viajero no repite lo que ha dicho. Da media vuelta y sigue su camino. Gárgoles queda a sus espaldas.
     
Nota del autor: Las frases entrecomilladas pertenecen al libro “Viaje a la Alcarria” de CJC.           

     Ramón Cabrera Naveiras   
          

                                                        

EL AGUA DEL SAHEL

 

 


    La vieja, en cuclillas, observa pensativa las dos lineas paralelas que ha trazado en la arena.

Al cabo de un rato apoya la frente sobre ellas y murmura unas palabras que Njiain no alcanza a

entender. Pero sí puede oir su respiración agitada y darse perfecta cuenta del leve temblor de

su cuerpo. Es anciana, muy anciana. Nadie sabe sus años. Cien, doscientos, tal vez más.

Domina la magia y nadie duda de que es capaz de comunicarse con los seres malignos

portadores de enfermedades y desgracias que habitan allá donde la luz nunca llega.

    La mujer extiende sobre los dos surcos, cruzándolos, la piel seca de un áspid que agarra

por uno de sus extremos con la mano izquierda. La otra, entre cuyos dedos brilla la hoja de un

cuchillo, la esconde a su espalda. Lentamente recorre con su lengua el pellejo en un largo

beso lascivo. Un rastro de saliva humedece las escamas polvorientas del reptil. Todos saben

que muchas serpientes venenosas son el disfraz tras el que a menudo se ocultan de la

claridad, para atacar con una dentellada repentina y mortal, los moradores de lo oscuro.  Njiain

ha de confíar en la hechicera, en sus poderes, en la sabiduria que acumula tras tantos años de

vida. La observa en silencio, respetuoso, acurrucado en un rincón de la choza, atento a cada

uno de sus movimientos impregnados de misterio. Cree entender que ese beso es un acto de

sumisión previo a la rogativa por la salud de Eirhuna. Por eso se alarma cuando, con la

velocidad del rayo, la mano oculta de la vieja clava el cuchillo en la piel del áspid y la cubre con

arena. De sus labios escapan extraños silbidos y un hilo de baba que le recorre el mentón. De

pronto se retuerce, gime, extravia la mirada, se desploma y hunde el rostro en el suelo. Nada

en ella se mueve durante unos minutos que a Njiain le resultan eternos. Teme que esté muerta,

que los demonios agazapados hayan sido mas fuertes que sus sortilegios y que Eirhuna y el

hijo de pocos meses no tengan salvación. Un escalofrío de desesperación le sacude de la

cabeza a los pies.

    Suspira aliviado al advertir que la anciana respira. Y que al rato, con esfuerzo, se levanta, se

sacude el polvo de sus pobres ropas y sin decir palabra recoge sus cosas: un capazo, unas

piedrecillas de colores, el cuchillo, la piel de serpiente, el bastón en el que se apoya al

caminar. Ya en la puerta extiende la palma de su huesuda mano derecha a Njiain, que

deposita en ella un saquito de grano. Lo sopesa, asiente con un movimiento de cabeza, da

media vuelta y se aleja renqueando. A los pocos metros detiene el paso y se gira.

