EN MEMORIA DE AMADOR.-
Ahora que ya no estás definitivamente - Amador -, ahora que ya
has salido de este mundo para siempre por esa familiar, para tí, puerta de
atrás, la misma - por cierto - por la que habías entrado, ahora que ya has
regresado de nuevo al polvo - Amador -, del que apenas habías logrado
levantarte durante el tiempo que permaneciste vivo, mira por donde,
precisamente ahora, algo de tí se me agarrota aquí dentro, como un repentino
estrujón en pleno pecho y en las manos y en cada uno de los músculos del cuerpo
y en la mente, sobre todo en la zona más oscura de los recuerdos, una fuerte
conmoción, un incendio generalizado, una profunda inquietud relacionada con tu
persona, que inmediatamente se ha transformado en mandato y que me ha sentado
casi a la fuerza en esta mesa y me ha ordenado que me ocupe de tí, que te
reviva de algún modo, que te saque a la luz - ¿pero a qué luz?, ¿y qué es la
luz con relación a tí, a fin de cuentas?, me interrogo desconcertado e
impotente -, que organice un catafalco de palabras sobre tí, a propósito de tí
- ¿para tí?, ¿para mí?, ¿para quién? y ¿por qué? - , que de alguna manera
defienda tu figura, tu imagen, la lección de tu vida, - ¿ pero quién te acusa?,
¿cuál es tu mal?, ¿a quién has ofendido? -, que no permita así, sin más, que el
peso plúmbeo del olvido se cebe implacable sobre tu memoria, del mismo modo que
se ha cebado y ha puesto ya sus huevos pardos sobre tu cuerpo, cuando apenas te
has ido - ¿pero de dónde saco autoridad, con qué argumento me arrogo el derecho
de subvertir el tiempo y le intento insuflar alguna forma de vida a tu persona,
que ya está muerta de muerte natural?, ¿cuál será el precio que deberé pagar
por hacer uso de tí para transformarte en palabras que te revivan y que te
plasmen, aunque sólo sea como un cartel inmóvil, en un tiempo que ya no te
pertenece, si tú te has muerto y mi osadía se atreve a impedir que descanses en
paz?. ¿Es que acaso intento fundamentar mi vida en tu recuerdo?. ¿Es que soy yo
el que se niega a morir, en la medida en que contigo tendría que morir
irremisiblemente una parte de mí?. ¡Cuánto misterio, cuánta duda y cuánto
compromiso por el hecho aparentemente inofensivo y liviano de estar dispuesto a
obedecer este mandato y de aceptar - a la fuerza ahorcan -, compartir contigo
un pequeño espacio de tiempo suplementario, un apéndice añadido, algo que pueda
verse en la distancia brotando de tu lápida - un punto apenas -, después de
tántos años durante los que ambos nos hemos ignorado por completo y nuestras vidas
han rodado por mundos tan dispares!.
Como el mandato que siento empuja con más fuerza que la duda y
que el miedo, aquí me tienes, sentado como un clavo y sacando verbo de lo que
sólo es aire, sumiso y humillado, dispuesto a obedecer este lado oscuro de mí
mismo que hoy, en la distancia, me enfrenta irremisiblemente contigo y me pone
de tu lado. Con la curiosidad temerosa de un niño que se enfrenta a un objeto
que no conoce, me acerco receloso a tu recuerdo. Camino con sigilo, de
puntillas, intentando tímidamente no ser oído por tu memoria, casi como un
ladrón que pretende apropiarse de algo que considera dudosamente suyo. Para
diluir mis altas dosis de recelo doy vueltas y más vueltas alrededor de tu
figura, hoy yacente. La siento sólida, entera, firme, clavada como un mástil en
mitad de mi vida, con unas dimensiones perfectamente delimitadas ya, que nadie
puede modificar porque ha terminado su ciclo de influencia, tanto en mi persona
como en este mundo. ¿Es exactamente miedo lo que siento de entrar a saco en tu
imagen para extraer palabras de donde apenas en su momento las hubo, porque mi
relación contigo se concentró sólo en sudor y poco más? ¿Es impotencia de
comprender que son sólo palabras, a fin de cuentas, lo que yo puedo ofrecer de
tí y eso no me resulta suficiente?. Percibo que a cada vuelta que doy me acerco
un poco más a tu fantasma, que estoy rozando tu presencia por momentos, que el
frío de la distancia se desplaza, que se aleja lentamente y que a la vez se
aproxima a mi cuerpo una tibieza ascendente, que estoy seguro que todavía te
pertenece, y va tomando poco a poco posesión de cada poro de mi piel. Pero
necesito un esfuerzo suplementario, un pequeño empujón con los ojos cerrados
para superar los últimos resabios de la duda, que me permita enfrentarme
definitivamente contigo en este momento en que tú ya no estás y yo te pienso.
Cierro los ojos y tomo impulso con todas mis fuerzas para saltar sobre el
vacío, con la esperanza de trasponer esa distancia negra que nos separa.
- ¡Adentro! - me digo en pleno estado de ignorancia mientras
vuelo suspendido en el aire negro de la noche.
En el momento de tocar tierra nuevamente me doy cuenta que he
crecido. Ahora me encuentro dentro de tí, Amador. Tengo la certeza de que eres
mío por completo, al menos mientras me dure este estado de gracia desde el que
puedo contemplarte de cuerpo entero a través de la distancia y tú, desde la
muerte que llevas ya inoculada y asumida, aparezcas delante de mis ojos sin el
más mínimo pudor, dispuesto a servirme como espejo. No quiero escudriñar tu
infancia que, según las informaciones interesadas que he logrado obtener, se
encuentra envuelta en hambre en miseria y en abandono, sin duda derivadas de
una implacable postguerra, aunque seguramente no sólo. Tu destino, en ese
sentido, aparece ligado estrechamente al de toda una generación de perdedores
de aquella conflagración fratricida que ya ha gozado, y aun hoy goza, de mejor
recuento, glosa y testimonio que el que puede aportar aquí mi humilde persona.
Desisto, por tanto, intencionadamente, de introducirme en el terreno de esa
leyenda común de la que formas parte como un niño más, porque no quiero que
desde el polvo que ya has empezado a ser, quizá volando alrededor de mí alguna
mota tuya, te pueda llegar un mensaje torcido sobre el uso irresponsable o
pretencioso que hago de tu recuerdo. Me quiero ceñir a los más estrictos datos
de la historia que nos une. Además, que me consta positivamente que las
historias se cuentan de muchas maneras y que todas confunden las realidades que
pretenden sacar a la luz, siempre imposibles para la memoria, con los deseos o
los intereses de quienes las cuentan. Aunque sé que no voy a ser menos, me
someto a esa suerte de desviación interesada sin ninguna rebeldía,
responsabilizando de ello a lo que son estrictamente limitaciones personales en
el recuento de cuanto digo, pero ni a un centímetro más.
El telón de mi memoria se abre macilento en Jun y refleja con
meridiana claridad otro tiempo -¡vaya si era otro tiempo!-. Del caos de figuras
que se apiñan al fondo de lo que viene a ser un escenario, surge con fuerza tu
torso amplio, musculoso y huesudo, como de bronce color carne, ascendiendo
explendoroso una y mil veces de aquellas charcas rebosantes de barro,
contrastando a todas luces con el esmirriado y esquelético del cínico Macando,
tu compañero inseparable, que parecía que se iba a quedar clavado en cualquier
momento mientras subía la maldita cuesta con el carrillo hasta los topes y que
sin embargo todavía colea por las Canteras cuando tú ya te has ido. En otro
plano simultaneo apareces de nuevo junto a la estampa hierática y de rostro
caballuno, como si de una figura de cera se tratara, de Manolón, con su eterno
cigarro incrustado entre los labios, y aquí se mezcla tu abierta risa con el jocoso
y repetido intento común, siempre fallido, de sorprenderle la más leve señal de
sudor en su frente, por más que lo intentábamos. Ya come malvas, Manolón, hace
años, recuperado para la tierra por mor de un viaje cualquiera, dando bandazos
sobre los lomos de su Derby Chica, con sabe Dios cuántos litros de vino en el
cuerpo, que seguro que ni enterarse pudo del importante paso que estaba dando
mientras rodaba hasta la cuneta en el momento del sorpresivo encontronazo con
el coche de su pariente. En la parte superior de la imagen, por encima de tí
pero contigo siempre en primer plano, se yergue la figura morena, más espléndida
incluso que la tuya, del Güele, con sus flamantes veinticuatro años recién
cumplidos, que no podía vivir ni un instante - ¿recuerdas? - si no nos los
estaba restregando continuamente por las narices - como si él fuera el dueño
absoluto de aquella edad, como le decíamos -, quien, aparte de ofrecernos
interminables retahílas de palabras sobre cualquier asunto posible, del que con
toda seguridad se consideraba un experto, lo único que nos dejaba traslucir por
debajo de sus huecos discursos, eran sus admirables dotes de escaqueo para el
trabajo. Mucho tiempo después, junto con su hermano Fali, terminó por cambiar
nuestro simplísimo uniforme de calzón corto, alpargatas de cáñamo ajustadas y
sombrero, por aquel otro, ciertamente más
vistoso y, sobre todo, más cómodo, de guardador del orden -no sé qué
orden -, que le permitió - eso sí, ¡al fin! - desaparecer para siempre de
aquellos secarrales y de aquellas interminables exposiciones diarias a todo
tipo de vientos y a los tórridos soles de aquellos larguísimos veranos, que
era, sin duda, lo que él ansiaba con desesperación. Ni siquiera le sirvió para
reconsiderar su huida la consoladora aparición de aquella primitiva grúa, ya a
última hora, que, ¡hay que reconocerlo!, vino a facilitar en gran medida el
endemoniado ajetreo de sube y baja con los carrillos, charca arriba, charca
abajo. Siempre difuminado pero nunca ausente, justo detrás de tí, resguardado
en tu sombra o quizás alimentándose de tu sombra misma, surge también como de
la niebla la huidiza presencia de Pepeluis, tan empeñado en no mirarnos a los
ojos ni una sola vez siquiera, eterno jefe de aquella cuadrilla de deslomados
de la que tanto tú como yo formamos parte, más pendiente de su pequeña
industria de carbón y cenizas para las calefacciones, en la que verdaderamente
tenía puesto su corazón, que del trabajo que llevaba entre manos y con el que
se ganaba la vida junto a nosotros. Reservado por expreso deseo de los patronos
para el puesto de responsabilidad dentro del grupo y encargado por ellos de
rendir cuentas cada día, nuestras cuentas, precisamente él, que jamás supo leer
ni escribir y bien que se jactaba de no necesitarlo. Todavía veo por las calles
un pequeño y sucio camión con su mismo apellido de Torices dibujado en las
puertas delanteras, que sigue cargando y descargando, como entonces, los
ingredientes mugrientos para fabricar calor o que recoge y deriva su escoria
hacia otros menesteres y a un muchacho, que parece su viva fotocopia en joven,
entrar y salir del vehículo, lo que indica, sin duda, que el negocio ha
prosperado con los años y ha permitido que se incorpore a él la nueva
generación de los Torices, supongo que con el mismo nivel de dedicación y de
conocimientos que la anterior pero, evidentemente, con otros medios materiales
algo más modernos. ¡Está claro, una vez más, que el negocio de la escoria es lo
que nunca se acaba en el mundo y que siempre tiene futuro cualquier servicio
que, de una manera o de otra, se relacione con ella!.