    -Tu esposa va a sanar y con ella vuestro hijo –dice-. Eso es lo que la tierra me ha dicho. Se cumplirá. 
    Njiain la pierde de vista bajo la nube de arena que levanta el viento, abrasador como un ascua. El Sahel, una extensión pedregosa y árida, de matorrales raquíticos, que se prolonga hasta el infinito, arde bajo un sol implacable.
    Oye a Eirhuna gemir. Entra en la choza, construida con barro y boñigas, y se acerca a ella. Recostada en un rincón, acuna al bebé entre los brazos. No tiene ni siquiera tres meses de vida y su aspecto es ya el de un viejo. El vientre, hinchado, sobresale como una amenaza desproporcionada en su cuerpo menudo. Mamá Eirhuna intenta darle de mamar, pero sus pechos, agotados, no tienen leche y la criatura se desespera consumida por el hambre.
    -Te pondrás bien enseguida–le asegura Njiain-. Mató a la serpiente que todo lo envenena. Mató el mal que te consume.
    Njiain hunde un cuenco de madera en una vasija en la que apenas hay un dedo de agua y lo arrima a los labios de Eirhuna, que lo apura con avidez. El agua es un tesoro escaso en el Sahel. Prueba a sonreir agradecida pero está tan cansada que la sonrisa se le apaga al instante. Njiain se sienta a su lado, sobre una estera de paja, aprieta una de sus manos entre las suyas y cierra los ojos para procurar dormir algo. Tal vez, al despertar, todo haya cambiado y la sombra de la muerte no les ronde. Njiain quiere creer en la magia.
    Cuando un ruido y un llanto le desvelan la noche ya ha caido encima del desierto. Enciende un cabo de vela y mira a su alrededor. Es el niño que ha resbalado de los desfallecidos brazos de su madre. Eirhuna duerme un sueño extraño, inquieto, como si la serpiente siguiera en su interior empozoñándola. Está tan debil que da la impresión de que en cada suspiro la vida se le vaya a escapar por los labios. Njiain acuna a su bebé y deja caer en su boca un poco de su propia saliva.
    Njiain maldice la ineficacia de las artes empleadas con su esposa. Sed, eso es lo que va a acabar con la vida de su familia. ¿Para algo tan obvio tuvo que malgastar el puñado de grano que entregó a la adivina en pago a sus servicios? Njiain tenía la esperanza de que el mal pudiese ser otro y por eso la llamó a su choza. ¿Pero que iba a hacer? Cuando la realidad se hace insoportable lo único que queda es la confianza en el misterio.
    -No tengo más remedio. Iré a robar agua –dice para si.

    Y sin despedirse se pone en marcha bajo la luz de la luna. Piensa estar de regreso al día

siguiente por la tarde. De equipaje una manta y un odre vacío, hecho con la piel de una cabra

de la que recuerda que murió de sed unos meses atrás. Ese pensamiento le atemoriza.  En la