Nadie, ninguno de los miembros de aquel grupo de malditos como
se nos conocía, ni siquiera yo mismo con mis incipientes quince años, que por
expreso deseo me escondo ahora tras estas líneas y prefiero no dar la cara para
no tener que entrar en arriesgadas manifestaciones que me llevarían a
comprometerme más de lo que estoy dispuesto, contaba con aquella limpia estampa
de inocencia de la que a tí te dotó, como a nadie, la Vida. Todos lo reconocían
sin ninguna reserva. Yo, además, fui testigo privilegiado de toda la amplitud
de su desarrollo, porque no sólo compartí contigo un puesto en aquella
exposición permanente al amplio y siempre maldito cielo del tejar, sino porque,
además, como sabes de sobra, la cercanía de nuestras viviendas respectivas
permitía que tu comportamiento me fuera especialmente transparente en cualquier
momento. De aquel largo verano que compartí contigo extraigo ahora todo lo que
tenía tanto tiempo almacenado, para ofrecer en forma de palabras - no tengo
otra manera -, lo que conserva mi memoria, quizá no por afán de hacerte
perdurar más allá de tu vida sino, simplemente, por rebelarme en alguna medida
contra tu muerte, a fin de cuentas también la mía propia, al menos en la porción
de tiempo que compartí contigo. Tampoco quiero entrar en detalles, ni buenos ni
malos, sobre tu modo de proceder fuera del trabajo. Primero, porque ¡quién soy
yo para convertirme en juez de nadie y menos de tí a quien sinceramente quise y
está claro que aun hoy sigo queriendo!, y segundo, porque muchas de las
costumbres de las que tú participabas, a partir de las cinco de la tarde, hora
bendita en la que todos nuestros calvarios daban remate hasta las lejanas seis
de la mañana del día siguiente, no eran más que rutina en estado puro, sin otro
interés añadido por mínimo que fuera, la misma atroz y destructora rutina que
nos asolaba la vida durante la inagotable jornada laboral. Sólo tiene sentido
para mí dar cuenta de que, en medio de un punto y de otro, se interponía, como
una bocanada de aire fresco, nuestro viaje de vuelta al hogar, de no menos de
media hora de duración, vuestra habitual visita al Bar de los Muertos antes de
concluirlo- ¡mira por dónde hoy todo va de muertos! -, en donde sistemáticamente
sentíais la obligación de agotar la media cuartilla de blanco, de primera
calidad ¡eso sí!, según afirmaba y porfiaba su dueño El Venezolano, que venía a
convertirse en el único signo visible de libertad y proyección ciudadana que
ejercíais por decisión propia. Los niños no entendíamos, según vosotros, de
aquellas maravillosas evasiones. Sólo nos era dado uncirnos sin rechistar a la
noria del tejar que nos hacía girar a todos y descifrar cada día, paso a paso,
el fatídico mensaje que llevaba escrito con sangre y fuego en sus engranajes:
dormir y trabajar como animales, fabricar pellas y pellas de barro que, una vez
soleadas y endurecidas hasta su punto exacto, habíamos de transportar en las vagonetas
hasta las mismas fauces de la máquina, que las terminaban engullendo con
implacable voracidad y las transformaba definitivamente en tejas o ladrillos.