choza deja unos puñados de arroz hervido. 
    Njiain ha decidido ir hasta el campamento, distante unos treinta kilómetros, donde se hacinan miles de refugiados. Una vez por semana dan provisiones, siempre insuficientes. Las que ellos reciben les durarían poco más de cuatro días si no las racionaran a costa de enormes sufrimientos. Pero desde que nació el niño ni eso ha sido posible. Nijiain sabe bien donde las guardan. Se lo han dicho: en un almacén fuertemente custodiado por soldados para evitar los saqueos; pero también le han comentado asimismo una posible manera de entrar sin ser visto. Debe arriesgarse. Sólo va en busca de agua. El agua es el principio de todo, el principio de la vida. Todo está hecho de agua. Agua son la leche materna, los pechos de su mujer y el niño recién llegado al mundo del desierto. Sin agua nada existe, salvo el Sahel.
     Mientras camina piensa en las muchas veces que les han aconsejado irse a vivir al campamento. Siempre se negaron. Porque allí también mueren los refugiados, y lo hacen lejos de sus casas, entre gentes extrañas que recelan las unas de las otras, que al menor descuido se apropian de lo tuyo, de una vasija, de una torta de mijo, de un cuenco con sal, del soplo de energía que se protege como una piedra preciosa en lo más hondo de uno mismo Aunque sea reseca, aunque las langostas hayan arrasado año tras año los míseros cultivos y el agua parezca haberse ido para siempre y las caravanas de mercaderes recorran otras rutas, la tierra donde viven les pertenece, como antes perteneció a su padre, y antes a su abuelo, y a sus antepasados desde el comienzo de los siglos. Suya la hicieron con sus manos, y con la espalda doblada sobre el surco, y con el sudor regando la simiente. No, no van a dejarla. Nadie deja lo que ama. Un solo grano arrancado al vientre de esa tierra es tan valioso como una gota de leche en el pecho de Eirhuna. Sí, robará agua y la llevará para que ella beba hasta saciarse y pueda amamantar al pequeño.
     En el Sahel hace frío por la noche. Lleva ya de marcha unas cuantas horas cuando siente la necesidad de descansar unos minutos. Se sienta sobre unas piedras y se abriga con la manta. A la luz de la luna recuerda las cosechas de antaño, abundantes gracias a la lluvia que cada temporada fructificaba la siembra. ¡Cuánto tiempo de eso! ¡Y cuantas guerras de por medio! Con una mano coge un puñado de tierra. Polvo. Eso es lo que queda. Lo deja resbalar entre sus dedos y de pronto un dolor terrible le atraviesa la palma, como si le hubieran clavado un cuchillo. El escorpión corre por su muñeca y cae al suelo con su abdomen curvado en el que enarbola el terrible aguijón.
    Cuando despierta el sol está en lo más alto. Acostumbrado a guiarse por él y las estrellas, ahora, sin embargo, sólo es un astro que desprende fuego. Sediento, ofuscado por la fiebre, con la visión borrosa y confundido, Njiain se sabe incapaz de dar un paso. Un dolor mas grande que el del veneno le sacude de la cabeza a los pies. Dolor por Eirhuna, dolor por el hijo que morirá de sed como la cabra. Como puede hace cuatro pilares con piedras y los cubre con la manta para protegerse del calor asfixiante. Tiembla. La ponzoña del insecto le está matando, solo y sin ayuda en el Sahel. No teme por su vida, tiene miedo por los suyos.
    Es entonces cuando lo ve. Un lago a lo lejos, brillando a la luz cegadora del día. El agua del desierto, el agua del Sahel. No es la primera vez que la avista. Inalcanzable siempre por mucho que corras hacia ella. Esa agua es la bebida de los dioses del desierto y de las almas de los hombres que mueren contemplándola. Es lo que se afirma entre los suyos desde tiempo inmemorial, aunque los blancos hablen de ilusiones que llaman espejismos. Y se asegura también que esas almas pueden dar de beber eternamente a sus seres queridos si lo manifiestan antes de abandonar el cuerpo que las cobija. Njiain, aun en su delirio, es capaz de sonreirse. No andaba errada la vieja con su vaticinio. Sabía bien lo que decía  Con los ojos fijos en la nítida y plateada superficie, que parece ondular por un viento misterioso, murmura su deseo. E impaciente aguarda a que le llegue su última hora. Eirhuna precisa con premura agua para la leche de sus pechos.      

Ramón Cabrera Naveiras

SUEÑO





¿Hubo un Jardín o fue el Jardin un sueño?
                                            (Borges)

     Amelia se sienta en el viejo balancín de mimbre y apoya las manos en el regazo. El trabajoso paso del tiempo -de las horas, de los días, de las noches- las ha ennoblecido con las grietas de la tierra y hay en cada uno de sus dedos, que el declinar de la tarde transparenta con tonalidades pálidas, la elegancia frágil de las espigas de trigo. Una suave brisa, seca y cálida, le llega del Sahel. Un rebaño de cabras se hacina ruidoso detrás de una cerca; más allá, en su silencio altivo, dos camellos rumian lo que han regurgitado, indiferentes a los ladridos de un perro que, al final, da media vuelta y se escabulle con el rabo entre las patas; una nube de polvo, a veces, se levanta del suelo para caer luego como lluvia de ceniza. Cansada, Amelia cierra los ojos unos pocos minutos. Pero nada desaparece de su memoria. Ni las cabañas diseminadas, ni la extensión infinita de la árida llanura, ni los humildes huertos, ni el pozo de agua arrancado al vientre del desierto, ni la pequeña enfermería, de una blancura inmaculada, ni  la campana que hacen tañir los chiquillos a mediodía y cuyo sonido se mezcla con sus risas. Todo sigue vivo detrás de sus párpados; todo eso le pertenece para siempre, aunque pronto deba abandonarlo. Como son suyos también los fracasos y decepciones, las pequeñas conquistas, esa niña salvada de la muerte, como tantas muchas, esas bocas saciadas, esa sed calmada en los labios resecos, ese hombre, o esa mujer, a los que ayudó y ofreció consuelo y protección en la desventura o el desánimo. La vida, piensa Amelia, sólo se enriquece compartiendo la pena de los demás, alegrándose y disfrutando, por fin, la felicidad de los que jamás la tuvieron. 
     Un rumor de voces le llega desde lejos. Sonríe. Un grupo de mujeres se le acerca. Las conoce a todas. A todas se ha ofrecido. De alguna, ya anciana como ella, no olvida los recelos iniciales. Una mujer blanca en aquellas tierras inhóspitas era mirada entonces ¡cuantos años ya! como una extraña llegada para perturbar costumbres desde siglos sagradas e intocables. Su libertad era un insulto, sus maneras una profanación, sus consejos la peor de las perdiciones. La mujer, nacida para sierva, sierva debía de consumir sus años de existencia. Pero también hay hombres en la pequeña comitiva. Hombres que con el tiempo aprendieron el significado de la palabra respeto.
     Como que le cuesta levantarse, les recibe con los brazos abiertos, ligeramente incorporada en el balancín. Hombres y mujeres se detienen a unos cuantos pasos, en una respetuosa indecisión. Llevan pequeñas cestas que cuelgan a sus espaldas o de sus brazos. Amelia, con gestos, los invita a acomodarse a su lado. Le traen regalos de despedida: collares hechos con piedrecitas, pañuelos a los que no falta ni uno solo de los colores del arco iris, mijo, mandioca, unas sandalias de piel, un cinturón, el tesoro de una gallina .... Mira uno a uno y el estómago se le encoge ante la inminencia del regreso definitivo a su pais. Ya es demasiado vieja para seguir y una muchacha joven llega mañana para sustituirla. Pero agradece a su Dios, y al dios de ellos, la dicha de haberles conseguido algo de lo que siempre carecieron: dignidad y un futuro con pan en el que, por desgracia todavía con sombras y tormentas, no es un castigo nacer donde han nacido. Aún falta mucho por hacer, se dice Amelia, pero un peldaño superado es una enormidad en una escalinata de oprobios que se remonta a los orígenes del ser humano en el Sahel.
     Los abraza, y en cada abrazo siente que late un solo corazón. “No te vayas, mamá Amelia” les oye decir. Ha de irse, sin embargo. Los años, o los días, que le queden de vida, han de ser un reencuentro con su tierra. Porque allí, en la próspera Europa, es donde entendió cual era su misión. Comparando es como se alcanza la profundidad del sufrimiento.
     “No te vayas, mamá Amelia” repiten “¿qué haremos sin ti?”
     Para no llorar, cierra de nuevo los ojos.... Es entonces cuando nota que la sacuden con ternura y que alguien la llama y la despierta.
     -¡Señora Amelia!
     La claridad que entra por los ventanales de la residencia geriátrica la aturde unos instantes. Confusa, ha de hacer un esfuerzo para saber donde se encuentra. Enfrente de ella, en el televisor, Concha Velasco interpreta las últimas escenas de la  película Más Allá del Jardín, en la que la protagonista abandona su posición holgada en Sevilla para volcarse como enfermera en un pais africano convulso por la guerra. Sí, recuerda ahora que le ha vencido el cansancio viéndola... Son los años que pesan... Y advierte, entre resignada y molesta, que es una de las asistentas del centro la que arregla la manta que cubre sus piernas.
     -Señora Amelia, que han venido a visitarla.
     Se ha soñado. Gracias a la película se ha soñado y fue feliz unos instantes. No puede dejar de entristecerse. ¡Cuántas cosas quiso hacer que nunca le dejaron! ¡Y cuánto más rato, hoy, hubiese querido continuar dormida!
     -Abuela, soy yo.
     Recuesta la cabeza en el respaldo de la mecedora y la vuelve hacia su nieta.  Ambas se juntan en un abrazo cariñoso.
     -¿Ya es el día? –pregunta.
     -Si, abuela, esta noche sale mi avión hacia Etiopía .
     De pronto comprende que a quien ha soñado es a ella, a su nieta. Y  besa sus manos, tan suaves y frescas todavía. Amelia es dichosa por saber que hay vida útil más allá del sueño.    