Mi anhelo desesperado durante cada uno de los instantes que
configuraron aquellos días, lo recuerdo con dolorosa lucidez, no fue otro que
el de: Y yo me iré..., mientras esperaba fervorosamente la providencial llegada
de Octubre y, con ella, mi vuelta al colegio. Ya entonces sabía perfectamente
que ningún pájaro se quedaría cantando con vosotros ni para vosotros y que
serían sólo las miles de chicharras, con sus estridentes gritos enloquecedores,
quienes, antes de reventar, seguirían inoculando al unísono en vuestras mentes
su parte alícuota de adormecedora desesperación, para que vuestra resistencia
no llegara a ofrecer en ningún momento las cotas de rebeldía indispensables que
pudieran poner en peligro aquel estado de cosas en el que moríamos. Y llegó el
momento, Octubre tantas veces soñado, mi momento, y yo me fui para siempre de
tí, de vosotros, de aquella angustia viva. Es cierto que después vinieron otras
angustias, porque la vida está llena de ellas y las tiene de todos los tamaños,
pero nunca he podido añorar aquel verano, si bien su extremada crueldad se
mantiene indeleble en mi recuerdo, como un ascua, y estoy seguro que sólo
morirá cuando yo muera. Como sé que hoy puedo hablar contigo con toda
tranquilidad, porque estoy seguro que no puedes escucharme, tengo que decir, no
sé si a tí pero estoy seguro de deberlo a alguien y prefiero pensar que se te
parece, cuántas miles de veces he revivido la angustia de sentirme otra vez en
medio de aquel cenagal, en el que tú sí permaneciste por muchos años sin ningún
punto en el horizonte que pudiera ofrecerte una salida, por incipiente que
fuera. En realidad, cada vez que me he sentido completamente desesperado e impotente,
que han sido muchas veces. Pero siempre me ha quedado el profundo consuelo de
saber que no era cierto y que todo se reducía, simplemente, a un mal momento.
En este punto quisiera disponer de la inconsciencia o de la crueldad suficiente
para señalarte con el dedo y declararte culpable de haber permanecido tantos
años en aquel infamante estado, pero sé que lo más noble de mí mismo me
abofetearía en ese mismo instante y desisto por ello. La juventud se te voló en
dos días, y cuando tus huesos se negaron a soportar tanta ignominia, no te
ofrecieron en la empresa otra salida que cambiar aquel arrastramiento
degradante por otras variables algo más acordes con tus nuevas capacidades,
siempre soportadas sumisamente por tus brazos y cada vez más lejanas de aquel
cénit en el que yo te tengo colocado como una estatua, hasta alcanzar, incluso,
a que tu participación en la tarea común de construir el mundo llegara a ser
interpretada claramente como una especie de limosna que bondadosamente se te
otorgaba en vez de abandonarte directamente en plena calle como un juguete
inservible y viejo. Seguro que con tanto canto de chicharra en tu cabeza, en
aquellos años finales tú ya ni llegaste a oir las manifestaciones de desprecio
que te dedicaban, envuelto como tendrías el pensamiento, para entonces, en la
adormecedora maraña de los humores etílicos, empequeñecido el cuerpo por la
acumulación de esfuerzos excesivos y por los años y transformado en arrugas tu
ingenuo rostro barbilampiño, sin otra dimensión intelectual en el horizonte que
la de llegar al término de la semana, coger los haberes que unos u otros
consideraran correspondientes para tí, ofrecer a la Lali su parte para el
mantenimiento de la casa y de los hijos - tuyos también aunque muchas veces no
acertaras ni a pronunciar correctamente sus nombres y a que alguno se le
apreciara a simple vista la viva estampa del vecino de enfrente -, manteniendo
en el bolsillo una mínima parte del beneficio de tu trabajo, suficiente para
continuar el proceso sostenido de degradación que te permitiera cuanto antes
reencontrar la tierra, el polvo, tu compañero inseparable, al fin, sin mayor
sobresalto, como si se tratara de un encuentro entre viejos conocidos, de
familiares incluso, que han vivido alejados unos años por un traslado
coyuntural, pero que nuevamente se vuelven a ver y entonces se reconocen y se
saludan afectuosamente, porque saben que provienen de la misma sangre y que los
unen fuertes lazos comunes, aunque la distancia los haya mantenido
artificiosamente separados durante un tiempo.
Amador, Amadorcico como has sido reconocido por todos hasta el
último momento, como todavía lo eres en lo poco que queda de tu recuerdo,
descansa por fin a ras de tierra, confúndete con la tierra, tierra tú mismo al
fin, polvo, casi nada y, sin embargo, ¡hoy lo sé con más claridad que nunca!,
al mismo tiempo, soporte de todo cuanto existe. Mi recuerdo necesita que mueras
definitivamente porque también con tu muerte yo descanso. De ahí mi empeño en
sacar a la luz tus hazañas para deshacerme de ellas y de tí. Pero tú eres más
fuerte que el olvido y te niegas. Ahora que ya no estás decides mantenerte y
obligar a mi memoria a que te mantenga presente. No sé con qué fundamento ni
por qué extrañas razones, pero tan grande como es el mundo, por allí donde paso
no tengo más remedio que verte. Eso sí, de nuevo muriendo en cualquier otro
lugar y de cualquier otra manera, pero presente siempre. Tan pronto tienes la
tez amarilla y los ojos achinados y andas arrastrándote detrás de un arado
milenario y al momento siguiente, como por arte de magia, se te ha oscurecido
la piel y apareces en un inmenso campo de altísimas cañas de azúcar, machete en
ristre, cortando tallo a tallo en la zafra sofocante mientras el polvo negro de
las hojas chamuscadas por el fuego va tomando posesión de tus pulmones o, sin
solución de continuidad, te disuelves y surges de nuevo a miles de kilómetros,
dentro de un mugriento ascensor que desciende a las negras galerías de
cualquier mina, para dejarte la vida en la más completa oscuridad. Incluso, si
me apuras, hasta he llegado a identificarte, con tu característico gesto
incomprensible, entrando y saliendo de cualquier boca de metro en la primera
gran ciudad que se me ha metido por los ojos. Y es que, Amador, ahora estoy
seguro, ¡eres tantos a la vez siendo tan poco!. Lo mismo estás en Ruanda
muriendo de un machetazo al borde de cualquier camino que no lleva a ninguna
parte que, sin venir a cuento, se te ve abatido en cualquier ciudad de Bosnia,
sin que hayas tenido tiempo de averiguar si verdaderamente eres serbio, o
musulmán o croata o la madre que los parió a todos. Este humilde cronista de tu
ausencia, en llegando a este punto se declara impotente por completo para
abarcarte y no encuentra otro recurso para justificar su esfuerzo por cumplir
con su papel de palabrero, que el de venerar tu anónima memoria con su propio
silencio y con su propio recogimiento, en la seguridad de que la única verdad
en la que está dispuesto a creer es en la de que estás vivo en el mundo entero,
que te has instalado en todos los países y que has llenado como nadie todas las
épocas de la Historia y que por más que yo lo intente, que lo intento de veras
cada vez que me siento cobarde, nunca podré ignorarte. Que la inocencia simple
de tu figura, multirracial y multicolor al mismo tiempo, es la mejor garantía
para la Vida y la más sólida justificación con que cuenta el género humano, la
única razón, a fin de cuentas, por la que mantengo en suspenso sine die la
permanente tentación de avergonzarme de sentirme vivo.