En el 201 aniversario del nacimiento de HC. Andersen

UNA CARTA URGENTE


Esa tarde Hans consideró más oportuno no acudir al club. Afortunadamente no tenía concertada allí ninguna cita y, con el frío que hacía, lo probable era que todos los socios hubiesen optado por resguardarse en sus casas. Con seguridad su fiel sirviente, siempre tan previsor, habría encendido la chimenea con unos buenos troncos que durarían hasta muy avanzada la noche. Le apetecía sentarse en el sillón, junto al fuego, y leer un buen libro o repasar sus apuntes con la buena compañía de una copa de brandy. Con esta agradable perspectiva aceleró el paso, sobre todo porque no llevaba paraguas, los carruajes de alquiler parecían haber desaparecido y los primeros copos de nieve comenzaban a blanquear las hombreras de su abrigo. Atravesó a grandes zancadas el parque y en el estanque se detuvo unos breves segundos, maravillado de la indiferencia de los patos a las bajas temperaturas. Chapoteaban en el agua, en la que hundían sus cuellos en busca de alimento, o se perseguían los unos a los otros levantando el vuelo unos pocos metros entre estridentes parpidos y alborotado batir de alas. También había algunos cisnes deslizándose en silencio y luciendo orgullosos sus plumajes blancos y la curva de su silueta. Con su porte aristocrático parecían despreciar a sus humildes congéneres, ruidosos y nada distinguidos. Hans no pudo menos que pensar que a los seres humanos igualmente les separaban idénticas diferencias de clase y de belleza. Suspiró y de nuevo emprendió la marcha. La nevada era ya muy intensa.
Al entrar en su casa agradeció la calidez del ambiente. Al fondo, en la biblioteca, las llamas crepitaban vivas y rojizas en el hogar. Se auguró una velada tranquila y agradable. Felicitó a Björn por tenerlo todo tan bien dispuesto mientras era ayudado a quitarse el abrigo y la chistera y preguntó, como de costumbre, si en su ausencia se había producido alguna novedad.
-Hay una carta urgente para el señor en el despacho. Por lo demás, nada digno de mención.
-¿Una carta urgente? ¡Hum! ¿Sabes de quien es?
-La trajo una doncella, de parte de su señora, hará un par de horas. Pero no dijo su nombre y yo consideré que no era de mi incumbencia preguntárselo.
 ¡Una carta urgente de una dama! Normalmente las urgencias venían de su editor, pero de una mujer...
 Sorprendido intentó imaginar de quien podía ser. Sus relaciones femeninas eran escasas y sólo con dos o tres mantenía un trato esporádico. Frunció los labios, picado por la curiosidad.
-Sírveme un brandy –ordenó a Björn.
 Sobre la mesa, en efecto, encima de unos libros, vio un sobre de color rosa pálido. Al cogerlo, un delicado perfume a violetas lo envolvió. No necesito más para adivinar quien era la remitente. La alegría hizo que el corazón le saltara de gozo en el pecho. Sí, sus iniciales, H.C.A, estaban escritas en grandes trazos limpios y seguros en el anverso. En el reverso, con caligrafía menuda, el nombre de ella: Jenny Lind. La suponía en Viena, cantando el Don Giovanni. ¡Ah, de nuevo estaba en Copenhague! Ninguna noticia podía satisfacerle más que saberla tan cerca de él. ¡Querídisima amiga! Se hizo con el abrecartas y comenzó a rasgar el sobre con cuidado. Dentro, una cartulina impresa mostró su borde marfileño. Despacio comenzó a extraerla con los dedos índice y pulgar. Pero Hans no tuvo necesidad de leer todo su contenido. Las cuatro primeras líneas bastaron para que, como la hoja muerta desprendida de un árbol, el sobre le resbalara de la mano y cayera sobre la alfombra. Aturdido buscó su sillón, en el que se dejó caer pesadamente, casi sin fuerzas. Las sienes le retumbaban. Sus pensamientos eran ahora tristes y confusos y retrocedían hacia un pasado lejano en el que por vez primera, emocionado, escuchó en Estocolmo la voz de Jenny alcanzando los más altos registros en el “Exsultate, jubilate” del Réquiem de Mozart. Fueron presentados y desde entonces entre ambos se fraguó una hermosa amistad que Hans cultivó con la esperanza de que llegase a ser íntima y duradera. Los recuerdos, atropellándose, acudieron a Hans durante largo rato, hundiéndole progresivamente en la desilusión y el pesimismo. Sumido en ellos tardó en darse cuenta de que Björn había depositado la bandeja con el brandy a su lado y que, servicial, le tendía el sobre que había recogido del suelo.
-Posiblemente al señor se le haya caído –le oyó decir.
Hans, con un gesto, lo rechazó y comunicó a su sirviente que deseaba estar solo. Cuando Björn se hubo ido dejó que su vista vagara perdida por la habitación, intentando concentrarse en algo que alejara de su mente la terrible noticia que anunciaba, de forma inesperada, la boda de Jenny Lind. Fue durante ese recorrido visual que vio reflejada su imagen en un gran espejo colgado de una pared. En él pudo contemplar su cuerpo huesudo y largirucho, de piernas desproporcionadas; su rostro macilento que terminaba en un mentón afilado hacia el que descendían desde las comisuras de los labios dos profundas arrugas; la prominente nariz, los ojos pequeños, la boca poco atractiva, la anchísima frente por culpa de unos cabellos sin brillo que nacían en su cabeza demasiado hacia atrás y, sobre todo, la expresión patética de niño desamparado que a menudo hacía reir por lo bajo, a veces dar pena. Conteniendo las lágrimas cerró los ojos para no seguir viendo aquel hombre de aspecto mal parecido y ridículo que tuvo la osadía de aspirar al amor de una mujer.  Ansió dormir, morir incluso para olvidar. Pero no pudo. Porque esa misma noche, en un arrebato de dolor, Hans Christian Andersen estuvo escribiendo, hasta altas horas de la madrugada, las primeras páginas de su célebre cuento “El patito feo”.   

Ramón Cabrera Naveiras

6 comentarios:

  1. Bienvenido a este rincón de las letras.Gracias por tu aportación..
    Un saludo

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  2. dejo un fuerte abrazo para este escritor y un abrazo tambien para los que visitan este bonito rinconcito de poesias.

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  3. Abrazo de letras, tus letras se encuentran con las mias y se saludan dime ¿ escuchas sus palabras?

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  4. La Luna de los Niños Huerfanos..."Lo esencial es invisible a los ojos"...adultos.¿Cuantas veces miramos al cielo, al sol...a la luna?¿Cuantas veces nos paramos a oler la fragancia de una flor y sus piruetas para llamarnos la atención?¿Cuantas veces nos paramos a contar estrellas y reseñar su resplandor con alguien? Compramos un telescopio en una gran superficie para darle meramente un valor ornamental, sin usarlo para lo que es.¿Será que el material tiempo nos lo impide? Por suerte hay esos breves lapsus en los que podemos "razonar" con un niño y nos mimetizamos como tal, dandonos cuenta de que la vida es un extraño vacio lleno de encantos y propuestas, que nosotros perdemos en meros artificios.

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  5. Hola Ramón, bienvenido a esta tu casa de letras. Mil gracias por compartir tu obra y mis felicitaciones por tus logros y premios literarios.

    Un abrazo fraternal de MA.

    El blog de MA.

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