SAN MOLONDRÓN
Abrir la puerta, toparse
directamente con el campo, mirar la hierba verde y soñar que vemos paisajes de
falsa virginidad y de pureza falsa, es un hecho tan equívoco como tirar piedras
contra tu propio tejado. Es posible que encuentres en el horizonte un espejo
con dignidad suficiente para mirarte sin miedo. A través de la imagen que el
espacio abierto te devuelve puedes darte cuenta que, segura y absurdamente, tu
cabeza se parece a un melonar de tanto impacto, encontrado por doquier, sin que
hayas hecho nada para merecerlo. No quisiera entorpecer tus meditaciones.
Comprendo lo importante que puede ser
para cualquiera, sobre todo a estas horas del día, tirarse al pecho el
esfuerzo escrutador de la búsqueda de sí mismo. Pero, al mismo tiempo, es
indispensable encontrar un vacío espiritual que te encamine al reposo absoluto
y a la certeza de la jilipollez tan grande que significa la presencia de
cualquiera dentro de este perro mundo, se llame Molondrón o Cristo bendito, para, encima, perder el
tiempo pregonando con la mayor desvergüenza que si has amado mucho, que si
sufres por cada candelabro que se apaga o que te sientas culpable con y por
todo, por más que se te intente demostrar que es por causa indeterminada.
Una vez superada la modorra,
abrí los ojos como platos, obedeciendo las instrucciones que había leído el día
antes sobre el comportamiento de las hormigas y me propuse cumplir con la
promesa que me había impuesto en el momento de su lectura. Quería protagonizar
un papel hegemónico en el concierto de esa tarde, frente a cada uno de los seres vivos que no
alcanzaban la cota catorce. Mi estado de ánimo se obstinaba en ablandarse con
los suspiros pequeños, ínfimos, microscópicos, de estos seres tan lejanos. Por
otra parte, eran los únicos capaces de mandar fuerza a determinadas
profundidades del espíritu, con lo que daban al traste con el verdadero sentido
de los impulsos iniciales.
Ni Molondrón,
ni San Molondrón bendito, deberían haber sido capaces de combinar tanto colorido
acumulado como aparecía delante de mis narices. Entendía que no era bueno, en
aquellas circunstancias, forzar los intrumentos musicales, ni maderas, ni
vientos, ni percusiones, ni teclados, ante el peligro, más que probable, de que
el conjunto pudiera dar un giro copernicano y se volviera en mi contra.
Lograrían entonces hacer de mi cabeza un melonar, semejante al de aquel
desdichado que fue capaz de tirar piedras contra su propio tejado sin advertir
las consecuencias. Aquel desgraciado se encontró sólo y desarmado en el momento
de la bajada en tromba del material que había logrado elevar, con el concurso
de su fuerte brazo y de su constancia hasta el dominio de los jaramagos, de las
latas de conserva, que un día salieron volando por la ventana de la del quinto,
y de un manojo de pelos, producto de una sacudida acariciadora - más violenta
de lo conveniente- del peine de su hija,
conjuntados en forma de amasijo, con broche final de movimiento de los ágiles
dedos de la mano derecha de la madre, en dirección a la calle. No quiero decir
que sean inseparables las piedras que se tiran contra el propio tejado con el
caso del escupitajo que salía de una boca directamente hacia arriba, sin
destino previsto. En este segundo supuesto sí nos encontramos con todas las posibilidades
de que te cayera encima. Pero en el caso del que tiraba las piedras contra el
propio tejado, por el contrario, el porcentaje de posibilidades de que
alcanzaran en su caída el melón de tu cabeza era sólo proporcional a tu grado
de estupidez para la previsión o a tu falta de reflejos para esquivar lo que
estás viendo que se te viene encima y no sé que esperas para eludirlo. Pues
bien, una vez que hemos sido capaces de establecer las diferencias, podemos
concluir afirmando que el resultado de los melonares instalados en cabezas, al
poco rato de las tiradas de piedras, tiene su origen en deficiencias
estrictamente funcionales. En ambos casos estábamos tratando con personas o
comportamientos estúpidos y hasta masoquistas, lo que, inevitablemente, nos ha
remitido a la aparición insólita en escena de una olla de agua hirviendo, un
recurso útil como sucedáneo de la cabeza de que hablamos. Gracias a que el
caldo de la olla se encuentra con un hueso blanco, se consigue que el preciado
líquido tenga algún sabor en el momento del
derrame. De no estar presente el detalle del hueso, ni siquiera eso se
podría desprender del tremendo fiasco que ya supone de por sí haber introducido
esta secuencia.
A Molondrón,
antes de que la santificación llegara a empaparle, se le comunicaba la hora de
las reuniones como a cada vecino. Se le introducía por debajo de la puerta una cuartilla
de papel reciclado en el que se reflejaba el orden del día, con la misma
anticipación que a cualquiera, pero él no salía ni por éstas de su encierro. A
juicio de los malpensados, buscaba méritos suplementarios promoviendo un plan
de paz para la antigua Yugoslavia, que tendría como objeto eliminar el asunto
estrella de todos los noticiarios de las tres y, como consecuencia, grandes
perjuicios económicos para cualquier empresa, de las muchas que los
innumerables canales en activo habían establecido. Cabe pensar, que el pobre
Molondrón no fuera tan pobre como parecía ni que sus acciones se encontraran
tan exentas de segundas intenciones como él mismo se empeñaba en demostrar
-también es cierto que nunca hubo la menor prueba de su malicioso empeño, más
bien al contrario, que su inocencia y su candidez aparente eran fiel reflejo de
su inmaculado mundo interior-.
Lo de meter
los tiros y los muertos en la sopa de cada día no debería mezclarse, en todo
caso, con las intenciones más profundas de Molondrón, cuyo gozoso resultado
final ya podemos adelantar y darle carta de naturaleza, una vez que la santidad
le ha sido admitida.
Por deseo del más caprichoso
de los arbitrios, mientras llega la hora de la plenitud de los acontecimientos,
podemos sentirnos liberados de cualquier compromiso y negarnos a encontrar
razones suficientes para que fluya como un río la maledicencia en lo tocante a
su persona. Podemos intentar, por ejemplo, salir de abril e introducirnos en
pleno Julio, sudorosos y con la lengua fuera. Mezclar en el mismo plato, no ya
toda la podredumbre de la antigua Yugoslavia, sino también el novísimo
entramado de Ruanda -mapa en ristre a ver dónde se hospeda-, con ese aluvión de
negros deambulando de aquí para allá por caminos que parecen no llevar a
ninguna parte. Ese cúmulo de muertos pacíficos y decadentes amontonados en las
cunetas, pidiendo perdón sin saber a quién, como si estuvieran cometiendo una
falta de educación con morirse de ese modo tan directo, tan descarado. Tal vez
hubiera convenido ponerlos de lado para que la cara saliera completa y con su
expresión natural en el objetivo del reportero. Es que los muertos de Ruanda
parece que no comprenden nada. Cómo es posible que no les entre en la mollera
que las comidas del mundo rico necesiten con tanta urgencia de sus muertes en
directo, sin otro fin que el de facilitar la digestión. Que los estómagos
agradecidos del primer mundo sean incapaces de saborear el alimento sin su
desolación como aditamento, como si se tratara de sal de frutas.
-¿Todavía respira ese de la
izquierda?
-No, éste ya está muerto
definitivamente y no pía.
-¡Vaya, pues ya no me sirve
para la entradilla!. Oye, ¿por qué no intentas levantarle la pierna a ver si
suelta un último suspiro?. ¡De último
suspiro negro no tengo copia!. ¡Lo que me queda es todo blanco de hace meses y
no sería creíble en medio de tanta oscuridad!.
-¡Es inútil!. ¡Lo que no puede
ser no puede ser y, además, es imposible!. ¿No lo comprendes?.
-¡Pues vaya panorama!. Bueno,
vamos a buscar a otro antes de las tres, que tengo que conectar sin más
remedio.
Lanzaba San
Molondrón su voz al viento por pueblos y ciudades, por campos y desiertos, por
espacios minerales y por zumos de naranja naturales -todos en brik,
naturalmente- ,con el fin de ser oído hasta por las piedras y de que penetrara
en las masas su mensaje de desolación. Quería mover las conciencias y hacer de
ellas estropajos de aluminio, suficientemente duros y clarividentes, como para
limpiar toda la muerte y la miseria repartidas por el mundo, de una sola
pasada. Sabía San Molondrón que el propio término REPARTIDA no era más que una
mentira piadosa, pero estaba dispuesto a saltarse su generosa intención y la
disciplina interna de su discurso, porque el beneficio que esperaba obtener de
la inexactitud expositiva podría verse compensado con creces, si lograba hacer
acopio de arrepentidos de un sitio y de otro.
-"El sonido de las
palabras -pensaba- es capaz de penetrar por cualquier vericueto e instalarse en
los puntos neurálgicos del arrepentimiento, que importa más que la decencia
misma".
Con este objetivo impregnando
las partes inferiores de aquel mar de machetes o las puntas de cada uno de los
misiles de carga hueca, según los casos, no le cabía duda sobre el resultado
satisfactorio del agotador empeño.
-“El testimonio directo es lo
que importa y la universalización del testimonio directo más todavía que el
propio testimonio directo en sí. ¡Para que luego digan que no voy directo al
grano!" -se decía con regocijo, regocijado por su clarividencia expositiva.
Era capaz San Molondrón de
modificar en esencia la magnitud de la súplica con tal de abarcar todo el
ámbito de las ondas y lograr que los traviesos bichitos capaces de fabricar
imagen para un momento especialmente concurrido de audiencia, se vieran
premiados con algunos cadáveres de refuerzo que echarse a la boca. Cualquier
cosa, ¡todo !, antes que dejar flotando en los telespectadores el
beneficio de la duda que, como es tan frágil siempre, le basta y le sobra la
menor indecisión en el mensaje para que vuele directa hasta la cima del tejado
y la tengamos que mirar con catalejo si queremos percibirla, a sabiendas de que
unos momentos después la veremos regresar hasta nosotros, convertida ya en
certeza, mezclada con las piedras que han de caer sobre la cabeza de todo aquel
que haya tirado piedras sobre su propio tejado, tanto si se encontraba al
corriente del pago de costas, como si se coló de rondón y ahora pretende
pertenecer a otra historia volviendo la cara y diciendo que él no ha sido y que
Ruanda o Yugoslavia están demasiado lejos, que de no ser así...
¡Cualquier santo sufre mucho,
a qué nos vamos a engañar!. No se puede explicar que San Molondrón hubiera
accedido a la santidad si no se hubiera dejado en el camino todo un sin fin de
suspiros lacrimosos, sembrados desde el florido abril hasta el otoño mustio,
con el mérito adicional, que a la postre resultó determinante en su proceso de canonización,
de no haber exhalado una sola queja por sus desgracias propias, que también las
tenía. Hubiera bastado algún testigo capaz de ofrecer un sólo dato fehaciente
de la más mínima imperfección en el sufrimiento molondrónico, para que toda su
santidad se hubiera ido a freír espárragos. Pero, en el momento del juicio, por
más que el ujier levantó su voz interminables veces, con solemnidad y con
actitud desafiante, ante la multitud que llenaba la sala de los olores
-pidiendo con apremio ¡más madera! y pruebas en contrario-, no hubo nadie que
entorpeciera el buen funcionamiento del acto, que gozó de gran brillantez y
tuvo el final que merecía. Era de esperar que Molondrón, que había entrado en
la sala tan jilipollas como el que más, gracias a las multitudinarias y
minuciosas deliberaciones, a las pruebas irrefutables surgidas de aquí y de
allá como hongos y a las conclusiones del implacable fiscal, cuyos brazos
fueron lo único que pudo verse desde cierta distancia y lo que en general quedó
como imagen, después de todas las horas habidas y por haber y después de un
buen montón de muertos fabricados in situ -producto de los mismos apretones-
que fueron piadosamente extraídos de la sala para no empañar el buen nombre ni
la higiene del acontecimiento, lo que había llegado como basura maloliente y
putrefacta, pudiera salir con la cabeza bien alta, luciendo su impoluta santidad,
de la que, a partir de entonces, continuó dando muestras más que sobradas. No
sé qué pasa, pero las repetidas veces en la vida, que cualquiera haya podido
ser testigo de canonizaciones, sobre todo como la de San Molondrón, con aquel
carácter popular y multitudinario, habrá observado que, una vez obtenida la
orla beatífica, a los interesados parece como si se les hubiera colocado
adicionalmente un impermeable invisible alrededor de sus humanidades, que los
hace inmunes en adelante a cualquier tentación de este mundo. Y no es que San
Molondrón a partir de ese día se encontrara en ningún paraíso, no, nada más
lejos de la realidad. Es más, hay que dar fe de que las dificultades para él se
fueron acrecentando a partir del día de marras. El mundo no se había convertido
por arte de magia en otra cosa que la que ya era antes de su canonización -¡qué
más hubiéramos querido todos!- pero el nivel de responsabilidad y dedicación
que desplegó San Molondrón en su apostolado, ese sí que experimentó un salto
cualitativo desde el momento mismo que volvió a pisar la calle, ya santo.
Cualquier pata de oveja rota que apareciera entre las jaras, la simple posibilidad
de que malpariera la mujer del boticario o, los mismos malos pensamientos
acumulados debajo del delantal de Anita, la del estanco, a todo tenía que
acudir San Molondrón y a tiempo. La seguridad de su contacto, de su consejo, de
su conciencia crítica impecable, de su maravillosa voz de barítono, de su
muerte y resurrección en Cristo nuestro señor, eran, según opinión
generalizada, medicinas válidas para lograr la satisfacción y remisión de cualquier
culpa. Con todas hacía un buen alijo, las cargaba sobre sí San Molondrón, con
humildad y fervor deífico y las trasladaba en grandes bolsas de plástico, por
aquello del olor, hasta el gran basurero para su holocausto, que,
sistemáticamente agradaba al altísimo. Daba gloria verlo con aquellas
alpargatas rotas, tan sencillas, con aquella estampa de no saber ni dónde
estaba, con aquella mirada perdida, buscando insistente dónde posar sus
legañosos ojos. Con su temple macilento tan característico, producido por la
acumulación de tanta mala leche recogida de unos y de otros, se perdía por las
últimas calles del pueblo, camino del gran basurero, único lugar en el mundo
que podía estar esperando sus despreciables frutos, a últimas horas de la
tarde. Parece como si lo estuviera viendo y no soy yo sólo. Ni por un instante
pienso que soy el único deseoso de acercarme hasta la esquina para contemplar
el paisaje al fondo, perfectamente estructurado hasta la línea del horizonte,
con las luces y las sombras que se esperan de todo lo que ha sido creado, y verle a él, San Molondrón bendito -digo de mi
propia cosecha para que nadie sea capaz de dudar de mi buena intención- cargado
de mortajas, de sudores, de boletines oficiales -que en su día fueron
indicadores del comportamiento humano- de todos los asesinatos en que la humanidad
entera se veía envuelta en cada momento, de aquellas fuertes conmociones que de
aquí y de allá salían al paso, sin que nadie pudiera preverlas, y que mantenían
a todo el mundo con el alma en un hilo, siempre a la espera del San Molondrón
de turno, hasta perderse por las últimas cuestas, camino del humillo
inconfundible del gran basurero purificador, que día y noche ardía y en el que
todos y cada uno de los que habíamos aupado al personaje hasta la estratosfera
de la santidad, sabíamos, en el fondo, que habríamos de arder algún día junto a
nuestras culpas, injustamente adheridas a las espaldas de San Molondrón,
pero presentes todas, una por una, en
nuestras conciencias. Ese era el destino que nos había impuesto la vida desde
el punto y hora en que a cada una de nuestras madres se le había cruzado la
barriga entre las cejas y había dicho que "ya no más, que hay que salir al
mundo que es donde se cuece y se amasa todo y que ¡además, ya estoy hasta el
coño de ti, ahora que te mantenga tu padre, si quiere!.
Una vez que el ocaso terminaba
de dar su última vuelta de tuerca y sólo las sombras circulaban por las niñas
de los ojos, era el momento para volver grupas desde cada esquina, desde cada
balcón, desde cada tertulia. Asumir sin rencores a San Molondrón y su obra que,
a fin de cuentas, era la obra de todos, y volver cada uno al hogar caliente,
siempre frente a nosotros mismos como si se tratara de un espejo al que no podíamos engañar por más
sanmolondrones que nos empeñáramos en fabricar, con el desesperado afán de
evadirnos de nuestras propias culpas.
ANTONIO FERNÁNDEZ LÓPEZ
RETRATO DE FAMILIA.-
Me
llamo Antonio apenas,
y triste de apellido; quizá vulgar,
incluso.
Soy natural de aquí y vivo de
milagro.
Me sustenta la tierra, es inútil
decirlo, pero aclaro
que me compongo de agua sobre todo.
Ya
murió el bisabuelo cucaracha
y no pude llorarle como se merecía
porque andaba, mientras tanto,
gozando eternidades.
Mucho tiempo después, he conocido
los parientes lagartos, las encinas,
algunas amapolas, peladas cumbres
altas
y todos me han contado largamente
sus célebres hazañas: nocturnas
caminatas,
refugios, comilonas, intrépidas
huídas...
Después
nació la higuera, prima hermana,
coincidió con el surco y, desde
entonces,
hasta la lluvia mansa me mira de
otro modo,
como si se tratara de mi madre.
Debo tener los ojos de semilla
o el tronco retorcido
o la misma nariz com
o un tomate.
De otro modo no se explica que
confunda,
por ejemplo, la lágrima más simple
que brota en un momento de descuido
con parte de su carne torrentera,
fluyente, bardomera, desbordable.
Actualmente
procuro ser discreto
para no cunfundir miedo con aire
ni reja con latido, ni punto con
planeta.
- ¡Como el canto es tan grande
la propia fuerza del rumor quisiera
cubrirlo todo con sus propias manos!
-.
Con lo cual, ¿hasta dónde llegaría
la ciencia de soñar?. ¡Pues no se
sabe!.
¡Para evitar la mezcla inconveniente
mejor será que en este punto calle!.
Jaramago
Otra vez jaramago
vigor a toda prueba,
de nuevo abril pletórico.
Otro manto amarillo,
señales que definen,
impulsos esforzados
no sé qué de concordias
y armonías
ancestrales.
Horada jaramago las pupilas
como un dardo amoroso y fulminante,
camina hacia secretos interiores.
ligados al latido,
al pálpito de vida.
Jaramago es la fuerza que va y viene
que sale y que regresa ,
lo mismo que una higuera
que un monte coronado
que un grito de dolor.
Como si, a fin de cuentas,
la vida sólo fuera
un solo panorama .
Imágenes diversas
que confluyen en fuente en unos casos,
o en color desbordante,
o en fragancias,
o en espinas en otros.
Todas salen de la tierra,
jaramagos al fin,
para acoplarse al tiempo
rebozando su cuerpo
con el sol, con el viento, con el agua
hasta que el devenir sin límite
las lleva nuevamente a la semilla,
una vez que han cubierto el ciclo de la vida.
El nacer y el morir, que son la misma cosa.
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